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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (2 page)

—No lo dudo —comentó el mago con acritud.

—¿Sabes algo de ese sitio, de Mereklar? —preguntó el guerrero tras una pausa.

—No, ¿y tú?

—Tampoco.

La mirada del hechicero fue del poste indicador a la calzada que éste señalaba. El camino estaba embarrado y cuajado de hierbajos y grama.

—No parece que lo conozca mucha gente. Yo...

—¡Eh, por fin os encuentro!

El niño oyó la exclamación de alivio, pero no vio a la persona que la pronunció. Se asomó con cautela por el otro lado del arbusto y divisó a un personaje, más bajo que los otros dos, que se acercaba por el sendero, tan rápido como se lo permitían las piernas enfundadas en unas calzas naranjas.

¡Un kender!, reconoció el chiquillo y, acto seguido, aferró con fuerza todas sus posesiones mundanas, que consistían en una manzana a medio comer y una pequeña navaja rota que usaba para fabricar los barcos de juguete.

Quizá las ramas del arbusto crujieron cuando el niño se movió, porque el chiquillo se quedó sorprendido y asustado al ver que el mago giraba la cabeza de súbito y fijaba una mirada penetrante en el matorral que lo ocultaba. El pequeño se quedó petrificado. Ni en las peores pesadillas había contemplado un rostro como aquél. La piel tenía un ligero matiz metálico dorado, al igual que el iris de los ojos, en los que se perfilaban unas pupilas negras en forma de relojes de arena.

Por fortuna para el niño, el kender empezó a hablar en aquel momento.

—¡Temí no alcanzaros! Me dejasteis atrás sin daros cuenta. ¿Por qué no me advertisteis que os marcharíais a media noche? ¡Si no fuera porque me desperté por casualidad y os vi pasar de puntillas frente a mi puerta, no habría sabido qué dirección habíais tomado! El caso es que, aunque me apresuré, me llevó unos minutos recoger mis cosas, y luego no resultó fácil seguiros. Hubo un momento en que incluso perdí vuestra pista, pero dispongo de un artilugio muy especial para saber hacia dónde ir, y con él descubrí el camino que tomasteis. ¿Queréis que os lo enseñe?

El kender empezó a rebuscar en sus innumerables saquillos de forma atolondrada y esparció por el suelo diferentes objetos y artículos.

»Sé que lo tengo aquí, en alguna parte...

El guerrero intercambió una mirada impaciente con d mago.

—Eh... no te molestes, Earmite...

—¡Earwig! —corrigió el kender con indignación.

—¿Eh?, sí. Lo siento. Earwig Revientacerrojos, ¿no es así?

—¡Fuerzacerrojos! —El kender golpeó el suelo con la vara ahorquillada que llevaba en la mano para dar más énfasis a su exclamación—. Fuerzacerrojos. Un apellido muy respetado y de gran tradición entre...

—Vamos, Caramon. Debemos marcharnos —interrumpió el mago con una voz tan fría que habría helado el agua hirviendo.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —inquirió el kender, al tiempo que echaba a andar.

—No
nos
dirigimos a ninguna parte.

El niño pensó que cualquier otra persona, salvo un kender, se habría encogido sobre sí mismo y habría deseado que la tierra se lo tragara ante la mirada funesta del mago. Por el contrario, el hombrecillo se limitó a mirarlo a su vez con gran solemnidad.

—Pero os hago falta, Raistlin. En serio. ¿Acaso no os ayudé a resolver el misterio del alcázar de la Muerte? Claro que sí. Tú mismo lo dijiste. Te di la clave por la que dedujiste que la doncella era la causa de la maldición. Y Caramon jamás habría encontrado su daga preferida si yo no...

—Jamás la habría perdido si no hubieras estado cerca —refunfuñó el guerrero.

—Además, Tasslehoff me contó... ¿Recordáis a mi primo, Tasslehoff Burrfoot? En fin, me dijo que os acompañaba en todas vuestras aventuras y que siempre os sacaba de algún lío; puesto que ahora él no está, sería aconsejable que yo ocupase su lugar para hacer lo mismo. También sé un montón de historias muy interesantes que os contaría en el camino, como por ejemplo la de Dizzy Lengualarga y el minotauro...

—¡Basta! —El mago se bajó más aún la capucha sobre los ojos, como si el tejido lo aislara del monólogo persistente del kender.

—Deja que venga, Raist. Nos hará compañía. Sabes que cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, nos aburrimos —intercedió el guerrero.

—Sé que me aburro cuando dialogo contigo, hermano mío. ¡Pero la charla de un kender no es la solución!

El mago echó a andar por la calzada. Caminaba despacio, apoyado en el bastón, como quien acaba de salir de una grave enfermedad.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el kender, que trotaba al lado del guerrero.

—No estoy seguro, pero no sonó a un cumplido —respondió el hombretón, sacudiendo la cabeza.

—¡Bah, no importa! De todos modos, no estoy acostumbrado a que la gente me halague. —El kender hizo girar la vara ahorquillada, y el peculiar cayado emitió un agudo zumbido sibilante—. ¿Adónde dijiste que nos dirigíamos?

—A Mereklar.

—Mereklar... ¡Nunca he estado en esa ciudad! —comentó el hombrecillo con evidente entusiasmo.

El niño se quedó en su escondrijo y aguardó a que los tres personajes se alejaran un buen trecho antes de correr hacia una posada ruinosa, metida entre los árboles del bosque que se alzaba junto al cruce de caminos. En el exterior del edificio, había un hombre sentado a una mesa, con una jarra entre las manos.

El chiquillo se le acercó y le contó lo que había visto.

—Un guerrero, un mago y un kender. Los tres se dirigen hacia Mereklar. Y ahora que he cumplido vuestro encargo, ¿dónde está el dinero prometido? —exigió el niño con audacia.

El individuo le hizo unas cuantas preguntas más, referentes al color de la túnica del mago y a si el guerrero tenía aspecto de ser muy mayor y de estar acostumbrado a la batalla.

El niño reflexionó un momento antes de responder.

—Tendrá la edad de mi hermano, más o menos. Veinte años, como mucho. Pero se nota que sus armas están muy usadas. No creo que os resulte fácil quitarlo de en medio.

El hombre sacó del bolsillo una moneda de acero y la dejó caer sobre la mesa. Se levantó del asiento con una premura inusitada (habida cuenta de que había pasado los tres últimos días sentado en la posada, desde el momento en que clavó el bando en el poste) y se internó en el bosque a toda prisa; al poco tiempo, se había perdido de vista entre las sombras de la floresta.

1

Raistlin se despertó del profundo letargo al percibir el sonido de un caramillo, un sonido escalofriante y obsesivo que le traía a la memoria un momento de dolor insoportable, eterno; un momento de agonía y tortura. Se incorporó sobre los codos con esfuerzo, y sus ojos se quedaron prendidos en las ascuas de la hoguera.

La contemplación de las brasas moribundas sólo sirvió para recordarle su precaria salud. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se sometió a la Prueba? ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que los magos de la Torre de la Alta Hechicería exigieron este sacrificio a cambio de su magia? Meses. Sólo meses. Sin embargo, a él le parecía que soportaba este sufrimiento desde toda la vida.

Raistlin se tumbó otra vez entre las mantas revueltas. Alzó las manos y examinó los huesos, las venas y los tendones, apenas discernibles a la mortecina luz de los rescoldos, que otorgaba a la epidermis un tono rojizo sobrenatural al reflectarse en su piel dorada..., esa piel dorada que se había ganado en su gambito por alcanzar el poder, esa piel dorada que se había ganado en una lucha a vida o muerte.

Raistlin esbozó una sonrisa torva y apretó un puño. Había triunfado. Había salido victorioso del trance. Los había derrotado a todos.

El momento de euforia fue breve, desplazado por un acceso de tos incontrolable; los espasmos lo convulsionaron como a una marioneta maltratada.

El caramillo siguió sonando mientras Raistlin luchaba por sobreponerse y recobrar el aliento. El mago tanteó con torpeza en el cinto hasta encontrar un pequeño envoltorio de lino que contenía hierbas. Lo apretó contra la nariz y la boca, y aspiró el empalagoso aroma dulzón de las hojas machacadas y de las ramitas cocidas. Los espasmos cedieron, y Raistlin se permitió abrigar la esperanza de haber dado por fin con un remedio eficaz. No admitía que sería durante toda su vida un ser débil y enfermizo.

Las hierbas le dejaron un gusto amargo en los labios. Guardó el acre envoltorio en un saquillo sujeto al ceñidor de tela trenzada, de un color rojo más oscuro que el resto de su vestimenta debido al uso constante. No necesitó mirar el saquillo medicinal para saber con certeza que estaba manchado de sangre.

Raistlin respiró con lentitud y se relajó. Cerró los párpados. Imaginó las muchas y variadas líneas de poder que alimentaban su fuerza vital... la urdimbre brillante y dorada de los hilos de su magia, de su mente, de su alma. Su vida estaba en sus propias manos. Era el dueño y señor de su destino.

De nuevo escuchó el caramillo, pero no entonaba la música espantosa, sobrenatural, que creyó oír al despertar... la música del elfo oscuro, la que lo asaltara en sus peores pesadillas desde su iniciación en los niveles superiores de la hechicería. Por el contrario, era la melodía estridente y alegre de un kender desconsiderado.

Apartó a un lado las pesadas mantas que lo cubrían; el desapacible aire nocturno lo hizo estremecer. Sus manos aferraron el bastón, anhelantes por palpar el contacto suave de la madera y la sensación de seguridad de sentirlo entre los dedos. Se puso de pie.


Shirak
—susurró.

El poder fluyó a través de su espíritu y se transmitió al bastón, donde se aunó con la magia contenida en la negra madera, símbolo de la victoria del mago. Una luz suave y blanca centelleó en la bola de cristal aferrada por la garra de dragón que remataba el cayado.

Tan pronto como el resplandor iluminó la arboleda, la melodía se interrumpió de forma brusca. Earwig levantó la cabeza sorprendido y se encontró con la figura encapuchada del mago, erguida junto a él.

—¡Hola, Raistlin! —sonrió el kender.

—Earwig, intento dormir —dijo el hechicero en voz baja.

—¡Claro, Raistlin! ¿Qué otra cosa vas a hacer en mitad de la noche?

—Pero, no puedo, Earwig. Ese ruido me lo impide.

—¿Qué ruido?

El kender oteó con curiosidad en torno al lugar de la acampada. Raistlin alargó la mano dorada, arrancó de un tirón el caramillo que sujetaba Earwig, y lo sostuvo frente a la nariz del kender.

—Ah, ese ruido —dijo el hombrecillo, con un tono de exagerada mansedumbre.

El caramillo desapareció bajo la manga del hechicero, quien se dio media vuelta y regresó hacia su lecho de mantas.

—Si quieres toco una nana —sugirió Earwig, mientras se incorporaba de un salto y daba brincos tras el hechicero—. Claro que tendrías que devolverme el caramillo. O, si prefieres, la canto.

Raistlin giró sobre sus talones y le lanzó una mirada fulminante. El mortecino resplandor de la hoguera se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas.

»Mejor no —balbució Earwig, algo atemorizado.

Pero la sensación de temor nunca es duradera en un kender.

»El caso es que me aburro —agregó, acompañando al mago—. Creí que la guardia nocturna resultaría entretenida; y así fue durante un rato, pues esperaba que saliera cualquier cosa del bosque y nos atacara. Al menos, eso fue lo que dijo Caramon cuando organizó los turnos. Pero nada ni nadie ha salido del bosque, ni nos ha atacado, ni nada, y ya no soporto el tedio.

—Dulak —susurró Raistlin, que había empezado a toser otra vez.

La luz de la bola de cristal perdió intensidad y se apagó. El mago, a quien las piernas apenas lo sostenían, se dejó caer entre las mantas.

—Permíteme ayudarte, Raistlin —ofreció solícito el kender, y ordenó el revuelto lecho. Luego se puso de pie y dedicó una mirada anhelante al mago—. ¿Harás que el bastón se ilumine otra vez?

El hechicero se acurrucó entre las mantas.

»¿Me devuelves el caramillo?

Raistlin cerró los párpados.

El kender exhaló un borrascoso suspiro y su mirada se dirigió hacia la manga de la túnica del mago por la que desapareciera el instrumento musical.

—Buenas noches, Raistlin. Espero que te encuentres mejor por la mañana.

El hechicero sintió una mano pequeña que le palmeaba con solicitud un brazo. El kender se alejó dando brincos; sus pies menudos apenas levantaron un rumor tenue sobre la hierba húmeda de rocío.

En el preciso momento en que Raistlin empezaba a dormirse, escuchó, una vez más, el estridente sonido del caramillo.

* * *

Caramon despertó horas antes del amanecer, justo a tiempo para la guardia. Habían acordado establecer dos turnos. Earwig haría el primero y él, el segundo. El guerrero prefería encargarse de la última guardia, más conocida como «la guardia de la muerte», porque durante esas horas existían más probabilidades de que surgieran problemas.

—Earwig, acuéstate —dijo Caramon, para descubrir al punto que el kender ya había obedecido la orden y dormía profundamente, con un caramillo asido con fuerza entre los dedos.

El guerrero sacudió la cabeza. ¿Qué se podía esperar de los kenders? Eran osados por naturaleza y no le temían a nada ni a nadie, vivo o muerto. Por consiguiente, era difícil en extremo que comprendieran la necesidad de montar guardia cuando se acampaba.

No es que Caramon creyese que los amenazara peligro alguno; se encontraban en una comarca donde reinaban la paz y la tranquilidad. Pero para el guerrero era tan impensable irse a dormir sin organizar guardias como pasar un día entero sin comer. Por ello (al menos, eso le dijo a su hermano), convenía que Earwig los acompañara en el viaje.

Caramon se sentó bajo un árbol. Le gustaban esas horas de la noche. Le agradaba contemplar las lunas y las estrellas que se apagaban poco a poco en el firmamento hasta desaparecer con las primeras luces del alba. Las constelaciones se desplazaban, giraban, y se vigilaban unas a otras; el Dragón de Platino, Paladine; el Dragón de Cinco Cabezas, Takhisis; y entre ambos, el dios Gilean, el símbolo del Equilibrio. Muy pocos en Krynn creían en estos dioses arcanos, y la mayoría incluso no recordaba siquiera el nombre de las constelaciones. A Caramon se los había enseñado su hermano. A veces, el guerrero se preguntaba si Raistlin creería en aquellos dioses vilipendiados y despreciados por la humanidad. En cualquier caso, si lo hacía, nunca lo mencionaba ni manifestaba de forma abierta que los venerara. Cosa, por otro lado, recomendable, reflexionó el guerrero. En los tiempos que corrían, profesar aquella fe podía acarrear la muerte.

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