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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (13 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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Raistlin alzó la cabeza y volvió la vista hacia su hermano. El resplandor rojizo de Lunitari incidió en la capucha del mago; la piel dorada llameaba con el fuego generado por una fuerza interna indómita, inquebrantable.

El mago esbozó una sonrisa al advertir la inquietud impresa en el rostro de su gemelo.

—¿No entramos? —Earwig les dedicó una mirada de ansiedad.

Caramon, de repente, quiso gritar «¡no!», dar media vuelta y regresar a la posada. Sabía, con esa intuición que los hacía más gemelos en su interior que en lo físico, que Raistlin presentía la existencia de un gran peligro que los aguardaba entre aquellos muros.

Un gran peligro, sí, pero también una gran recompensa.

—¡Vamos! ¡Vosotros me dijisteis que me apresurara! —urgió Earwig. La vocecilla estridente resonó en la quietud de la noche.

—Magia —musitó Caramon entre dientes—. ¡Arriesgará su vida por la magia! Y también la mía —añadió el guerrero para sus adentros.

El mago alzó el brazo izquierdo y trazó un arco para señalar la puerta abierta que conducía al interior de la ciudad. La mano derecha se cerraba en torno al Bastón de Mago, que se erguía en la noche como una línea negra bañada por los rayos rojizos y plateados de las lunas.

—¿Entramos, hermano mío?

La puerta inmensa por la que se accedía a Mereklar era tan amplia que la podrían cruzar sin estrecheces hasta cinco jinetes que cabalgaran en formación, con otras tres hileras de hombres encaramados sobre los hombros. El rastrillo subía y bajaba accionado por un mecanismo oculto, inserto en el interior de la gruesa muralla. No se veían cadenas o cuerdas. A ambos lados del vano, se habían practicado sendas ranuras en la piedra con el propósito de facilitar un deslizamiento efectivo y seguro. Aun cuando la ciudad era antigua, las barras de hierro del rastrillo no manifestaban señales de deterioro o vejez. Unas placas metálicas, al parecer meras piezas decorativas, adornaban las barras de hierro. En cada una de las placas aparecía grabada, como emblema, la cabeza de un gato.

El grosor de la muralla superaba el metro y medio, y la piedra presentaba una superficie lisa, incólume. Incluso las hendiduras practicadas en el umbral y el dintel no tenían imperfección alguna. Ni el más minúsculo desconchado ni la más insignificante grieta alteraban la tersura de la piedra junto a los canales de deslizamiento; cualquiera que hubiera visto alguna vez la puerta de un castillo, sabía que era justo en aquellos puntos de tensión donde aparecían los primeros signos de desgaste.

Los compañeros franquearon la puerta abierta. Caramon observó las defensas de la ciudad con los ojos críticos de un soldado. Earwig las contempló maravillado por el tamaño desmesurado de la puerta y de la propia muralla. Raistlin vio sólo la línea de poder, reluciente a sus pies, prolongándose hasta perderse en el interior de la ciudad.

—¡Alto! —gritó una voz.

Un soldado salió del puesto de guardia al tiempo que gesticulaba a cinco de sus subordinados para que se le unieran. Los hombres estaban sentados en el fresco aire nocturno, en un sitio fuera del alcance de la vista de los viajeros. Entonces, corrieron hacia el grupo de recién llegados con las enormes espadas asidas con las dos manos; se tambaleaban de forma exagerada a derecha e izquierda, vencidos por el peso de las armas.

Los gemelos y el kender se quedaron inmóviles. Caramon, con los brazos cruzados sobre el pecho; la empuñadura de su espada asomando por detrás del hombro, la larga daga de defensa colgada de la cadera. Raistlin se apoyaba con pesadez sobre el bastón, con la espalda encorvada por la fatiga. Earwig se adelantó un paso y, muy cortés, alargó la pequeña mano.

—¡Hola! ¡Me encanta vuestra muralla, de verdad!

Caramon lo agarró por el hombro y lo obligó a retroceder.

—¡Yo llevaré la conversación!

El soldado que les había dado el alto era un hombre delgado, de aventajada estatura y grandes manos. Una sencilla insignia prendida en el uniforme indicaba su grado de sargento.

—De acuerdo con la ley, interrogamos a cualquier forastero que pretenda entrar a la ciudad.

—Lo comprendemos, sargento —dijo el guerrero, y exhibió una sonrisa amistosa.

—¿Cómo os llamáis?

—Caramon Majere. Raistlin Majere. —El hombretón señaló a su gemelo—. Y éste es Earwig —agregó, mientras le daba al kender unas palmaditas en el hombro.

—Earwig. ¿Y el apellido?

—Eh..., sólo Earwig.

—¡No, nada de «sólo Earwig»! —protestó indignado el kender eludiendo el intento del guerrero de que se callara—. Me llamo Earwig Fuerzacerrojos.

Caramon emitió un gemido sordo.

—¿Fuerzacerrojos? —El sargento frunció el entrecejo—. Me gustaría saber el significado de semejante nombre.

—Bueno, si de verdad te interesa, te lo diré —ofreció Earwig, hinchado de orgullo—. Verás, cuando el primer kender pisó Kendermore, mi tatara-tatara-ta-tara-tatara-tatarabuelo... me parece; quiero decir que sé que era uno de mis tatarabuelos, pero no estoy seguro si he incluido bastantes «tatara», ya me entiendes. Aunque tal vez fuera mi tatara-tatara-tatara-tatara-ta-tara-tatarabuelo el que...

—Es un apellido corriente, sargento, y no guarda más significado que una simple identificación tribal —intervino Raistlin atajando con voz queda la relación del árbol genealógico de Earwig—. Es bastante común entre los kenders.

—¿Común? ¡Nada de eso! —gritó Earwig, pero Caramon apagó la protesta poniéndole su manaza sobre la boca.

—Al parecer sabéis mucho acerca de ellos, señor. ¿Acaso tenéis muchos amigos entre los kenders? —El oficial dirigió una mirada suspicaz al mago, que se mantenía inmóvil un paso detrás de su hermano.

—Para ser exacto, dos más de los que quisiera —respondió Raistlin con aspereza. Le sobrevino un súbito golpe de tos, tan violento que casi se desplomó. Caramon llegó junto a él de un salto y lo sostuvo. Luego se encaró con el oficial.

—Hemos respondido a vuestras preguntas, sargento. Dejadnos entrar. ¿No veis que mi hermano está enfermo?

—Sí, me he dado cuenta. Y no me gusta nada. Nos han llegado rumores de que hay una peste fuera de nuestras murallas —dijo el oficial, con el entrecejo cada más fruncido—. Creo que será mejor que regreséis al lugar de donde venís.

—No tengo la peste —replicó el mago, que ya respiraba con más facilidad. Enderezó la espalda y se irguió frente al sargento—. Entraremos en la ciudad.

Raistlin metió la mano izquierda entre los sencillos enganches que cerraban la pechera de la túnica. Caramon retrocedió un paso para ponerse a su lado y desenvainó la espada.

—Lo haremos aunque tengamos que abrirnos paso a la fuerza —añadió el guerrero con determinación.

—¡Prendedlos! —voceó el oficial.

Los soldados levantaron las armas sin demasiado entusiasmo y amenazaron a los compañeros con las anchas hojas de las espadas. De hecho, ninguno de ellos intentó detener al mago, poco o nada dispuestos a acercarse a él.

—¡Vamos, adelante! —azuzó Earwig en tanto hacía girar la jupak en el aire hasta que la vara zumbó—. ¡Os daremos vuestro merecido!

—¡Alto, sargento! —gritó una voz.

Un hombre salió de las sombras, en donde había debido de permanecer todo el tiempo observando la escena. El oficial, tras lanzar una mirada amenazadora a los compañeros, se encaminó hacia él. Se produjo un breve intercambio de palabras y el sargento asintió con la cabeza. Después regresó hacia el grupo con una expresión de alivio plasmada en el semblante, mientras el hombre desaparecía otra vez en la oscuridad.

—Os ruego disculpéis mis recelos, caballeros. Vivimos tiempos turbulentos —dijo el oficial con una leve inclinación de cabeza—. Sois bienvenidos a nuestra ciudad.

—¿Bienvenidos? —repitió Caramon, desconfiado.

—Sí. Tenéis reservadas habitaciones en la hostería
El Granero
.

—¿Cómo supisteis que venían...? —El guerrero no acabó la frase al sentir que la mano de su hermano se cerraba sobre su brazo.

—Tomad. Esto es para vos. —El sargento entregó a Caramon un estuche para pergaminos, de cuero repujado, en el que había grabado un escudo.

El guerrero se lo pasó a su hermano, que lo guardó entre los pliegues de la túnica.

—¿Cómo se llega a la residencia de la Gran Consejera Shavas? —inquirió Raistlin.

—La mansión Shavas se encuentra justo en el centro de la ciudad. Seguid cualquiera de las avenidas principales, todas desembocan allí. Hallaréis la hostería
El Granero
en esta misma calle, a corta distancia.

Caramon sostuvo por el brazo a su hermano, que había empezado a toser otra vez.

—Gracias, sargento. Os dejamos ya —dijo el guerrero.

Los compañeros subieron despacio la calle; los soldados observaron su marcha; sacudían la cabeza y murmuraban entre sí.

Concentrados en los comentarios acerca de la llegada de un hechicero, los centinelas no advirtieron que una oscura silueta trepaba las murallas blancas de Mereklar. La figura, vestida de negro, no necesitó cuerdas ni ninguna otra clase de artilugio para escalar, sino que subió la muralla con gran agilidad, afianzándose con las manos y con los pies en las irregularidades de los bajorrelieves. Una vez que alcanzó lo alto del muro, se deslizó con movimientos furtivos y saltó a la calle, sobre la que aterrizó a gatas, sin hacer el más leve ruido. Siempre al resguardo de las sombras, sorteó a los centinelas y prosiguió sigilosa a lo largo de la calle sin perder de vista a los compañeros.

—¿Quién demonios sabía en Mereklar que veníamos? —preguntó Caramon a su hermano cuando éste recobró el aliento.

—El hombre que se escondía en las sombras —susurró el mago—. Estaba en la posada. ¿Recuerdas las huellas de los cascos de caballo que vimos en la calzada?

—¿Estaba allí? —El guerrero se detuvo y echó un vistazo en derredor—. Tal vez convendría que regresara al puesto de guardia y...

—¡No, no lo hagas! —exclamó Raistlin—. Me estoy debilitando por momentos. ¿Me dejarás morir en mitad del arroyo?

—No, Raist. Desde luego que no —respondió el hombretón con paciencia, mientras conducía a su hermano a lo largo de la calle en la que reinaba el más completo silencio.

Todos los edificios estaban construidos con la misma piedra blanca utilizada en las murallas, todas las calles mostraban una pavimentación perfecta, blanca, suave y lisa. Daba la impresión de que toda la ciudad se hubiera cincelado en una sola pieza de una montaña de roca nívea.

—A Flint le encantaría este sitio —opinó Caramon.

—¡Eh! ¡Mirad eso! —gritó Earwig señalando con el dedo.

Unos puntos de luz surgían del suelo y se hinchaban como las burbujas de agua en un terreno pantanoso. Pocos segundos después, las burbujas luminosas flotaron en el aire y quedaron suspendidas sobre las calles y aceras inundándolas con un fulgor radiante que alumbraba el camino de los transeúntes nocturnos.

Aquella noche, sin embargo, el alumbrado no prestaba un gran servicio. No había nadie por las calles, algo que extrañó sobremanera a Caramon si se tenía en cuenta que todavía era temprano. El guerrero oteaba de forma continua los callejones sombríos y los umbrales envueltos en sombras por los que pasaban. Al avispado kender no le pasó inadvertido el nerviosismo del guerrero.

—¿Temes que alguien nos ataque, Caramon? —preguntó con ansiedad—. Estás en deuda conmigo, ya sabes, por no despertarme la otra noche cuando hubo jaleo y...

—¡Cierra el pico, kender! —lo interrumpió Raistlin.

Caramon miró a su alrededor.

—Raist, alguien trató de matarnos para que no viniésemos a Mereklar. ¿Por qué no lo han intentado de nuevo? —dijo en un susurro sólo audible para su hermano.

El mago asintió con un débil cabeceo.

—Buena pregunta, hermano mío. Enfócalo de otro modo. Aquella noche, nadie sabía que nos dirigíamos a Mereklar, a excepción del asesino. Por lo tanto, hemos de deducir que alguien te vio cuando cogiste el bando clavado en el poste de la encrucijada. Si hubiésemos muerto esa noche... —Un nuevo ataque de tos interrumpió el razonamiento del mago. Tras unos momentos angustiosos logró inhalar una boqueada de aire—. Si hubiésemos muerto esa noche —repitió cuando consiguió hablar—, nadie se habría enterado o no le habría dado importancia. Sin embargo, cuando llegamos a la posada, manifestamos un gran interés por la ciudad y no ocultamos nuestra intención de presentarnos aquí. La gente sabía que veníamos y si nos hubiese ocurrido algo en el camino se habrían formulado muchas preguntas. El hecho habría llamado la atención.

—Es cierto —admitió Caramon al tiempo que contemplaba a su hermano con admiración—. Entonces, ¿estamos a salvo?

Raistlin bajó la vista hacia la línea blanca que brillaba bajo sus pies. El fulgor se había incrementado y la percibía con claridad, sin humedecerse con vino los ojos.

—No, Caramon, creo que...

De manera repentina, un dolor desgarrador hizo presa del mago. Su cuerpo se sacudió estremecido por las punzadas agónicas que lo traspasaban como dardos al rojo vivo. La visión borrosa creó el espejismo de que los globos de luz descendían y se agitaban ante sus ojos. Se dobló en dos, retorcido por el dolor que le impedía respirar, que incluso ahogó el grito que brotaba de su garganta. Un momento después los dedos laxos dejaron caer el bastón y el mago se desplomó sin sentido sobre el pavimento.

Caramon alzó el cuerpo exánime de su hermano, que semejaba una marioneta desmadejada entre sus brazos poderosos, y miró enloquecido a su alrededor en busca de ayuda.

—¡Mira, la posada! ¡Pero no se ve luz alguna! —gritó Earwig.

—¡Esta gente debe de acostarse a la puesta del sol, como las gallinas! ¡Ve y pide ayuda! —ordenó Caramon.

El kender corrió y al llegar a la puerta de la hostería El Granero golpeó la hoja de madera.

—¡Auxilio! ¡Fuego! ¡Ladrones! ¡Hombre al agua! —El kender chilló a voz en grito estas y otras llamadas de auxilio que creyó adecuadas a la urgencia del momento.

Las luces se encendieron y por las ventanas del piso alto se asomaron varias cabezas. En el balcón de la segunda planta apareció un hombre que se cubría la cabeza con un gorro de dormir puntiagudo.

—¿Qué ocurre? —inquirió.

—¡Abrid la puerta! —gritó Caramon.

—Hemos cerrado. Éstas no son horas de molestar a la gente. Volved por la mañana.

El guerrero apretó los labios con un gesto de determinación. Sujetó con firmeza el cuerpo desmadejado de su hermano, en el que no percibía ningún hálito de vida, y propinó una patada monumental a la puerta de la hostería. La hoja de madera se astilló, pero no se desprendió del marco. El guerrero dio otra patada tan brutal como la anterior. Se oyó un crujido estruendoso cuando la puerta saltó en pedazos de resultas del golpe. El hombre asomado al balcón exhaló un aullido de rabia y desapareció en el interior del edificio.

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