—No, creo que no. Escuché retazos de las conversaciones que mantenían en la taberna hasta que llegaste con tus alborotos y me distrajiste.
—Lo siento. Supuse que te encontrabas mal. No imaginé que...
Raistlin prosiguió en un susurro, como si su hermano no lo hubiese interrumpido y hablase consigo mismo.
—Esta gente está aterrorizada, Caramon.
—¿De veras? ¿Por qué? ¿Por los asesinos?
—No. Sus gatos han desaparecido.
Los gemelos salieron de la habitación del piso alto y bajaron la escalera; Raistlin se sostenía tanto en su hermano como en el bastón; el cayado de madera negra resonaba contra el suelo. Rodearon la enorme chimenea del vestíbulo y se dirigieron al comedor, pero antes de que Caramon entrara en la estancia, Raistlin lo hizo detenerse para echarse la capucha hacia atrás de forma que le quedara al descubierto un oído.
El guerrero conocía muy bien ese gesto, una contraseña que los gemelos habían desarrollado a lo largo de los años. Retrocedió con presteza tras el esquinazo del arco de entrada antes de que ninguno de los parroquianos advirtiera su presencia. Inclinó la cabeza y escuchó atento, a la espera de descubrir lo que su hermano encontraba tan interesante. Las voces que salían de la habitación flotaban como una niebla.
—¡Os digo que es obra del mal!
—¡Sí, es cierto!
—¡Tengo ochenta años y jamás vi algo semejante! —intervino un anciano—. Siempre hemos cuidado de los gatos, como se dice en la leyenda, y ahora, de pronto, ¡nos abandonan! ¡La maldición caerá sobre nuestras cabezas!
—Quizá sea una maquinación de algún maldito hechicero.
—Siempre desconfié de ellos.
—¡Sí! ¡A la hoguera con todos, es lo que digo! Como en los viejos tiempos.
—¿Qué ocurrirá con Mereklar, anciano?
—¿Mereklar? ¡Di mejor con el mundo entero!
—Dicen que no queda ningún gato en la ciudad. ¿Es cierto? —preguntó otro hombre, vestido con un blusón de granjero y sombrero de ala ancha.
—Algunos hay. Muy pocos. Tal vez, unos cien —respondió el anciano.
—Sólo cien cuando antes había miles —agregó otro.
—Y la cifra se reduce día a día.
Todos hablaban al mismo tiempo sobre los rumores que corrían por la comarca. La crispación crecía por momentos. Caramon se apartó de su escondrijo, se unió a su hermano y le tiró de la manga.
—Me parece que nos hemos metido en un manicomio. ¡Esta gente está loca! ¡Tanto jaleo por un puñado de gatos! —refunfuñó en un susurro.
—Silencio, Caramon. Tómatelo en serio. Deduzco que todo esto se relaciona con el trabajo que vinimos a solicitar.
—¿Nos contratarán para buscar unos gatos perdidos?
Caramon se rió sin poder evitarlo. Sus estruendosas carcajadas de barítono retumbaron por toda la posada. Los parroquianos se sumieron en un súbito silencio y todos los ojos clavaron una mirada funesta en los gemelos. Raistlin apretó los delgados dedos en torno al brazo musculoso de su hermano.
—Recuerda, Caramon, que también hubo alguien que intentó matarnos por ello.
El razonamiento del mago terminó con el alborozo del hombretón. Los hermanos entraron en el comedor. Su presencia no fue bienvenida. Eran forasteros, unos desconocidos que se entrometían en un asunto que no les incumbía y en su miedo por una situación que escapaba a la comprensión. Se encerraron en un hosco mutismo. Ni una palabra de saludo, ninguna invitación a sentarse a una mesa.
—¡Eh! ¡Raistlin! ¡Caramon! ¡Aquí!
La aguda voz de Earwig hendió el pesado silencio. Los gemelos se encaminaron hacia la parte trasera del local. Los parroquianos de la taberna lanzaron miradas furtivas al mago y hubo murmullos y sacudidas de cabezas y entrecejos fruncidos. Raistlin los ignoró con actitud desdeñosa, los labios curvados en una mueca burlona.
Caramon ayudó a su hermano a instalarse lo más cómodamente posible en aquel duro banco de madera y luego hizo señas a una de las camareras para que se acercara. La joven sólo fue hacia la mesa después de que Yost diera su visto bueno con un breve cabeceo.
El fornido guerrero olisqueó el aire y encogió la nariz: el aroma que salía de la cocina no era de su agrado.
—Guisado de conejo. Lo toma o lo deja —dijo la camarera.
—Lo tomo —aceptó Caramon al tiempo que rememoraba con nostalgia las patatas picantes de Otik en la posada El Ultimo Hogar. Dirigió una mirada inquisitiva a su hermano, quien negó en silencio, sin apartar el pañuelo con el que se cubría la boca.
»Mi hermano tomará un poco de vino blanco. ¿Te apetece algo, Earwig?
—Oh, no, gracias, Caramon. Ya he comido. Verás, alguien había dejado un plato de guisado sobre la mesa. Mi madre solía decir que era un pecado desperdiciar la comida. «Hay gente en Solamnia que pasa hambre», afirmaba. Por lo tanto, para no insultar a esa pobre gente hambrienta, me comí el guisado. Aunque no sé muy bien de qué puede servirles el que otros coman. ¿Tú lo sabes, Caramon?
El hombretón no lo sabía. La camarera se alejó presurosa y regresó al poco tiempo con un plato de comida, una jarra de cerveza que soltó con brusquedad frente a Caramon, y un vaso de vino para Raistlin.
El guerrero se abalanzó sobre la cena con apetito; bebió, masticó y engulló a gran velocidad. El kender lo observaba con los ojos abiertos de par en par por la admiración. Raistlin lo contemplaba con desagrado, pero de pronto le llamó la atención el plato medio vacío.
—¡Déjame ver eso! —dijo, al tiempo que se lo arrebataba a su hermano de un tirón.
—¡Eh! ¡Todavía no he terminado! Aún queda...
—Nada —cortó el mago con frialdad, y tiró al suelo los restos de comida.
—¿Qué es? ¡Muéstramelo! —Earwig gateó por el banco hasta colocarse junto a Raistlin.
—Es un poema —explicó el hechicero, mientras contemplaba interesado la superficie del plato.
—¡Un poema! ¡Me has estropeado la cena por un poema! —rezongó Caramon.
Raistlin lo leyó para sí y luego se lo pasó a su hermano.
Está escrito: el mundo conocerá cinco eras,
mas la quinta jamás despuntará si las tinieblas
prevalecen y atraviesan el portal.
Despliega la Oscuridad sus huestes negras,
sigilosas sombras centinelas del umbral,
que la hora señalada aguardan prestas.
Son los gatos vivos la piedra angular,
a cuyo arbitrio queda la sentencia
de un destino de luz u oscuridad
en la arcana ciudad, aún más pretérita
que las propias deidades primigenias.
—¿Y bien? —inquirió Raistlin.
—Otra vez los gatos —rezongó Caramon después de devolverle el plato.
—Sí, otra vez —musitó el mago.
—¿Entiendes el significado del poema?
—No del todo. Hasta ahora no se conocen más que cuatro eras, la de los Sueños, la de la Luz, la del Poder y la de la Oscuridad, que es en la que nos encontramos. Surgirá una nueva era...
—Pero no «si las tinieblas prevalecen» —apuntó el guerrero releyendo las frases del plato.
—En efecto. Y «son los gatos vivos la piedra angular». Interesante, hermano. Muy interesante.
Raistlin dejó el plato sobre la mesa. La mirada abstraída y los labios prietos denunciaban que se hallaba sumido en hondas reflexiones.
—¡Eh, un momento! —exclamó Earwig—. Acabo de recordar algo...
El kender se levantó de un salto y corrió hacia otra mesa sobre la que había un plato vacío; lo cogió y regresó a su asiento.
—¡Mira! ¡Otro poema! Me fijé en él cuando terminé mi cena.
Soltó el plato frente a los hermanos; al advertir que Caramon se hallaba absorto en la lectura, aprovechó la oportunidad para apropiarse de la jarra de cerveza del guerrero.
Está escrito: el Señor de los Gatos vendrá
a tomar el mando en la contienda
que en defensa de su feudo librarán.
Sólo fieles a sí mismos, ante nadie se doblegan
ni reconocen más señor que su libertad.
Emisarios de uno y tres en la leyenda,
son los gatos vivos la piedra angular,
a cuyo arbitrio queda la sentencia
de un destino de luz u oscuridad
en la arcana ciudad, aún más pretérita
que las propias deidades primigenias.
—«La arcana ciudad, aún más pretérita que las propias deidades primigenias» —repitió el mago, al tiempo que cogía de las manos de su hermano el plato y releía el poema una y otra vez.
Siempre le habían interesado las leyendas y rumores relacionados con los primeros dioses, esos dioses en cuya existencia creía con firmeza.
—¡En todo el tiempo que llevamos viajando, hermano, jamás nos habíamos encontrado con algo tan singular! ¡Quién sabe si aquí hallaré las respuestas que busco!
—Eh... Raist. —El timbre de advertencia en la voz de Caramon alertó al mago.
Todos los presentes se habían sumido en un ominoso silencio y observaban a los compañeros con los semblantes demudados por la cólera. Unos pocos incluso se levantaban de sus asientos.
—¿Qué pretendéis, forasteros? ¿Burlaros de la profecía? —espetó uno de los hombres, con los puños apretados a causa de la ira.
—Sólo la leíamos, nada más. ¿Acaso es un crimen? —replicó Caramon, con la sangre agolpada en las mejillas.
—Podría serlo. Y no os agradaría el castigo.
El guerrero se puso de pie. Eran veinte contra uno, pero el hombretón no se amilanó ante la aparente desventaja. Por el rabillo del ojo advirtió que la mano de su hermano se movía sigilosa hacia el saquillo que pendía de su costado —un saquillo cuyo contenido era tan mágico y misterioso como el hombre que lo utilizaba.
—¿Una pelea? —preguntó Earwig con brincos de contento. El kender asió su jupak—. ¿Se va a organizar una reyerta de taberna? ¡Nunca he tomado parte en una! ¡Caramba, primo Tas acertó con respecto a vosotros, chicos!
—En mi establecimiento no habrá pelea alguna —clamó una voz severa—. Vamos, Hamish, y tú también, Bartoc, calmaos.
El posadero se interpuso entre Caramon y el encrespado grupo de parroquianos al tiempo que levantaba las manos en un gesto apaciguador. Los ánimos se tranquilizaron y los hombres regresaron a sus asientos y a la pesimista conversación interrumpida un momento antes. Por su parte, Caramon volvió a la mesa despacio, con cautela. Yost se acercó a los gemelos.
—Lo lamento, señores. No acostumbramos a comportarnos de un modo tan poco amistoso, pero en Mereklar están ocurriendo cosas inquietantes.
—¿Qué hay de la pelea? —demandó Earwig.
—Cierra el pico. —Caramon agarró al kender por el cuello de la camisa y lo incrustó en el asiento.
—¿Cosas inquietantes como, por ejemplo, la desaparición de los gatos? —inquirió Raistlin.
—¿Cómo lo sabéis, señor? —Yost contempló al mago con temor reverente.
Raistlin no respondió y se limitó a encogerse de hombros.
»Claro que sois un mago, después de todo —prosiguió el posadero, mirándolo de reojo—. Imagino que estaréis al tanto de muchas cosas que los demás ignoramos.
—¿Sólo por esa razón están todos dispuestos a echársenos encima? —intervino Caramon mientras señalaba con el pulgar a los otros clientes.
—El hecho es que nuestros gatos significan tanto para nosotros como la palabra de honor para un Caballero de Solamnia.
El aserto del posadero impresionó sobremanera a Caramon, cuya memoria evocó la imagen de su amigo Sturm. Un Caballero de Solamnia daría la vida con gusto antes que perder el honor.
—Sentaos, señor... —invitó el mago.
—Yost. Prescindid del tratamiento, os lo ruego. Todos me llaman así.
—De acuerdo..., Yost. Toma asiento, por favor, y háblanos de los gatos —dijo Raistlin con su habitual tono susurrante.
El posadero dirigió una mirada nerviosa a sus otros parroquianos y por último se sentó con los compañeros, al lado de Earwig.
Entretanto, Caramon alargó la mano hacia la jarra de cerveza y se encontró con que el kender había dado buena cuenta de ella.
—Encargaré algo de beber a la muchacha —ofreció Yost.
El hombretón intercambió una mirada con su hermano, quien negó con la cabeza para recordarle la escasez de fondos de sus bolsas.
—No, gracias. No tengo sed —suspiró el guerrero.
El posadero esbozó una sonrisa y llamó con un gesto a la camarera.
—Invita la casa —aclaró—. Maggie, trae unos vasos y una botella de mi reserva particular.
A los pocos instantes, la camarera regresaba con una botella marrón cubierta de polvo que Caramon reconoció como el envase habitual de las bebidas alcohólicas destiladas. Yost escanció un vaso para sí y otro para el guerrero. Raistlin declinó la invitación.
—¿Te apetece un poco? —preguntó Yost al kender—. Te pondrá los pelos de punta.
—¿En serio? —Earwig dirigió al brebaje una mirada dubitativa mientras su mano acariciaba el copete de cabello que era su más preciada posesión—. Eh..., no, creo que no. Me gusta mi cabello tal como es.
El posadero volvió la atención a los hermanos.
—Tanto en Mereklar como en la comarca que circunda la ciudad existe la creencia de que, algún día, nuestros gatos salvarán al mundo.
Caramon olió la bebida que le sirvieron y tomó un pequeño sorbo con evidente recelo. En principio, el sabor le hizo torcer el gesto, pero acto seguido abrió los ojos de par en par, encantado con la placentera sensación de calor que lo invadía conforme tragaba el ardiente licor. Soltó un eructo y luego se echó al coleto un buen trago.
—¿Cómo lo harán? —preguntó Raistlin al posadero, aunque miraba a su hermano con el entrecejo fruncido.
—No se sabe con certeza, pero estamos convencidos de que sucederá. Es el legado de nuestros antepasados y en él se funda nuestra comunidad. —Yost paladeó la bebida unos instantes y después se la tragó—. Por esa razón los gatos siempre son bienvenidos en cualquier hogar de Mereklar. Va contra la ley lastimarlos; es un delito castigado con pena de muerte. Nunca se ha dado el caso, puesto que a nadie se le ocurriría hacerles daño. —El posadero miró en derredor con expresión triste—. Yo mismo tenía unos treinta. Deambulaban de aquí para allá, se te subían al hombro, se acurrucaban en tu regazo... Los mejores bocados de cada plato se elegían para ellos. El rumor de sus ronroneos era sedante, infundía tranquilidad. Y ahora..., se han marchado —concluyó con un movimiento de la cabeza.
—¿Nadie sabe dónde están? —porfió el mago.