—No. No se mencionará a los gatos en esta casa —anunció con brusquedad lord Brunswick una velada, cuando su esposa comenzó a recitar la plegaria.
Tanto su mujer como sus hijos sabían, por supuesto, lo que causaba su enojo. Sus propios gatos habían sido los primeros en desaparecer. Por lo tanto, los Brunswick charlaban durante la cena de cualquier cosa que no estuviera relacionada con los felinos, de temas que no preocuparan al cabeza de familia.
—¿Qué tal la reunión del consejo de hoy, querido? —indagó su esposa, en tanto servía la sopa.
—Como siempre —fue la escueta respuesta de lord Brunswick.
—Papá, el Festival del Ojo se realizará dentro de una semana... —comenzó la hija mayor.
El hombre lanzó una mirada fulminante a la muchacha, mas no dijo una palabra. La joven respiró hondo para armarse de valor.
—¿Cuándo me compraré el vestido nuevo para el baile, papá?
—No asistirás —respondió el consejero.
—¡Pero tenía tu permiso! Hace menos de un mes que lo hablamos, ¿verdad, mamá? —protestó su hija.
—Sí, querido. Se lo prometiste —intervino lady Brunswick, mirando extrañada a su marido—. ¿No lo recuerdas?
—¿Lo prometí? —repitió el hombre con ambigüedad—. ¡El Festival del Ojo! ¡No puedo perder el tiempo en semejante estupidez! —espetó de repente.
Lady Brunswick sacudió la cabeza con aire perplejo.
»Discutiremos este asunto más tarde —dijo con voz tenue a su llorosa hija.
La cena transcurrió en completo silencio a partir de ese momento. Tras los postres, las muchachas pidieron permiso para abandonar la mesa y subieron a sus habitaciones. Lady Brunswick se volvió hacia su marido; en su rostro se plasmaba una expresión de honda preocupación.
—¿Qué te ocurre, querido? A ti siempre te había gustado el Festival del Ojo. Sin duda, y a pesar de los terribles problemas que te agobian, te convendría tomarte un descanso y disfrutar con los festejos. Después de todo, se celebran una vez al año.
—¿Por qué te empeñas en fastidiarme con estos asuntos tan triviales? —explotó el caballero.
Su mujer lo contempló conmocionada.
—En veinte años de matrimonio jamás me habías levantado la voz —se quejó, con los ojos arrasados en lágrimas.
—¡Me voy a dar un paseo; en esta casa no encuentro un momento de paz y tranquilidad!
La noche había caído. Era la misma noche en la que un kender discutía con un hombre extraño de piel negra a la puerta de una posada cercana a la ciudad, un mago falto de respiración jadeaba en un denodado esfuerzo por llevar aire a sus pulmones y un guerrero compartía una botella de aguardiente enanil con un posadero.
El consejero abandonó su residencia por la puerta trasera y comenzó a pasear por el jardín, con el brazo izquierdo doblado a la espalda, como un verdadero caballero. Los escasos gatos que quedaban en Mereklar y que deambulaban por el jardín se escabulleron al verlo aparecer.
Lord Brunswick miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo seguía y reanudó su paseo hasta llegar al límite de la finca, donde se erguía una alta urna de cerámica, una de las muchas que se alineaban a todo lo largo de la hacienda Brunswick. El caballero se apoyó en ella como si lo hiciera de forma accidental. Aguardó unos momentos para asegurarse de que se encontraba a solas y después la empujó suavemente con el hombro. La urna se deslizó a un lado y dejó paso franco a un pasadizo secreto que se hundía en las entrañas de la tierra.
Con una última ojeada vigilante a los alrededores, el consejero descendió por los peldaños de la escalera, que se iluminó con un extraño fulgor espectral. El caballero alargó la mano y tiró de una palanca que sobresalía de la pared. La urna se deslizó a su posición anterior y clausuró la entrada.
* * *
Lord Alvin, Consejero de la Propiedad, concluyó su cena al mismo tiempo que lo hacía lord Brunswick. Comparada con la opulenta comida del Consejero de Agricultura, la de lord Alvin fue muy sencilla, servida en vajilla de barro cocido, en la cocina de su hogar. Comió en soledad las viandas que él mismo había preparado para prescindir de la ayuda de sirvientes. El caballero vivía solo en la inmensa residencia; sólo contrataba los servicios de un jardinero que se ocupaba de los parterres y de los árboles. Lord Alvin era un misántropo y un avaro.
Regresó a su estudio y se sentó envarado en el sillón. Echó una ojeada superficial, carente de interés, al libro abierto sobre la mesa, un registro con la lista de las tierras y sus propietarios. Cuando el reloj de agua repicó por octava vez, se puso de pie y se encaminó a la bodega situada en el sótano de la casa.
La bodega era un amplio recinto en donde se almacenaban cientos de botellas de vino, las diferentes cosechas separadas en estanterías distintas. El vino llevaba almacenado allí años: envejecía e incrementaba su valor día a día.
El caballero bajó el tramo de escalones de madera. Cogió un candil del soporte que lo sostenía, lo encendió y siguió adelante hasta alcanzar la pared trasera del sótano. El hombre pasó entre las estanterías con descuido, sin importarle tropezar contra ellas. Cuando, en un momento determinado, una botella se tambaleó y cayó al suelo haciéndose añicos, ni siquiera le dedicó una mirada.
En la zona más recóndita de la pared trasera, allí donde descansaban las cosechas más antiguas, lord Alvin se acercó a una de las estanterías que tenía un aspecto particularmente viejo. Alargó los dedos hacia el estante superior y asió una botella roja de la que tiró hacia adelante. Todo el anaquel retrocedió con un tenue chirrido y se deslizó tras la pared. Lord Alvin se internó en el pasadizo que se abría más allá; sus pasos levantaron ecos resonantes en los gélidos corredores.
* * *
Aquella noche, desde diferentes puntos repartidos por toda la amurallada blanca ciudad de Mereklar, otros siete caballeros de la nobleza recorrieron otros tantos caminos envueltos en la oscuridad. Todos ellos conducían al mismo lugar.
La ciudad de Mereklar se alzaba en medio de un triángulo perfecto conformado por tres inmensas murallas de piedra que se erguían a diez metros de altura. La piedra era de un blanco inmaculado, exenta de junturas, grietas o agujeros. Pero en la nívea superficie exterior de las murallas aparecían esculpidos relieves de símbolos, signos y figuras que representaban imágenes de cada era del mundo. Algunas leyendas resultaban fáciles de discernir: la Gema Gris de Gargath, el Mazo de Kharas, Huma y el Dragón Plateado. Pero otras se habían perdido en la noche de los tiempos, borradas de la memoria de humanos, elfos y enanos. Todas se habían realizado con una maestría sin parangón, imposible en la actualidad no ya de superar, sino de igualar.
Allí donde las representaciones terminaban, las murallas permanecían impolutas, como si aguardaran el regreso de la mano artesana original dispuesta a plasmar un nuevo capítulo de la historia sobre su superficie. Aquellos que vivían en Mereklar profesaban la creencia de que, una vez que las murallas exteriores quedaran cubiertas con historias, el mundo sucumbiría y renacería otro nuevo de sus cenizas.
A diferencia de la cara exterior, la parte interna de las murallas de la ciudad no presentaba relieves ni símbolos. La piedra arcaica era inmune a toda herramienta o arma manejada por las manos de Krynn. Era un misterio para sus habitantes cómo llegó a construirse la muralla. De hecho, el mismo origen de Mereklar resultaba tan inescrutable para sus habitantes actuales como lo fuera para sus ancestros.
Sus leyendas proclamaban que los primeros dioses del Bien la crearon con algún designio desconocido. A raíz del Cataclismo, llegaron sus primeros pobladores procedentes de las colinas y montañas de los alrededores, gentes que huían del caos desatado en el mundo y que se encontraron con la ciudad ya construida, como si aguardara su llegada. Se instalaron en ella y, desde aquel momento hasta el presente, habían permanecido aislados, a salvo de cualquier influencia exterior. Incluso las familias más antiguas de Mereklar, que vivían en ella desde hacía centurias, ignoraban todo lo referente a los orígenes de la ciudad. Con el paso de los siglos, el mundo cambió, la humanidad cambió, pero Mereklar, la Ciudad de Piedra Blanca, permaneció inmutable.
Existían en Mereklar diez familias nobles que habitaban en unas opulentas residencias inmensas, cuyas torretas y capiteles erguidos al cielo se divisaban desde las calles. Sus integrantes eran los principales negociadores y coordinadores que supervisaban las cosechas de grano, frutas, forrajes de animales y demás cultivos, y procuraban el desarrollo y la prosperidad de la ciudad. Llevaban a cabo los cometidos inherentes a su cargo y posición con sabiduría y previsión, inteligencia y flexibilidad.
Cada una de las diez grandes residencias poseía su propio parque, verde, exuberante, repleto de árboles y plantas que se mantenían en plena floración a lo largo de todo el año. Los pequeños arroyos que fluían a través de la ciudad creaban estanques en donde los miembros de las familias nobles se reunían en ciertas ocasiones para celebrar fiestas, o por los que paseaban en soledad en busca de un alivio para sus corazones afligidos por la melancolía y el romanticismo. Las villas eran de cuatro plantas, y cuadradas como la mayoría de las casas de Mereklar.
La ciudad era próspera y autosuficiente. Todos los que vivían en Mereklar aceptaban las leyendas y profecías halladas tanto en los volúmenes arcanos guardados en bibliotecas que no se utilizaban como en los relieves grabados en las caras exteriores de las murallas protectoras. Los gatos salvarían al mundo, nadie lo dudaba. Todas las puertas estaban abiertas y sus menudas garras apenas hacían ruido cuando iban de un hogar a otro, donde se les proporcionaba alimento, calor y toda suerte de comodidades. A los gatos se los amaba, se los reverenciaba. Se congregaban en los parques y se tendían perezosos al sol, o vagaban por las calles y se restregaban contra las piernas de los que pasaban a su lado.
Tal vez lord Alfred Brunswick, Consejero de Agricultura, reflexionaba sobre la historia de Mereklar o quizá meditaba la desaparición de los gatos. Lo cierto es que pasaba encerrado en su estudio todo el día y gran parte de la noche. Los sirvientes se preguntaban qué lo tenía tan ocupado. También se lo preguntaba su esposa.
—Apenas te veo últimamente, querido —protestaba la mujer a diario—. Sé que te preocupan los gatos, pero tú no puedes hacer nada al respecto...
En este punto de la conversación, lord Brunswick se levantaba de su asiento, abandonaba la estancia y regresaba a su despacho, donde se encerraba con llave.
El estudio era un cuarto extenso y redondo, repleto de libros pertenecientes a sus ancestros: cada uno relataba una historia distinta referente a Mereklar. En el centro de la estancia, se encontraba una mesa triangular cuyos lados tenían una longitud igual a la altura de un hombre. La rodeaban diez sillas —una por cada uno de los consejeros de Mereklar—. Sobre la superficie de la mesa aparecía la reproducción a escala de la ciudad, exacta en cada detalle. Cada árbol estaba en su lugar, cada río y arroyo fluía en la dirección correcta, incluso los relieves de las murallas se duplicaban con una perfección sin precedentes. Al igual que la ciudad, los orígenes del modelo eran un misterio. Cuando los antepasados de lord Brunswick ocuparon la residencia, la mesa con la reproducción se encontraba ya en aquel mismo lugar.
En torno al modelo de la población, se hallaban las tierras administradas por lord Brunswick: campos de cultivo de grano, fruta, cereales y demás productos agrícolas. Los sirvientes lo habían visto absorto en la contemplación del modelo, para decidir si un huerto se abandonaba o se ampliaba, si a una pradera se le prendía fuego o no. Su esposa lo había observado infinidad de veces mientras escribía anotaciones en libros y rollos de pergamino. Así ocurría antes de que tomara la costumbre de cerrar la puerta del despacho con llave.
—La cena está lista, señor —anunció uno de los criados, al tiempo que tocaba suavemente con los nudillos en la hoja de madera.
Todas las noches, la familia Brunswick se sentaba en torno a la mesa del comedor, blanca, con el tablero de cristal; el padre y la madre ocupaban las cabeceras, los hijos menores el lado derecho, y las dos hijas mayores el izquierdo. Todas las comidas empezaban siempre dando gracias a los gatos, protectores de las tierras y del mundo, por su bondad. No obstante, en las últimas semanas, tal hábito había quedado relegado al olvido.
—No. No se mencionará a los gatos en esta casa —anunció con brusquedad lord Brunswick una velada, cuando su esposa comenzó a recitar la plegaria.
Tanto su mujer como sus hijos sabían, por supuesto, lo que causaba su enojo. Sus propios gatos habían sido los primeros en desaparecer. Por lo tanto, los Brunswick charlaban durante la cena de cualquier cosa que no estuviera relacionada con los felinos, de temas que no preocuparan al cabeza de familia.
—¿Qué tal la reunión del consejo de hoy, querido? —indagó su esposa, en tanto servía la sopa.
—Como siempre —fue la escueta respuesta de lord Brunswick.
—Papá, el Festival del Ojo se realizará dentro de una semana... —comenzó la hija mayor.
El hombre lanzó una mirada fulminante a la muchacha, mas no dijo una palabra. La joven respiró hondo para armarse de valor.
—¿Cuándo me compraré el vestido nuevo para el baile, papá?
—No asistirás —respondió el consejero.
—¡Pero tenía tu permiso! Hace menos de un mes que lo hablamos, ¿verdad, mamá? —protestó su hija.
—Sí, querido. Se lo prometiste —intervino lady Brunswick, mirando extrañada a su marido—. ¿No lo recuerdas?
—¿Lo prometí? —repitió el hombre con ambigüedad—. ¡El Festival del Ojo! ¡No puedo perder el tiempo en semejante estupidez! —espetó de repente.
Lady Brunswick sacudió la cabeza con aire perplejo.
»Discutiremos este asunto más tarde —dijo con voz tenue a su llorosa hija.
La cena transcurrió en completo silencio a partir de ese momento. Tras los postres, las muchachas pidieron permiso para abandonar la mesa y subieron a sus habitaciones. Lady Brunswick se volvió hacia su marido; en su rostro se plasmaba una expresión de honda preocupación.
—¿Qué te ocurre, querido? A ti siempre te había gustado el Festival del Ojo. Sin duda, y a pesar de los terribles problemas que te agobian, te convendría tomarte un descanso y disfrutar con los festejos. Después de todo, se celebran una vez al año.