—¿Por qué te empeñas en fastidiarme con estos asuntos tan triviales? —explotó el caballero.
Su mujer lo contempló conmocionada.
—En veinte años de matrimonio jamás me habías levantado la voz —se quejó, con los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Me voy a dar un paseo; en esta casa no encuentro un momento de paz y tranquilidad!
La noche había caído. Era la misma noche en la que un kender discutía con un hombre extraño de piel negra a la puerta de una posada cercana a la ciudad, un mago falto de respiración jadeaba en un denodado esfuerzo por llevar aire a sus pulmones y un guerrero compartía una botella de aguardiente enanil con un posadero.
El consejero abandonó su residencia por la puerta trasera y comenzó a pasear por el jardín, con el brazo izquierdo doblado a la espalda, como un verdadero caballero. Los escasos gatos que quedaban en Mereklar y que deambulaban por el jardín se escabulleron al verlo aparecer.
Lord Brunswick miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo seguía y reanudó su paseo hasta llegar al límite de la finca, donde se erguía una alta urna de cerámica, una de las muchas que se alineaban a todo lo largo de la hacienda Brunswick. El caballero se apoyó en ella como si lo hiciera de forma accidental. Aguardó unos momentos para asegurarse de que se encontraba a solas y después la empujó suavemente con el hombro. La urna se deslizó a un lado y dejó paso franco a un pasadizo secreto que se hundía en las entrañas de la tierra.
Con una última ojeada vigilante a los alrededores, el consejero descendió por los peldaños de la escalera, que se iluminó con un extraño fulgor espectral. El caballero alargó la mano y tiró de una palanca que sobresalía de la pared. La urna se deslizó a su posición anterior y clausuró la entrada.
* * *
Lord Alvin, Consejero de la Propiedad, concluyó su cena al mismo tiempo que lo hacía lord Brunswick. Comparada con la opulenta comida del Consejero de Agricultura, la de lord Alvin fue muy sencilla, servida en vajilla de barro cocido, en la cocina de su hogar. Comió en soledad las viandas que él mismo había preparado para prescindir de la ayuda de sirvientes. El caballero vivía solo en la inmensa residencia; sólo contrataba los servicios de un jardinero que se ocupaba de los parterres y de los árboles. Lord Alvin era un misántropo y un avaro.
Regresó a su estudio y se sentó envarado en el sillón. Echó una ojeada superficial, carente de interés, al libro abierto sobre la mesa, un registro con la lista de las tierras y sus propietarios. Cuando el reloj de agua repicó por octava vez, se puso de pie y se encaminó a la bodega situada en el sótano de la casa.
La bodega era un amplio recinto en donde se almacenaban cientos de botellas de vino, las diferentes cosechas separadas en estanterías distintas. El vino llevaba almacenado allí años: envejecía e incrementaba su valor día a día.
El caballero bajó el tramo de escalones de madera. Cogió un candil del soporte que lo sostenía, lo encendió y siguió adelante hasta alcanzar la pared trasera del sótano. El hombre pasó entre las estanterías con descuido, sin importarle tropezar contra ellas. Cuando, en un momento determinado, una botella se tambaleó y cayó al suelo haciéndose añicos, ni siquiera le dedicó una mirada.
En la zona más recóndita de la pared trasera, allí donde descansaban las cosechas más antiguas, lord Alvin se acercó a una de las estanterías que tenía un aspecto particularmente viejo. Alargó los dedos hacia el estante superior y asió una botella roja de la que tiró hacia adelante. Todo el anaquel retrocedió con un tenue chirrido y se deslizó tras la pared. Lord Alvin se internó en el pasadizo que se abría más allá; sus pasos levantaron ecos resonantes en los gélidos corredores.
* * *
Aquella noche, desde diferentes puntos repartidos por toda la amurallada blanca ciudad de Mereklar, otros siete caballeros de la nobleza recorrieron otros tantos caminos envueltos en la oscuridad. Todos ellos conducían al mismo lugar.
Los parroquianos locales de la posada El Gato Negro comentaron el ominoso portento de la desaparición de sus gatos hasta bien entrada la noche, poco dispuestos a dejar que los temores que los asaltaban en la vigilia también se adueñaran de sus sueños. No obstante, a la larga el cansancio se impuso y uno tras otro se marcharon a casa. Tan sólo un hombre permaneció en el comedor.
Había estado allí durante toda la noche, sentado, solo, con la misma bebida que pidiera al comienzo de la velada. Nadie habló con él ni él le dirigió la palabra a nadie. Por último, Yost se le acercó.
—Voy a cerrar. O alquiláis habitación para pasar la noche, u os marcháis.
El hombre se puso de pie.
—Imagino que la puerta se cierra con llave, ¿verdad? Nadie puede entrar... o salir.
—No, a menos que me despierten, no se puede. —Yost resopló—. ¿Acaso pensáis que permitiré que la gente entre y salga sin tener la certeza de que han pagado?
El individuo asintió en silencio y dejó en la mesa una moneda de acero, una suma que cubría con creces lo que había pedido y ni siquiera se había tomado. Una vez en el exterior, desató las riendas del caballo castaño que había dejado en la parte trasera de la posada y se perdió al galope en el silencio de la noche.
Viajó ligero por los campos, eludió setos y arroyos fangosos. El arnés de su montura resonaba como una música de fondo al ritmo del vivo trote, impreso por las patas poderosas del animal. Corcel y caballero prosiguieron su marcha hacia el norte, con el mismo ritmo constante.
Mereklar dormía silenciosa bajo el resplandor de las dos lunas. La luz de Solinari se derramaba sobre los capiteles y las torres como una lluvia de plata y alumbraba hasta el último rincón con su resplandor celestial. El fulgor de Lunitari se extendía sobre la ciudad como un manto, sosegado y placentero, y proyectaba sombras rojizas matizadas con ribetes plateados.
El jinete alcanzó las puertas de la ciudad y mostró a los centinelas un emblema que llevaba en la mano. El oro centelleó en la noche y los guardianes le franquearon el paso. Sin detenerse, el hombre galopó hacia su punto de destino.
En una suave loma, situada en el mismo centro de la ciudad, se alzaba un edificio diferente de todas las otras casas de Mereklar. De planta rectangular, lo remataba un tejado puntiagudo flanqueado por dos torretas que se erguían en la fachada delantera y en la trasera. Se había construido con piedra de color beige amarillento en lugar de la inmaculada piedra blanca característica de Mereklar. Unas vigas de madera oscura, que mostraban el desgaste de los años y las inclemencias del tiempo, soportaban las paredes. Las parras y enredaderas trepaban con ansias de aferrarse al tejado. El vidrio coloreado de las ventanas reflejaba la luz procedente del interior en una miríada de tonalidades y creaba extraños dibujos cambiantes que parecían tener vida propia.
El jinete desmontó y ató el caballo a uno de los muchos árboles que crecían en torno a la peculiar casa. Caminó apresurado por el sendero de grava blanca que crujía bajo sus pies. Llegó a la sólida puerta de roble que no presentaba junturas al estar, en apariencia, cortada en una sola pieza de un árbol enorme. Alargó la mano hacia el tirador de la puerta, una pieza metálica forjada a semejanza de un gato amenazador.
El hombre dio un respingo y soltó el tirador. El hierro estaba helado por el frío aire nocturno. Acercó de nuevo la mano y esta vez lo aferró con firmeza y empujó con suavidad. La puerta no se abrió. Tras echar una mirada en torno a la casa en busca de algún signo de vida y estirar el cuello para asomarse por los cristales coloreados de las ventanas, el jinete efectuó un nuevo intento. Esta vez la puerta cedió con facilidad, sólo con rozarla. No había percibido ruido alguno que indicase que alguien la había abierto. Retiró la mano amedrentado, sacudido por un escalofrío que le recorrió la espalda.
Dio un paso y se introdujo en la casa; miró con inquietud a su alrededor, atento a cualquier ruido que denunciara algún signo de vida. No se produjo ninguno. Sin embargo, alguien o algo le había franqueado la entrada. Recorrió el vestíbulo revestido con paneles de madera y llegó al final, donde se alzaba otra puerta que se abría a una sala de espera. El jinete entró en la estancia y se dirigió a una lujosa silla tapizada. El mueble parecía mullido, cálido y confortable, pero cuando se acomodó sobre el blando asiento se sintió rechazado, un intruso. El hombre suspiró con congoja, cruzó las piernas, y observó el entorno con ojos intranquilos, dominado por la incertidumbre de si su anfitrión aparecería o no, o de si había alguien más, aparte de él mismo, en la casa inmensa y oscura.
Los únicos sonidos perceptibles eran los latidos de su corazón, que seguían el ritmo que marcaba un reloj de agua que goteaba a intervalos regulares, medidos, y el susurro del viento a través de la ventana abierta. Tuvo la horrenda sensación de que la casa era un ente vivo, que respiraba y palpitaba. El hombre pensó en levantarse y pasear por la sala, pero en el último momento cambió de idea, como si temiera despertar las iras del edificio.
Los minutos continuaron desgranándose sin que él fuera capaz de calcular cuántos habían transcurrido desde que había entrado en la casa. El tiempo había perdido su significado. La prolongada espera hizo mella en el hombre, que se puso de muy mal humor. Le habían dicho que se diera prisa en llevar la información. Al final de la habitación, había otra puerta, un duplicado de la primera por la que el jinete había accedido a la estancia. Asió el picaporte y lo hizo girar; el chasquido del pestillo levantó ecos en el profundo silencio de la casa.
La puerta daba a otra sala, similar en tamaño a la precedente, e iluminada tan sólo por el resplandor de la chimenea adosada a la pared del fondo. La examinó; en la penumbra divisó varias librerías repletas de cientos de volúmenes alusivos al saber de épocas remotas; la mortecina luz del fuego arrancaba destellos acerados de unas armaduras completas repartidas por la sala, todas ellas provistas con armas diferentes: una espada de doble empuñadura, una alabarda, una lanza.
—¿Qué noticias me traes? —preguntó una voz femenina, armoniosa y sensual.
El hombre se sobresaltó y estuvo a punto de retroceder de un brinco al tiempo que su mano buscaba de forma instintiva la daga sujeta al cinturón. Al escudriñar el cuarto envuelto en la penumbra, percibió la figura solitaria de una mujer sentada a la cabecera de la mesa, muy cerca de donde él se encontraba. Vestía una túnica larga y se cubría la cabeza con una capucha negra ribeteada de blanco. El jinete habría jurado que la mujer no se hallaba en la sala cuando él entró.
—Los tres vinieron a la posada El Gato Negro, señora. Descubrieron lo de las profecías y realizaron indagaciones. También preguntaron acerca del camino a Mereklar —respondió en voz baja.
La mujer guardó silencio unos momentos, sumida en hondas reflexiones.
—¿Cuándo llegarán? —inquirió por fin.
—Mañana, señora. —El hombre reparó en que su mano crispada aún aferraba la empuñadura de la daga.
—Has hecho un buen trabajo —dijo la mujer, dando por finalizada la conversación.
Él efectuó una respetuosa reverencia y cerró la puerta tras de sí, procurando no hacer ruido con objeto de no molestar a su anfitriona; atravesó a toda prisa la primera sala y el corredor, y salió por la puerta sin poder contener un suspiro de alivio al abandonar la casa. Montó el nervioso corcel y galopó por las calles de la ciudad llevado por la ansiedad de regresar a la seguridad de su propio hogar, entre unas paredes que no abominaban de su presencia.
La mujer de la capucha negra había vivido durante toda su vida en la casa construida sobre la única colina existente en Mereklar. Ella sí se sentía a gusto en las habitaciones y galerías del edificio; las luces del exterior, al atravesar las vidrieras de colores, dibujaban extraños diseños, tan misteriosos como la propia luminosidad que emanaba del interior.
Después de que su agente hubo partido, se levantó con un grácil movimiento y caminó con seguridad por el oscuro despacho hasta alcanzar una puerta situada en la pared este. El único sonido que alteraba el profundo silencio de la casa era el constante tictac del invisible reloj de agua que desgranaba las horas. Los pasos de la dama no produjeron ruido alguno cuando cruzó la puerta que daba a una galería lateral y se encaminó a la otra, situada al final del corredor, por la que accedió a un invernadero. Recorrió el sendero angosto que lo atravesaba y llegó a una enorme puerta de cristal por la que se salía al exterior. Abandonó el invernadero tras cerrar la puerta. La capucha de la túnica le caía sobre el rostro y lo ocultaba a la luz de las lunas.
Con pasos seguros y firmes, atravesó rauda el jardín que rodeaba la casa. Se acercó a un árbol viejo, seco, muerto y carcomido, y removió con la punta del pie las zarzas que crecían junto al tronco; su maniobra dejó al descubierto una oquedad abierta en la tierra, un pasadizo en el que reinaban las más profundas tinieblas. La mujer se internó en la tenebrosa oscuridad sin la menor vacilación.
Recorrió distancias incalculables; encontraba su camino entre un laberinto de pasadizos y recovecos que se extendían en todas direcciones y, por último, alcanzó su punto de destino: una caverna inmensa abierta en la roca. En los hacheros adosados a las paredes, la luz titilante de las antorchas dibujaba sombras cambiantes e irreales. En el centro de la vasta cámara se alzaba un semicírculo de piedra sobre el que se apoyaba una losa tan enorme que requeriría el esfuerzo aunado de cientos de hombres para moverla. De pie, en tomo a este altar, se hallaban nueve personas, todas ellas ataviadas con togas oficiales del cabildo.
—Llegas tarde, Shavas —increpó lord Alvin, con el rostro vuelto hacia la entrada.
—Sí, lo sé —respondió la mujer, al tiempo que se adentraba en la caverna. La luz de las antorchas proyectó sombras en los pliegues de su túnica.
Los consejeros intercambiaron una mirada y luego todos los ojos convergieron en la mujer.
—¿Qué nuevas nos traes? —preguntó uno de ellos, cuando el silencio de la dama puso de manifiesto que no tenía intención de disculparse por el retraso.
El caballero que había formulado la pregunta era un hombre bajo, cargado de espaldas; un medallón en forma de sol que irradiaba rayos en todas direcciones colgaba con pesadez sobre su delgada figura. Vestía una capa azul oscuro ribeteada con hilos trenzados de oro. También eran dorados los botones de la pechera de la camisola, cubierta de forma parcial por un jubón azul oscuro.