—Los tres hombres vendrán para ayudar a la ciudad.
—¿Y resolverán el misterio de la desaparición de los gatos? —De nuevo fue el hombre de corta estatura quien planteó la pregunta.
—Lo intentarán —corrigió Shavas, con el rostro todavía oculto entre las sombras de la capucha.
—No debe cundir el pánico —puntualizó una mujer de rostro severo y cabello canoso—. Y eso puede ocurrir en cualquier momento, si persiste la situación actual.
—No queda alternativa. Contrata los servicios de esos hombres, Shavas —instó lord Alvin.
—De acuerdo —dijo lord Brunswick.
Los murmullos aprobatorios de los asistentes se extendieron por la cámara. A pesar de hablar todos al mismo tiempo, las voces sonaron amortiguadas en la caverna subterránea.
—Quiere decir que queréis que haga cuanto sea preciso para enmendar vuestros desaciertos.
Shavas acompañó la mordaz censura con una mirada despectiva a todos los presentes. Después giró sobre los talones y salió de la caverna. La mano derecha se cerraba con fuerza sobre un gran ópalo de fuego que pendía de su esbelto cuello; lo apretaba como si en lugar de una gema fuera su propia vida lo que aferraba.
Esa misma noche, en la posada, alguien más presenció con interés la precipitada marcha del jinete. Una silueta negra, apenas perceptible en la oscuridad, siguió el mismo camino tomado por el hombre montado a caballo. A la luz de las lunas, sus pupilas despedían destellos rojizos.
Cuando Caramon despertó a la mañana siguiente, creyó que la cabeza le estallaría en pedazos, atormentada por un martilleo tan descomunal que habría despertado la envidia de su gran amigo orfebre, Flint Fireforge. Los constantes golpeteos del martillo se descargaban con atroz regularidad y lo obligaban a encogerse estremecido por el dolor. Los gorjeos de los pájaros resonaban como choques de lanzas, y los ruidos amortiguados de otros huéspedes de la posada le provocaban oleadas de agonía.
Retiró despacio la sábana que le cubría la cabeza y asomó sólo los rizos enmarañados y los ojos inyectados de sangre, apenas entreabiertos. El guerrero dio un respingo y apretó los párpados al recibir en pleno rostro un deslumbrante rayo de sol. Dio un tirón de la sábana y se cubrió la cabeza.
—¡Qué golpe tan cruel! —musitó quejumbroso.
Luego alzó poco a poco la colcha por un costado, para eludir otra arremetida violenta de la luz, y miró hacia el lado opuesto de la habitación, hacia el lecho ocupado por su hermano. Aunque todavía dormía, a Raistlin lo aquejaba algún dolor ya que tenía la espalda arqueada y los puños crispados. Sin embargo, respiraba de un modo regular y Caramon suspiró con alivio.
La mirada del guerrero se volvió hacia la cama de Earwig con la ferviente esperanza de que el kender y su voz estridente también estuvieran dormidos. En efecto, así era a juzgar por el sosegado ascenso y descenso de la manta que lo arropaba.
«Estupendo», se dijo el hombre para sus adentros. «Bajaré al comedor y recurriré a mi remedio infalible para la resaca.»
Se incorporó en la cama, con la cabeza gacha para rehuir la luz matinal.
—¡Buenos días, Caramon! —chilló Earwig con entusiasmo. El timbre agudo atravesó lacerante el cráneo del guerrero, que se desplomó en el lecho como si hubiese recibido un gancho en la mandíbula.
El pobre Caramon no recordaba haberse sentido nunca tan mal. Por segunda vez acudió a su mente el recuerdo de Flint, y con él uno de los proverbios del viejo enano: «El peor enemigo de un guerrero es el guerrero mismo». Nunca comprendió el significado de esa máxima hasta ahora. Se preguntó si Flint no se referiría, precisamente, a aquel terrible brebaje —el aguardiente enanil—, causante de su desgracia.
—Earwig, si no te callas, te mataré —susurró Caramon con los dientes apretados, mientras se llevaba las manos a las sienes para aliviar la presión.
—¿Qué dices? —gritó de nuevo el hombrecillo, con el mismo timbre de voz estridente—. No te he oído. ¿Te importaría repetirlo?
Por toda respuesta, el hombretón agarró la almohada, se acercó a Earwig y le metió la cabeza dentro de la funda.
—¿Es un juego? ¿Qué hago ahora? —chilló entusiasmado el kender.
—Quédate ahí sentado hasta que te diga que te muevas —gruñó Caramon.
—De acuerdo. ¡Oye, es muy divertido!
Earwig, con la cabeza metida en la almohada, se arrellanó y aguardó impaciente lo que siguiera a continuación, en aquel juego tan excitante.
Caramon salió de la habitación.
Fue al patio trasero de la posada y se acercó al pozo. Sacó un cubo de agua y sumergió en él la cabeza. En seguida, la levantó y, en medio de boqueadas y jadeos, se sacudió como un perro y se enjugó el rostro con las mangas de la camisola.
Ya de regreso al interior del edificio, mientras todavía se frotaba para secarse, Caramon se dirigió al comedor en donde se servía el desayuno. El aroma a huevos fritos, bacon y panecillos calientes mitigó en parte el inclemente dolor de cabeza y le hizo recordar que no había probado bocado desde la cena de la noche anterior que, por cierto, no acabó.
«Es una ventaja el que no se me revuelva el estómago cuando bebo», pensó con orgullo.
La estancia estaba casi vacía. Los escasos parroquianos taciturnos que se sentaban a las mesas miraron al hombretón, fruncieron el entrecejo y luego apartaron la vista.
Caramon pasó por alto el hosco recibimiento y se dirigió hacia la misma mesa que ocuparan la noche anterior. Se dejó caer con tanta fuerza en el banco que estuvo a un tris de caerse de espaldas. Logró recuperar el equilibrio y se quedó sentado, muy quieto, hasta que remitieron las náuseas y la desagradable sensación de flotar en el aire.
«Bueno, casi nunca se me revuelve el estómago», rectificó en su fuero interno.
—¿Qué te sirvo esta mañana?
Era Yost, el posadero, que lo contemplaba con una sonrisa apenas disimulada.
—Quiero una bebida. Dos tercios de alcohol de semillas, uno de zumo, uno de especias cocidas y un tallo de verdura; una mezcla del todo insípida. ¡Ah, y con mucha pimienta! —añadió Caramon.
—Vaya, un guerrero avezado —comentó Yost—. El «Favorito del Veterano». Apuesto que después querrás un buen desayuno. ¡Maggie! —el grito arrancó un ronco quejido al hombretón—. Trae algo de comer a este caballero.
Caramon se bebió tres «Favorito del Veterano», los dos primeros de un par de tragos. El fuerte sabor de la pimienta arrastró de su paladar el gusto asqueroso a aguardiente. Con gesto ausente, removió el tercero con el tallo de verdura. De tanto en tanto empujaba con el tenedor la comida que tenía frente a él, dudoso de que su estómago admitiera un solo bocado.
Sin embargo, una vez consumida la cuarta dosis de la peculiar medicina, Caramon recobró el apetito. En principio masticó y tragó despacio, aunque poco a poco ganó velocidad. Por fin, el guerrero se sintió más animado, más como el Caramon de siempre, y se recostó contra la pared echando el banco hacia atrás, apuntalado con los hombros. Los otros clientes se habían marchado, y él era el único que quedaba en la taberna.
Yost se acercó al hombretón y examinó el contorno con expresión sombría.
—Si este problema no se acaba pronto, me arruinaré. El Festival del Ojo está a la vuelta de la esquina. Mucha gente de Mereklar lo celebraba en mi posada, pero este año no lo harán. Maggie, limpia la mesa.
La muchacha se aproximó deprisa y recogió los platos y los vasos, que amontonó en una bandeja de madera. A Caramon no le pasó inadvertido que la joven era muy bonita y miró con actitud aprobatoria las mejillas sonrosadas, las formas opulentas, el pelo dorado como la mies, sujeto con una cinta amarilla. Recordaba que la noche anterior le había sonreído.
—Permíteme, es mucho peso para ti —dijo, mientras cogía la bandeja de las manos de la muchacha.
—Oh, no, señor. Es mi trabajo —respondió Maggie, ruborizada, al tiempo que procuraba recobrar la bandeja.
Durante el amistoso forcejeo, Caramon se las ingenió para besarla en la mejilla. Maggie le siguió el juego y le propinó un cachete cariñoso; la bandeja con los platos estuvo a punto de caerse al suelo.
—¿Por dónde se va a la cocina? —preguntó el guerrero, que había salido victorioso de la contienda.
—Por aquí, señor.
Maggie, ruborizada hasta la raíz de los cabellos, encabezó la marcha; la seguía Caramon, con la bandeja en la mano, y tras ellos un Yost taciturno que cerraba el cortejo.
La cocina era grande y relucía de limpia. De los ganchos clavados en las blancas paredes colgaban numerosas cazuelas y sartenes.
—¿Queda alguien para desayunar? —inquirió la cocinera, una mujer menuda, delgada, de cabello oscuro.
—No —dijo el posadero, abatido.
La mujer se dedicó a los preparativos para los clientes que tomaban un bocado a mediodía. Maggie indicó a Caramon que se acercara a una de las pilas, recogió con rapidez los platos amontonados en la bandeja y los sumergió en el agua espumosa.
—Bien, maese posadero —dijo el guerrero, dirigiéndose a Yost pero con los ojos clavados en Maggie, por lo que la muchacha se ruborizó de nuevo y estuvo a punto de tirar una copa—, si te sirve de consuelo, te diré que mi hermano y yo vamos a Mereklar dispuestos a ganarnos la recompensa.
—¿De verdad? —Maggie se dio media vuelta y su gesto brusco lanzó un rocío de burbujas sobre Caramon—. ¡Cielos! ¡Lo siento, señor!
La joven cogió una toalla y secó las gotas esparcidas por el amplio torso del guerrero. Él asió su mano y la oprimió con fuerza. Desde su aventajada estatura —la chica no le llegaba al hombro—, la contempló detenidamente. Sus ojos eran castaños, sombreados de largas pestañas. El cabello tenía el color de las hojas de los vallenwoods en otoño. El pulso del guerrero se aceleró y el corazón le latió con fuerza. Se inclinó sobre el menudo rostro con el propósito de robarle otro beso, pero Maggie, al tiempo que miraba de reojo a su patrón, se echó hacia atrás y se apartó del guerrero; al momento fregaba platos y vasos a una velocidad vertiginosa.
Yost, todavía rumiando el aserto de Caramon, asintió en silencio.
—Me imaginaba algo así, con ese mago que hacía tantas preguntas. ¿De verdad es tu hermano?
—Mi gemelo —puntualizó el guerrero con orgullo—. Se sometió a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería cuando sólo tenía veinte años. Ha sido el aspirante más joven de todos los tiempos. Y la superó. Aunque pagó un alto precio... ambos lo pagamos. —El último comentario lo hizo para sí mismo, en voz baja.
No obstante, Maggie lo escuchó y le dedicó una mirada cálida y compasiva.
—Está enfermo de verdad —afirmó la muchacha con suavidad.
—Sí. Y me preocupa mucho. —El hombretón advirtió que la expresión del posadero se ensombrecía—. Pero es más fuerte de lo que aparenta —se apresuró a añadir—. Si existe alguien capaz de resolver el misterio de vuestros gatos, ése es Raistlin. Tiene una gran inteligencia. Él es el cerebro; y yo, los músculos, ¿comprendes? —acabó con socarronería.
—¿Por qué os molestáis en ayudarnos? —inquirió Yost, mientras observaba al guerrero con suspicacia.
—Andamos escasos de fondos y nos vendría bien la paga. Sin embargo, también hay motivos personales. —Guiñó un ojo a Maggie, quien le dedicó una tímida sonrisa.
—¿Puedo preguntar para qué necesita dinero un mago? —prosiguió Yost—. Creía que los hechiceros con sus conjuros lo obtenían del aire, o cosa parecida.
—Pues no lo hacen. Es sólo un mito, como la creencia de que al tocar a una rana salen verrugas —dijo Caramon con suficiencia, demostrando sus vastos conocimientos sobre la magia.
—Un sapo —corrigió la cocinera en voz baja, sin levantar la vista de su trabajo.
Caramon la miró desconcertado.
—Las verrugas las produce un sapo, no una rana —repitió la mujer—. Y no necesitamos a ningún hechicero por estos contornos.
—Nunca los ha habido y nos hemos arreglado muy bien sin ellos hasta el momento —se mostró de acuerdo Yost. Su voz se endureció—. Es raro que la desaparición de nuestros gatos coincida casi con la llegada de tu hermano a la ciudad, ¿sabes?
—Por lo que he oído, los gatos empezaron a desaparecer hace semanas. Mi hermano y yo estábamos muy lejos... —comenzó Caramon con vehemencia. Maggie intervino.
—Hubo un tiempo en que un mago vivió aquí. Aquel viejo ermitaño loco que tenía una cueva en las montañas. ¿No te acuerdas, Yost?
—Ah, ése. Lo había olvidado. Nunca nos molestó. Corrió la voz de que había muerto, que lo habían matado de un susto los fantasmas o las apariciones, o algo semejante.
—No se sabe con certeza —agregó la cocinera de forma ominosa, sin dejar de trabajar la pasta de las empanadas.
—Bah, tonterías —descartó el tema Yost, con el entrecejo fruncido—. Sólo me preguntaba por qué un mago estaba interesado en ayudarnos, nada más.
—Mi hermano tiene sus razones —fue la lacónica respuesta de Caramon—. Ha hecho muchas cosas con el único propósito de ayudar a otros, como desenmascarar a ese clérigo farsante de Larnish.
—¡Larnish!
La exclamación la hizo la cocinera, a quien se le cayó de las manos una bolsa de harina. El polvo blanco se extendió por el aire como una nube fantasmagórica.
—¿Conoces lo ocurrido? —preguntó el guerrero.
—Tenía gente amiga en esa ciudad —respondió ella.
Caramon esperaba que dijera algo más, pero la mujer se encerró en un hosco mutismo.
—¡Pues opino que esto no presagia nada bueno! ¡Magos! ¡Bah! —refunfuñó Yost, mientras salía de la cocina.
—Te ayudaré a secar los platos —ofreció Caramon; cogió un paño y se situó junto a Maggie.
—¡Oh, no, señor! ¡Es trabajo de mujeres! Además, podríais romper...
La muchacha enmudeció al ver la seguridad y la rapidez con que Caramon secaba la loza.
—Mi madre pasó mucho tiempo enferma —dijo el hombretón en voz queda, a modo de explicación—. Mi hermano y yo aprendimos a arreglárnoslas por nuestra cuenta. Raist fregaba siempre y yo secaba. Resultaba divertido. Nos gustaba hacerlo. Acostumbrábamos a charlar... —Su voz se apagó al rememorar tiempos más felices.
El guerrero olvidó la melancolía al ver la sonrisa de Maggie, una sonrisa cálida que iluminó la cocina con más fuerza que el resplandor del sol que entraba por la ventana.
* * *
Raistlin y Earwig acababan el desayuno cuando Caramon regresó a la habitación.