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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (15 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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Los chispazos blancoazulados que le rodeaban las manos se extendieron hasta abarcar todo el cuerpo como si trataran de carbonizarlo. Caramon, que presenciaba la escena tan cerca como se lo permitía el terror que lo dominaba, se vio forzado a cubrirse los ojos por la fuerza deslumbrante del resplandor. Con todo, el amor por su gemelo pudo más que el miedo que lo agarrotaba y poco a poco, centímetro a centímetro, se acercó a la cama.

Ya le resultaba imposible mirar a su hermano. El fulgor se había hecho tan intenso que le traspasaba los párpados, en los que se dibujaban destellos, formas fantasmagóricas, imágenes centelleantes que flotaban ante sus ojos. Aun así, avanzó, decidido a hacer cuanto estuviera a su alcance para ayudarlo. Alargó la mano y aferró la de Raistlin.

El dolor lo golpeó en el plexo solar, se propagó por los costados y le alcanzó la espalda, donde clavó sus garras de relámpagos azulados. Sintió un fuego abrasador que inflamaba todos y cada uno de sus nervios hasta el extremo de dejarle los músculos insensibilizados. Unas lanzas incandescentes le atravesaron los pulmones y se clavaron en el corazón con tal saña que el guerrero temió sufrir un colapso.

Se tambaleó, las piernas le fallaron; incapaz de sostenerse de pie, hincó una rodilla en el suelo, pero no soltó la mano rígida de su hermano.

Entonces, de repente, el resplandor cegador desapareció y Caramon se hundió en una oscuridad impenetrable. Sintió la mano de Raistlin cerrarse con firmeza sobre la suya.

—Ya pasó todo, hermano —dijo el mago, que respiraba de forma trabajosa, irregular.

* * *

Earwig caminó durante horas, tan absorto en el panorama de Mereklar que sólo de tanto en tanto recordaba su misión de buscar el bastón. Nunca había estado en una ciudad tan silenciosa como ésta. Nadie, salvo él, transitaba por las calles; no se percibía el más leve ruido, ni siquiera el maullido de los gatos que tanto ansiaba escuchar.

Tuvo la sensación de que la ciudad le pertenecía; una urbe inmensa, amurallada, cuyas luces mágicas brillaban deslumbrantes sólo para él.

Hizo un alto al llegar a otro cruce de calles y miró a un lado y a otro.

—¿Qué dirección tomo esta vez? —se preguntó en voz alta, y al punto cerró la boca. No era su intención alterar la paz del silencio.

De pronto apareció un gato que lo miró de forma inquisitiva y luego huyó hasta perderse en la noche. Unos momentos después, más gatos surgían de las sombras y cruzaban la calle.

—¡Eh! —llamó Earwig mientras daba un paso hacia ellos.

Pero los felinos se dispersaron en todas direcciones. El kender los contempló fascinado.

—¡Guau! ¡Pensar que antes los había a miles! ¿Adónde irían éstos? Ya sé cómo enterarme.

Earwig metió la mano en el bolsillo y rebuscó hasta dar con la ruleta. La sacó y empujó la flecha con el dedo. La varilla metálica apuntó hacia atrás, en dirección a la hostería.

—¡Eres idiota! —rezongó el kender, al tiempo que guardaba el tablero de juego en el bolsillo.

Dio media vuelta y se encaminó justo en dirección contraria a la que señalara la flecha; llegó a un callejón oscuro, poco más ancho que un pasillo, que descendía en un suave declive.

—Esto se pone interesante. Si yo fuera un bastón o un gato, creo que estaría ahí abajo. Sí, en última instancia, es el lugar más apropiado.

Se metió en el pasaje y empezó a silbar una de sus marchas favoritas, pero luego lo pensó mejor y se calló. Después de todo, no quería molestar a la gente que dormía.

La piedra blanca con la que estaba construida toda la ciudad, que en otros sitios resultaba casi deslumbrante, aparecía gris y áspera en las paredes del angosto pasaje por la ausencia de luz. Earwig advirtió que este lugar tenía algo diferente, pero no conseguía precisar en qué radicaba esa diferencia.

Ruido. Eso era. Esta zona de la ciudad estaba despierta, viva.

El kender escuchó voces de personas que cantaban y reían. Un poco más adelante, el callejón desembocaba en una plaza. Desde donde se encontraba, no alcanzaba a ver todo el perímetro; sin embargo, sus ojos agudos atisbaron un resplandor rojizo a la izquierda.

Llegó al final del pasaje y oteó a su alrededor. Se quedó boquiabierto por la sorpresa y frenó con tal brusquedad que estuvo a punto de caer de bruces. Había entrado en una plaza cuadrada de soportales bajo los que se sucedían las fachadas de pequeñas tiendas. Sus ojos recorrieron veloces una tras otra, sin detenerse; todos los comercios, oscuros, desiertos, lo llamaban, lo invitaban a entrar, a descubrir las maravillas que guardaban.

Una de las tiendas estaba abarrotada de gemas de vivos colores y alhajas que brillaban a la luz de la luna. En otra, se vendían telas de hermosos estampados. Otra exhibía un surtido completo de armas.

Earwig se adentró saltando en la plaza del mercado, incapaz de decidir cuál de los comercios visitaría en primer lugar.

Un grito, seguido del estruendo de loza rota en pedazos, le hizo dar un respingo y volver la cabeza hacia la zona de donde provenía el alboroto. Entonces, descubrió el origen del resplandor rojizo que le llamara la atención en un principio; la luz de las llamas de una chimenea se colaba por los cristales de la ventana de una taberna. Escuchó otro grito.

—¡Esta pelea no me la perderé! —exclamó el kender con entusiasmo.

Corrió a la taberna y miró por los cristales sucios de la ventana para enterarse del motivo de la trifulca.

A lo largo del mostrador y en torno a las mesas estaban sentados al menos veinte hombres. Todos vestían un tipo de armaduras negras que al kender le era familiar, aunque no recordaba por qué. La cerveza corría a raudales, las camareras iban de mesa en mesa y eludían con habilidad las manos irrespetuosas de los parroquianos. Los hombres charlaban entre sí, si bien las voces llegaban amortiguadas al exterior.

Detrás de la barra del mostrador el tabernero, un tipo grande con cara de pocos amigos, secaba los vasos con un paño mugriento. Earwig reparó en que todos los hombres portaban armas —cuchillos y espadas—, algunas envainadas y otras colocadas sobre las mesas, prestas para la reyerta.

El kender se puso de puntillas y vio a una de las camareras —una joven de unos veinte años, de cabello liso y oscuro y rasgos atractivos— que se agachaba a recoger los pedazos de una jarra rota. Uno de los hombres, cuyas ropas eran mejores que las del resto, la golpeó con la parte plana de la hoja de la espada. La muchacha se tambaleó y tropezó hasta la ventana; los otros parroquianos estallaron en carcajadas. En el intento de mantener el equilibrio, la camarera se asió al marco de la ventana; al hacerlo, miró a través de los cristales. Sus ojos se encontraron con los del curioso kender. La joven retrocedió con una expresión de sorpresa pintada en el rostro. Earwig observaba la escena con interés.

La muchacha se aproximó al hombre que la había golpeado, aunque guardó una distancia prudencial.

—Creo que habéis bebido suficiente, señoría. Será mejor que volváis a vuestra casa.

—¡Quiero otra jarra! ¡No me echarás a la calle! —replicó él en tanto articulaba las palabras con dificultad.

—Catherine, despierta al caballerizo para que vaya a buscar a la Gran Consejera Shavas —intervino el tabernero, con el entrecejo fruncido.

A la mención de aquel nombre, el individuo reconsideró la situación. Al cabo, con refunfuños, retiró la silla con violencia y se encaminó a la puerta con pasos inseguros. La abrió de un tirón y la hoja de madera golpeó la pared con estrépito. El sujeto, mientras se rascaba el estómago con la mano derecha y la nuca con la izquierda, salió al exterior. Al echar una ojeada en derredor, descubrió a Earwig.

El fulgor de una de las luces de la calle caía de lleno sobre el kender. El hombre, con la mirada prendida en el amuleto colgado del cuello de Earwig, dio un paso tambaleante.

—¿De dónde has sacado eso? —demandó con voz ronca al tiempo que bajaba de un salto los escalones de la puerta de la taberna—. ¡Es mío!

El desconcertado hombrecillo se llevó la mano al colgante con el cráneo de gato y arrugó el entrecejo. No le gustaba aquel hombre.

—¡Estúpido borracho! —insultó Earwig, en tanto aferraba la jupak con firmeza—. No te lo diría aunque estuvieses sobrio. Ni aunque llevases las calzas desatadas, que por cierto, lo están. Ni tampoco si...

El hombre aferró al kender por la pechera y sacó una daga del cinturón.

—¡Te mataré, sabandija asquerosa!

—¿Con qué? ¿Con tu aliento apestoso?

Earwig alzó la jupak con todas sus fuerzas y golpeó al sujeto en la entrepierna. El hombre se dobló en dos, retorcido de dolor. La vara golpeó por segunda vez y en esta ocasión lo hizo sobre la cabeza del sujeto, que se desplomó en el suelo sin sentido.

—¡Oh, buena la has hecho, amiguito! —dijo una voz.

Earwig alzó la cabeza y se encontró con la joven camarera asomada a la puerta de la taberna. Aunque su tono de voz sonaba preocupado, el kender advirtió que hacía grandes esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas.

»¡Será mejor que te marches! —advirtió la chica con suavidad, en tanto descendía los peldaños de la taberna—. Este hombre es un personaje importante de la ciudad. Quizá te traiga problemas.

—¿Te refieres a los tipos de ahí dentro? ¡Los puedo vencer a todos! —afirmó Earwig con audacia.

—No me refería a ellos, pero hazme caso y márchate cuanto antes. ¡Ah... y gracias! —susurró, con un timbre suave y acariciador, grato al oído.

Se inclinó y besó al kender en la mejilla. Luego, al escuchar gritos en el interior de la taberna, agitó la mano en un gesto de despedida y subió la escalera con premura. La puerta se cerró tras ella.

Earwig se quedó de pie en mitad de la calle, estático, con la mano en la mejilla y una expresión de éxtasis impresa en el semblante.

—¡Guau! ¡No es extraño que a Caramon le guste besar a las chicas! ¡Incluso es más divertido que forzar una cerradura!

* * *

Caramon se inclinó sobre su hermano y lo miró de hito en hito, con inquietud.

—¿Te encuentras bien? ¿Qué ha ocurrido, Raist? ¿Qué era eso?

—No lo sé —dijo el mago con voz desfallecida—. No estoy seguro. Guarda silencio, Caramon. Déjame pensar.

Por alguna razón que no comprendía, su mente se empecinaba en evocar los años de la infancia. Raistlin tenía la vaga sensación de que le había ocurrido algo semejante en otra ocasión. Mucho tiempo atrás.

A su memoria acudieron ropas de vivos colores, y música, y un atracón de dulces... bizcochos... Percibió el aroma de bizcochos recién horneados.

¡El Festival del Ojo!

Raistlin se sentó en la cama como impulsado por un resorte. Al incorporarse de forma tan precipitada, sufrió un mareo y se le nubló la vista. Cayó de lado sobre las sábanas, con los párpados cerrados; buscó a tientas el bastón, como era su costumbre cuando se sentía desfallecer. En el momento en que los dedos rozaron la madera negra del cayado, surgió una enorme esfera relampagueante que le rodeó el brazo e iluminó la habitación con un resplandor azulado.

Caramon lanzó un grito de sobresalto, pero la oscuridad envolvió de nuevo la habitación a medida que los últimos vestigios de la energía mágica se consumían de forma paulatina al difundirse encauzados en los recónditos laberintos de poder del bastón.

El mago se sentó otra vez en la cama. Una sonrisa amarga afloró a sus labios al recordar su niñez, aquellos años en los que era el blanco de burlas y desprecios.

El Festival del Ojo, la fiesta anual en la que a los niños se les permitía fingirse adultos. Él vestía una túnica de mago confeccionada de forma chapucera por las manos torpes de su hermanastra Kitiara, poco o nada mañosa en tales menesteres. La muchacha disfrazó a Caramon de guerrero, y lo equipó incluso con un escudo y una espada de madera. Luego llevó a los gemelos de puerta en puerta para pedir los bizcochos especiales que se elaboraban con motivo de tal celebración. Aquél había sido el último festival que los gemelos habían compartido con su hermanastra. Kit se marchó poco después para abrirse camino en la vida por sus propios medios.

Aquella noche, cuando regresaban a casa para recrearse en la contemplación de los tesoros recién obtenidos, Raistlin enfermó de repente: un fuerte dolor le atenazaba el estómago y los costados. Incapaz de sostenerse en pie, su gemelo y su hermanastra tuvieron que llevarlo en brazos. En un momento determinado en que se vio forzado a escupir para aliviar el amargor de la boca, expulsó entre la saliva una gotita que ardía como una minúscula llama azul. En su memoria, aún estaba fresco el recuerdo de la expresión de aprensión reflejada en el rostro de sus hermanos.

A la mañana siguiente, se encontraba bien. La extraña enfermedad no se había repetido y, tanto su gemelo como su hermanastra, jamás le contaron a nadie lo acaecido aquella noche.

Raistlin columbraba el origen de los últimos acontecimientos.

—Acércame mi bolsa —ordenó a su hermano.

Desconcertado por completo, Caramon lo obedeció.

El mago revolvió el contenido de la mochila y, por fin, sacó un libro pequeño que empezó a hojear. El guerrero se asomó por encima del hombro de su hermano, pero todo cuanto vio en las páginas amarillentas fueron hileras y columnas de números. También se indicaban las fases y posiciones de las lunas.

Algunas de las fechas aparecían rodeadas con un círculo, cuando los dibujos de las dos lunas se superponían en un mismo punto de la página. Raistlin siguió pasando las hojas y se detuvo al llegar a la mitad del libro. Las cubiertas emitieron un crujido de protesta cuando el mago abrió el volumen de par en par y lo colocó sobre la cama, frente a él. Tras un momento de mudos cálculos, lo cerró y lo arrojó dentro de la bolsa.

—¿Y bien? —preguntó Caramon.

—El Festival del Ojo. ¿Lo recuerdas? Hace mucho tiempo, cuando éramos todavía niños...

El hombretón entrecerró los ojos, pensativo. De súbito, captó lo que insinuaba su hermano y se quedó boquiabierto.

—¡Que me condene! —musitó mirando con fijeza al mago—. De todas formas, ¿qué tiene que ver? Se trata de una simple celebración, nada más.

—Lo es para
vosotros,
la gran mayoría —respondió Raistlin, con un ribete de amargura en la voz—. Una fecha en la que os disfrazáis y rompéis con la rutina de una existencia monótona. En cambio, para nosotros, los hechiceros, representa mucho, muchísimo más.

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