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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (17 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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Allí, en contraste con el blanco pavimento, relucía la línea de poder.

Caramon entró en la habitación precedido por el kender, al que empujaba para no darle la más mínima ocasión de escapar. Raistlin se volvió despacio desde su puesto de observación.

—¿Qué tal te encuentras? —preguntó el guerrero.

—¿A ti qué te parece? —respondió con brusquedad el mago—. Perdóname, hermano —añadió al advertir la expresión dolida del hombretón—. Me siento como si me hubieran cargado los hombros con un peso aplastante. ¡Todo mi ser intuye que nos han traído aquí con algún propósito de importancia capital, y soy incapaz de discernirlo! Y, lo que es peor, ¡no disponemos de mucho tiempo para hacer lo que sea!

—¿Qué dices? Tenemos todo el tiempo del mundo —afirmó empírico Caramon—. He pedido el desayuno, lo subirán en un momento.

—¡Tiempo! —Raistlin se volvió hacia la ventana y clavó la mirada en la línea brillante—.
«... centinelas del umbral, que la hora señalada aguardan prestas.»
No, hermano, no queda mucho tiempo. Sólo hasta el Festival del Ojo. Tres días.

—¿Qué? —El guerrero frunció el entrecejo.

—Has citado los versos del poema, ¿a que sí, Raistlin? —intervino el kender—. Lo recuerdo muy bien, ¿sabes? «
Despliega la Oscuridad sus huestes negras, sigilosas sombras centinelas del umbral, que la hora señalada aguardan prestas.»
Me encantan las leyendas, y ésta es tan buena como cualquier historia. ¿Te he contado alguna vez la de Dizzy Lengualarga y el minotauro...?

—Se te ha caído algo —dijo Caramon y empujó uno de los saquillos del kender, cuyo contenido se esparció por el suelo.

Piezas de juegos hechas de cristal y marfil rodaron por la madera; una de ellas se paró a los pies de Raistlin. El mago se agachó y la recogió. Era una figurilla pequeña, amarillenta, tallada a semejanza de una mujer bellísima... bellísima, majestuosa, perversa, tiránica. La alzó a la altura de los ojos y la contempló con detenimiento; observó hasta el más mínimo detalle del trabajo de la talla. Luego puso boca abajo la figura a fin de inspeccionar el pedestal sobre el que se erguía y vislumbró una «X» grabada en la base, el símbolo que marcaba la pieza correspondiente a la Reina de la Oscuridad en uno de sus juegos favoritos:
Hechiceros y Guerreros.

—No se trata de una coincidencia —murmuró entre dientes—. Al arbitrio de los gatos queda «un destino de luz u oscuridad» y desaparece. El tiempo del Gran Ojo llega de nuevo, la hora en que un poder indescriptible se les ofrecerá a aquellos que posean la facultad de utilizarlo. Si yo fuera la Reina de la Oscuridad y quisiera elegir el momento propicio para regresar al mundo... —Raistlin enmudeció. La frase inconclusa flotó en el aire como un augurio ominoso.

Caramon se lo tomó a la ligera.

—¡Vamos, Raist, déjate de elucubraciones! ¿Por qué no ha de ser una mera coincidencia? Encontraremos los gatos y verás que todo tiene una explicación clara y lógica. Tal vez guarde un parecido con ese cuento del tipo de la flauta que entró en la ciudad, tocó una melodía, y todas las ratas lo siguieron fuera de los límites de la población.

—Te olvidas del final de la historia, hermano mío. El flautista regresó y se llevó consigo a los niños.

El guerrero guardó silencio. Su intervención, aunque bien intencionada, sólo había empeorado las cosas.

Raistlin, tras dirigir otra ojeada escrutadora a la figurilla, se la devolvió al kender. Earwig la examinó con la misma meticulosidad del mago, pero no halló en ella nada interesante. Era una pieza más de un juego entre las muchas que poseía.

—«El destino empuja a los libres.» —Caramon recurrió a uno de sus proverbios favoritos del momento—. ¿Cuál es nuestro siguiente movimiento?

—Va siendo hora de que exploremos la ciudad de Mereklar.

—¿Y si mantenemos una entrevista con esa tal Gran Consejera Shavas? ¿No nos convendría visitarla?

—No, hermano mío. Que sea ella la que venga a mí —anunció el mago con frialdad.

* * *

—Sois forasteros, por consiguiente veis las cosas de un modo diferente que nosotros.

—Supongo que tenéis razón, señora. A mi entender, este lugar está abarrotado de gatos —opinó Caramon.

—En absoluto, señor. Donde antes había miles, ahora quedan pocos. Muy pocos —remarcó la anciana.

—Es cierto —intervino un hombre sentado a una mesa vecina—. Desde el amanecer hasta el ocaso, los gatos rondaban por las calles. Blancos, grises, marrones, atigrados, con manchas, jaspeados, de cualquier tipo.

—Excepto negros —objetó la anciana—. No sabemos el motivo, pero jamás hubo un gato negro entre ellos.

—Se rumorea que los hechiceros venían a hurtadillas y se llevaban a los de ese color —apuntó el hombre, con un gesto torvo dirigido a Raistlin.

El mago arqueó una ceja y miró con fijeza a su gemelo; el guerrero escudó los ojos tras la jarra de cerveza, visiblemente incómodo.

Los tres compañeros deambulaban por la ciudad con el único propósito aparente de admirar sus vistas y pasear. Mas, cada vez que pasaban frente a cualquier taberna, Raistlin insistía en entrar al establecimiento. Apenas pronunciaba palabra, y era su hermano quien llevaba la conversación. El joven guerrero, atractivo y simpático, congeniaba con la gente en el acto. Su carácter noble y cordial infundía confianza y despertaba el afecto de sus interlocutores.

Al principio de la jornada, cuando entraron en la primera taberna, Caramon se preguntó, no sin cierta inquietud, cómo iban a pagar las consumiciones. Sin embargo, Raistlin se limitó a mostrar el estuche del pergamino y, a su vista, nadie les pidió dinero. Lo mismo ocurrió en todos los establecimientos que visitaron.

Mientras el guerrero charlaba con la gente, su gemelo escuchaba con atención y vigilaba de cerca a Earwig con objeto de captar si alguien mostraba especial interés en el cráneo de gato que colgaba de su cuello.

—Siempre les poníamos platos con comida y escudillas de leche en las puertas de las casas para que comieran y bebieran —dijo un hombre de mediana edad—. En ocasiones, abríamos las puertas y esperábamos a que entraran y compartieran con nosotros el desayuno.

—Vagaban sin cesar por las calles; aguardaban las caricias y los mimos de todos. —La moza que hablaba no apartaba los ojos de Caramon—. Nadie les habría causado daño. Al fin y al cabo, ¡algún día salvarán el mundo!

Entre la concurrencia se produjo un general asentimiento de cabeza que puso de manifiesto la conformidad de todos con las palabras de la joven.

—Imagino que no ronda por aquí un tipo que toca una flauta, ¿verdad? —comenzó el fornido guerrero, pero la enconada mirada de su hermano lo hizo enmudecer.

Los compañeros se levantaron para marcharse.

—¡Sean condenados al Abismo todos los magos! —proclamó uno de los parroquianos en el momento en que el hechicero salía por la puerta.

—¡Vaya, qué grosero! —exclamó Earwig.

El guerrero se giró con los puños apretados, pero Raistlin le puso una mano sobre los tensos músculos del brazo.

—Calma, hermano.

—¿Cómo permites que te digan cosas semejantes? —demandó irritado su gemelo.

—Porque los comprendo. Estas gentes están aterrorizadas —explicó el mago en su habitual tono susurrante mientras salían a la calle—. Han habitado en esta ciudad a lo largo de toda la vida, y ahora, algo que para ellos es sagrado, la base sobre la que se fundamenta su fe, desaparece sin motivo aparente, sin dejar huella. Represento un blanco fácil en el que descargar su frustración; necesitan alguien a quien culpar.

Bajó la vista hacia el pavimento. La línea blanca seguía allí, a sus pies; lo guiaba. No se habían desviado del camino marcado por la banda reluciente desde que abandonaron la hostería, aunque tanto para Caramon como para Earwig resultaba invisible.

* * *

—¿La mansión de la Gran Consejera? Seguid calle adelante —indicó un hombre en respuesta a la pregunta de Caramon.

El guerrero le dio las gracias y regresó junto a su hermano y al kender, que se hallaban sentados a una mesa al aire libre, frente a la fachada de una nueva taberna.

Desde que iniciaron el recorrido por Mereklar, habían vislumbrado unos cuantos gatos. A veces, alguno se había cruzado en su camino sin alterar el ritmo de sus pisadas. A Caramon lo asaltó la inquietante sensación de hallarse bajo el escrutinio de unas relucientes pupilas verdes que lo vigilaban sin pestañear.

Al aproximarse a la mesa, advirtió que habían acudido más y más felinos, y en ese momento rodeaban a Earwig. Saltaban sobre sus hombros, jugueteaban con el copete de cabello castaño, se restregaban contra su cuello. El kender rebosaba de satisfacción ante semejante muestra de deferencia hacia su persona y parecía más que dispuesto a compartir los juegos con sus nuevos amigos.

Por su parte, Raistlin permanecía solo, sumido en el silencio. Todos aquellos gatos se mantenían alejados de él.

—Fíjate en eso —oyó Caramon que susurraba una mujer mientras señalaba al mago.

—Sí, ya me he dado cuenta. Jamás había visto a nuestros gatos actuar de manera tan poco amistosa con alguien —agregó su acompañante.

—Tal vez sepan algo que nosotros ignoramos.

—¡Sospecho que los hechiceros tienen algo que ver con su desaparición! ¡Después de todo, los problemas surgieron cuando él apareció! —siseó una tercera mujer.

—Vuestros problemas comenzaron antes de que llegásemos —replicó enfurecido Caramon, pero, de nuevo, su hermano le dirigió una mirada de advertencia, y el guerrero se tragó las palabras de reproche.

—¡Hay quien dice que los de su calaña son responsables de las desdichas que asolan el mundo!

El mago ignoró las frases insultantes. Siguió sentado en la silla tranquilo, reposado; de tanto en tanto, se llevaba a los labios la pequeña taza de porcelana en la que se servía la especialidad local, una bebida peculiar llamada
hyava.
Sintió que el agradable calorcillo del licor le corría por las venas y le templaba el cuerpo, aterido a pesar de que el día no era desapacible y de que vestía la pesada túnica roja que lo cubría de pies a cabeza.

Caramon tomó asiento junto a su hermano e intentó que lo escuchara en medio del parloteo incansable del kender.

—Tal como nos dijo el centinela de la muralla, no tenemos más que seguir la calle de la Puerta del Sur hasta el centro de la ciudad, donde se halla la mansión de la Gran Consejera. «Todas las calles conducen allí», dijo ese hombre. «No podéis perderos.»

—¿No te parece un poco raro? Es inusual que exista una casa justo en el centro geográfico de una ciudad.

—Sí, también a mí me extrañó; otra singularidad más para añadir en la lista. Este condenado lugar es muy raro —musitó el guerrero.

—Me gustaría ver esa casa, hermano.

Raistlin alargó la mano para tocar a Earwig en el hombro. Los gatos abandonaron los juegos y se volvieron hacia el mago; lo observaron con fijeza, inmóviles como estatuas.

—Earwig, es hora de marcharse —anunció el hechicero al kender, aunque sus ojos estaban prendidos en los felinos y les sostenía la mirada.

—Estupendo —dijo el hombrecillo, cuyo espíritu inquieto siempre ansiaba encontrarse en cualquier otro lugar diferente del que estaba en ese momento—. Fuera, gatos, me marcho. Vamos, moveos —instó a los felinos en tanto empujaba a los que tenía sobre el regazo.

Al ver que los animales no hacían ningún ademán de bajarse, se levantó poco a poco de la silla de mimbre. Los gatos saltaron al suelo, si bien las pupilas verticales no se apartaron un solo instante de Raistlin.

El mago se cubrió el rostro con la capucha para ocultar a la luz diurna las facciones doradas, como si buscara refugio en las sombras de la túnica. La mano descarnada se cerró en torno al Bastón de Mago y el hechicero caminó calle arriba. Caramon y Earwig lo siguieron.

Los felinos permanecieron inmóviles un momento y luego también se pusieron en marcha despacio en pos de los compañeros, aunque a unos metros de distancia.

—¡Eh, fijaos en eso! —exclamó regocijado el kender.

Raistlin se detuvo y volvió la cabeza. Los gatos se detuvieron. El mago reanudó la marcha, y los animales echaron a andar de nuevo. Vinieron más felinos que se unieron a sus congéneres y muy pronto los tres compañeros dispusieron de un abultado séquito de pelaje variopinto, colas y ojos relucientes, que se desplazaba en medio de un silencio absoluto.

—¿Por qué actuarán de ese modo? —preguntó alguien a la vista del cortejo.

—¡Quién sabe! ¡Tal vez los ha hechizado! —sugirió otro.

—Lo dudo. Sabe muy bien lo que le haríamos si osara utilizar cualquier clase de brujería contra nuestros gatos.

De forma inesperada, Raistlin giró sobre sus talones y se despojó de la capucha con un brusco tirón. Los felinos se dispersaron y huyeron como alma que lleva el diablo, dejando las calles al auspicio del mago.

* * *

Caramon había estado en incontables ciudades y villas a lo largo de su vida, pero Mereklar era diferente a todas. En un corto trecho de la calle de la Puerta del Sur, existían más establecimientos de comidas y bebidas que los que el guerrero había visto en cualquier otra población. De hecho, cada uno estaba especializado en un tipo de comida, en lugar de servir todos el mismo plato un día tras otro.

—¡Y todas esas ventanas! ¿De dónde sacará dinero la gente para tanto cristal? —se dijo para sus adentros Caramon, sin dar crédito a sus ojos.

Existían toda clase de tiendas; en ellas se vendían mercancías tan bellas como asombrosas.

Pasaron frente a una librería en cuya ventana aparecía pintado el nombre «Tobril». Tras el cristal, en un lugar privilegiado del escaparate, sobre un atril de madera, se exhibía un voluminoso tratado de hierbas medicinales. Raistlin lo contempló anhelante y lanzó un suspiro. El precio era desmesurado, casi increíble, y representaba más de lo que el mago esperaba ganar en toda su vida.

A medida que el hechicero proseguía su camino por la avenida, más y más personas hacían un alto en sus asuntos para mirar con descaro la túnica roja que cubría a un hombre con poderes mágicos. Algunos niños se acercaron corriendo hacia Raistlin con la intención de tocar el peculiar bastón de madera negra con una garra dorada y una bola de cristal. El mago no hizo el menor movimiento para poner el cayado fuera del alcance de las manos infantiles. No fue menester. Parecía que el propio bastón interpusiera una barrera defensiva ante la que se frenaban cuando llegaban demasiado cerca.

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