—No me gusta mucho ese juego, Caramon —lo increpó el kender con severidad.
—¿Qué? —El hombretón quedó desconcertado
.
—No tiene importancia —cortó el mago con brusquedad—. ¿Dónde has estado?
—Di una vuelta por ahí y me enteré de algunas cosas, nada más. ¿Te ayudo a recoger el equipaje, Raistlin? —El guerrero se acercó a su hermano, que jugueteaba con el tenedor en el trozo de pan y los pedazos de fruta que había en un plato.
—Ya lo he recogido yo.
Raistlin mostraba una actitud más reservada y distraída de lo habitual. Su semblante tenía un tinte ceniciento y en las ojeras se le marcaban unos surcos profundos y oscuros.
—¿Has pasado mala noche? —se interesó su hermano.
—El sueño se ha repetido —respondió lacónico el mago; su mirada se desvió del guerrero a la ventana.
—¡También yo he recogido mis cosas! —Earwig se metió en la boca un trozo enorme de pastel de maíz. El almíbar se le escurrió por la barbilla y goteó en el plato que tenía frente a él. Con la boca llena todavía y sin dejar de masticar, bebió un buen trago de leche.
—Earwig, sal de aquí —ordenó Caramon.
—¡No he terminado!
—Ya lo creo que sí. Raist, debería...
—Excelente sugerencia. Esperad afuera los dos, hermano.
—Pero...
—¡Vete! —conminó el mago con los puños apretados y los ojos prendidos en la ventana.
—De acuerdo, Raist. Te esperaremos abajo. Reúnete allí con nosotros cuando estés listo.
Caramon cogió los bártulos y salió de la habitación. Earwig terminó la leche de un trago y lo siguió.
Raistlin oyó que la puerta se cerraba tras ellos. El sol, cálido y reconfortante, se colaba por los cristales y, a su influjo, la piel del hechicero brillaba con un fulgor interno. Comparado con el aspecto enfermizo producto de la mala noche, este reflejo dorado resultaba saludable. Alargó la mano y acarició el Bastón de Mago; el tacto de la madera le produjo una sensación de bienestar.
—¿Por qué no consigo recordar? ¿Por qué me obsesiona un sueño del que apenas guardo memoria? Era importante. Algo trascendente...
—Disculpad, señor —dijo una voz tímida, constreñida por el temor.
Raistlin volvió raudo la cabeza. No había oído que la puerta se abriera.
—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza a la mujer delgada, de cabello oscuro, que se encontraba en el umbral.
Ella palideció por la severidad del mago, pero se armó de valor, dio un paso vacilante y entró en la habitación.
—Perdonad, señor, pero he hablado con vuestro hermano y me dijo que fuisteis vos quien propició la caída del clérigo de Larnish.
El hechicero estrechó los ojos. Quizá tenía frente a él a una fanática religiosa dispuesta a atosigarlo con reproches e improperios.
—Era un farsante y un charlatán. Un ilusionista de tres al cuarto —siseó Raistlin, mientras se volvía hacia la mujer y se quitaba la capucha.
La cocinera vio las pupilas en forma de reloj de arena hundidas en la tez dorada que reflejaba la luz matinal. Era una imagen alarmante, pero logró domeñar el impulso de retroceder.
—Robaba el dinero a la pobre gente inocente en nombre de sus falsos dioses —prosiguió Raistlin—. Destrozó la vida de innumerables personas. Sí, yo fui el responsable de su caída. Te pregunto una vez más, mujer, ¿qué quieres de mí?
—Yo... sólo he venido a daros las gracias y a entregaros esto. —La cocinera se acercó al mago, con un pequeño objeto guardado en la mano—. Mi hijo, señor, era uno de aquellos a los que ese farsante embaucó con sus supercherías. Regresó a casa, conmigo, y ahora se encuentra bien.
La mujer dejó su regalo sobre el regazo del hechicero.
—Es un amuleto de buena suerte —explicó con timidez.
Raistlin lo levantó. El talismán irradió destellos al girar suspendido de la cadena. Era antiguo, y las joyas engastadas en la montura, muy valiosas. Comprendió que se trataba de una posesión atesorada por la mujer durante toda la vida, algo que podría haber vendido para mitigar la pobreza pero que, por el contrario, había conservado en memoria de los seres queridos, muertos mucho tiempo atrás.
—Ahora regresaré a mi trabajo. Sólo quería agradeceros... —comenzó la cocinera mientras daba un paso hacia la puerta.
El mago alargó la mano descarnada y la retuvo por el brazo. Ella se encogió amedrentada y se echó hacia atrás.
—Gracias, mujer —dijo Raistlin con suavidad—. Tu regalo es un amuleto portentoso que aprecio en lo que vale. No lo olvidaré.
El rostro delgado de la cocinera se iluminó con una expresión de complacencia; llevada por un impulso súbito, se agachó y besó con timidez la mano del mago, aunque no logró evitar un ligero estremecimiento al sentir en los labios el contacto ardiente de la piel dorada. Raistlin le soltó el brazo, y ella salió del cuarto a todo correr.
A solas de nuevo, el hechicero intentó revivir el sueño, pero fue en vano. Suspiró, guardó el amuleto en uno de sus bolsillos y se puso de pie con la ayuda del bastón. Echó una última mirada por la ventana; allá abajo, en un nítido contraste con la hierba, la línea blanca y rutilante fluía hacia el norte, hacia Mereklar.
Raistlin salió de la posada. La garra dorada del bastón centelleó al sol; el orbe de cristal azul pálido brillaba con luz propia al absorber la claridad radiante del día.
—¿Dónde está Caramon? —le preguntó a Earwig, que se hallaba sentado en cuclillas junto a los bártulos.
—Me dijo que me quedara aquí y que lo esperara, pero esto resulta terriblemente aburrido. ¿Nos vamos ya?
—¿Te dejó aquí y él...? —comenzó Raistlin.
—Se marchó por allí hace un minuto, al otro lado del edificio —señaló el kender.
El mago miró los bultos del equipaje en los que se advertían evidentes señales de un registro, y se preguntó cuántas de sus posesiones se habrían encaminado hacia los saquillos de Earwig. ¡Qué ingenuo era a veces Caramon!
Raistlin, con el semblante torvo, caminó con pasos mesurados y dobló la esquina de la posada. Encontró a su hermano y a una de las camareras en el patio trasero del edificio. Estaban abrazados, el cuerpo menudo de la muchacha perdido en el inmenso del guerrero.
El mago los miró en silencio. El leve ondear de la túnica con la suave brisa fue el único movimiento de la figura quieta y tensa. Ni siquiera se escuchaba su respiración, ningún sonido escapó de sus labios. Lo asaltó un torbellino de emociones avasalladoras, un raudal que brotaba de ese pozo que debería permanecer sellado para siempre si quería alcanzar verdadero poder. Se quedó estático al observar la escena; le ardía el pecho, presa de un fuego abrasador, pero también advirtió la frialdad que emanaba desde lo más hondo de su ser y que consumiría sentimientos y pasiones que le estaban vedados. Sin embargo, algo lo impulsaba, en abierto desafío a su férrea voluntad, a seguir frente a la escena. Llegó un momento en que le resultó insoportable, doloroso.
—¡Vamos, Caramon! ¡No disponemos de tiempo suficiente para otra de tus conquistas! —siseó entre dientes.
La pareja dio un respingo que le dio placer; la muchacha se ruborizó abochornada y su hermano enrojeció azorado.
Giró sobre sus talones y regresó a la parte delantera del edificio; a cada paso, el bastón se hundía hondo en la tierra.
—He de marcharme —dijo Caramon mientras dominaba a duras penas la pasión que lo embargaba.
—Sí, claro —susurró Maggie en tanto se apartaba del rostro el pelo desgreñado—. Toma. Esto es para ti. —La muchacha sacó algo que guardaba bajo la blusa—. Es un sencillo amuleto que te dará buena suene en tu empresa, y también servirá para que te acuerdes de mí.
—¡Jamás te olvidaré! —prometió el guerrero a la muchacha, como lo había asegurado cientos de veces a cientos de mujeres; como siempre, sincero, con el alma y el corazón.
—¡Oh, venga, márchate ya! —dijo Maggie, y lo empujó con suavidad. La joven suspiró y se recostó contra el tronco de un árbol; desde allí lo vio alejarse deprisa en pos del mago.
Los compañeros emprendieron la marcha; caminaron sumidos en el silencio durante un rato; el mago luchaba con denuedo contra la ira que lo dominaba, el guerrero daba tiempo al tiempo para que su gemelo se apaciguara. Por fortuna, Earwig se había adelantado a todo correr «en misión de reconocimiento».
No encontraron a otros transeúntes en la calzada, aun cuando era evidente que un caballo la había recorrido al galope pocas horas atrás. Las huellas de los cascos aparecían hundidas en la tierra húmeda.
Raistlin examinó las marcas y se preguntó qué emergencia induciría a un jinete a forzar de aquel modo a su caballo. Podían existir diferentes razones, pero el mago presintió de forma repentina que aquel hecho se relacionaba con ellos. La intranquilidad hizo presa de él. La intuición le decía que, en lugar de dirigirse hacia Mereklar, deberían alejarse de la ciudad, cuanto antes mejor. De pronto, se detuvo.
—Caramon, ¿qué es eso? —Raistlin señaló con el bastón un punto del camino embarrado.
El guerrero se acercó al lugar indicado por su hermano.
—¿Esta huella? —El hombretón hincó una rodilla en el suelo y frunció el entrecejo en un gesto cavilante. De inmediato, se incorporó, con el semblante vacío de expresión—. No estoy seguro, Raist. No soy muy buen rastreador. Necesitarías a uno de esos bárbaros que-shu.
—Caramon, ¿qué clase de animal deja impresa esa huella?
El guerrero se removió intranquilo.
—Bueno, si he de opinar...
—Hazlo.
—Diría que fue un... gato.
—¿Un gato? —Raistlin estrechó los ojos.
—Un... gato... muy grande —dijo Caramon tragando saliva.
—Gracias, hermano.
El mago reanudó la marcha. Caramon lo alcanzó en dos zancadas y caminó a su lado. Suspiró aliviado; al parecer, se le había pasado el mal humor. El guerrero sacó una pequeña bola de tela de su bolsillo. Se la acercó a la nariz y la olió; sus labios esbozaron una sonrisa al percibir el aroma dulce y picante. El envoltorio lucía adornos realizados con lentejuelas que algunas manos amorosas habían cosido sobre la tela. Atada a la parte superior había una cinta larga amarilla, una cinta de pelo, que revoloteaba alegremente.
—¿Qué tienes ahí? —inquirió Raistlin con frialdad.
—Es un regalo. ¡Un amuleto de buena suerte!
Caramon lo alzó por el extremo de la cinta y empezó a darle vueltas. A la luz dorada de la mañana, las lentejuelas reflejaban un arco iris de colores fascinantes.
El mago metió la mano en el bolsillo; los dedos acariciaron el presente que también recibiera aquella mañana.
—¡Eres un tonto supersticioso, hermano! —dijo con tono burlón.
Llegaron a Mereklar de noche. Las murallas blancas de la ciudad emitían un brillo espectral a la luz plateada de Solinari. Los bajorrelieves —formas realzadas de la historia de Krynn expandidas en figuras gigantescas, actores paralizados por toda la eternidad— proyectaban sombras extrañas y retorcidas sobre el terreno del entorno.
Earwig estaba fascinado. Jamás había visto algo tan maravilloso en sus vagabundeos por el continente. Lo entusiasmaban los relatos, y ahora parecía que todas aquellas historias que conocía hubiesen cobrado vida ante sus ojos extasiados. El kender pasó las manos por las figuras mientras recorría las murallas con lentitud, sin salir de su asombro.
—Éstos son Huma y el Dragón Plateado —dijo, señalando al héroe y a su trágico amor, ambos esculpidos con detallada perfección; cada línea, curva y ángulo, en su exacta proporción—. A ése no lo reconozco, sin embargo. Ni tampoco a ese otro. Ese tipo es un hechicero, ¿verdad, Raistlin? Como tú. ¡Vaya, si eres
tu!
Mira, Raistlin, luchas con otro mago, un tipo viejo de verdad. Y el guerrero de ahí guarda un gran parecido contigo, Caramon. Ése que está en la arena del circo y batalla contra un minotauro. Y... —Earwig se quedó boquiabierto—. ¡Juraría que aquél es el primo Tas! ¡Allí, el que habla con un dragón de cinco cabezas! ¡Mira, Raistlin, mira!
—¡Tonterías!
El mago jadeaba, falto de respiración. Apenas dirigió una mirada a las murallas. Las fuerzas se le agotaban a pasos agigantados, como le ocurría siempre al caer la noche. En los últimos kilómetros, se había visto forzado a recurrir al fuerte brazo de su hermano para seguir caminando.
—¡Apresúrate, Earwig! —espetó Caramon, ansioso por llegar a un sitio donde su gemelo descansara de la fatiga del día.
—Ya voy —murmuró el hombrecillo, incapaz de moverse, como si tuviera los pies clavados en la tierra—. Me pregunto por qué estarán vacías las murallas en esta parte... ¡Ya lo tengo! Apuesto a que aguardan..., listas para reflejar las grandes hazañas del futuro. Tal vez... ¡Tal vez algún día yo aparezca ahí! —deseó embelesado con un hondo suspiro.
Cada roce de sus dedos sobre la piedra le producía un escalofrío estremecedor que se transmitía por el brazo y la espalda como una descarga. Se imaginaba a sí mismo inmortalizado en piedra, engrosando las filas de los famosos héroes de Krynn.
—¡Earwig! —llamó el guerrero con exasperación.
El kender hizo una pausa y volvió la vista hacia la muralla. No cabía duda de que el parecido de aquel hechicero con Raistlin era asombroso. ¿Pero cómo estaba el mago aquí, en el presente, y al mismo tiempo en el pasado? «Que no me olvide de preguntárselo», se recomendó para sus adentros.
—¡Kender! —gritó Caramon, con un tono que no presagiaba nada bueno—. ¡Si no vienes ya mismo, te dejo solo!
Earwig corrió para alcanzarlos. Quizás en esta maravillosa ciudad se le presentara la oportunidad de convertirse en un héroe y la de aparecer representado en las murallas. Su mente se perdió en aventuras descabelladas y con ello olvidó por completo preguntar a Raistlin cómo era amo del pasado y del presente.
—¡Espera un instante, Caramon! Deja que... recobre el aliento —pidió el mago, con las manos sobre el pecho.
—Claro, Raist.
El hombretón se detuvo. Raistlin, aferrado al bastón en busca de apoyo, quedó de pie frente a las murallas de la ciudad. Al menos no tosía. El guerrero lo observó con atención y reparó en que su gemelo miraba absorto, concentrado, hacia abajo, al suelo. La capucha roja le caía sobre el rostro y se lo ocultaba a la luz plateada de la luna.
Caramon experimentó una sensación que lo asaltaba a menudo cuando estaba con su hermano: la certeza de que no había ser humano capaz de conocer los pensamientos del joven mago, y de que no existía fuerza alguna en el mundo que le hiciera tambalear la firmeza de su ambición. El guerrero se sorprendió a sí mismo preguntándose con cierta inquietud cuál era con exactitud tal ambición.