El hombre soltó un gruñido ronco y apretó la zarpa que sujetaba el brazo de Earwig hasta hacer la presa dolorosa.
—¡Alto! —ordenó el hombre negro—. ¿Estás seguro, kender, de que no recuerdas dónde o cómo conseguiste el colgante?
¡Otra vez lo mismo! Earwig se soltó el brazo de un tirón. Se estaba poniendo de muy mal humor.
—¡No! ¡No lo recuerdo! ¿Cómo quieres que te lo diga? Y ahora, si me disculpáis, he de marcharme.
El kender avanzó un paso hacia los hombres con la clara intención de pasar sobre ellos si no se apartaban de su camino. El cabecilla lo contempló desde su aventajada estatura; las pupilas rojas centellearon. De forma inesperada, hizo una breve y graciosa reverencia y se deslizó a un lado de la puerta. Sus secuaces retrocedieron un paso y le dejaron el camino libre.
—Si recuerdas cómo obtuviste el colgante, comunícanoslo, por favor —susurró la voz suave del líder al pasar Earwig junto a él.
El kender giró sobre sus talones para responderle, y grande fue su sorpresa al descubrir que los hombres habían desaparecido.
* * *
Raistlin seguía sentado solo a la mesa cuando sufrió un nuevo espasmo de tos. El aire se resistía a entrar en sus pulmones, la cabeza le daba vueltas. Notó que perdía el conocimiento y bajó la mirada hacia la taza; en el fondo quedaba un resto de la medicina. Alargó la mano descarnada y aferró a la camarera en el momento en que ésta pasaba junto a la mesa.
—¡Agua caliente! —jadeó.
Maggie miró la mano crispada que la sujetaba por el delantal, delgada como la de un muerto, la piel con un matiz dorado.
—¿Os encontráis mal, señor? ¿Puedo ayudaros?
—¡Agua! —pidió el mago con un ronco gemido.
La muchacha, algo asustada, corrió a cumplir la orden.
El mago se desplomó hacia adelante, con la cabeza enterrada entre los brazos. Unos puntos luminosos, que le recordaron el espectáculo de un ilusionista al que asistió en cierta ocasión, danzaban frente a sus ojos... Giraban, danzaban, centelleaban, cambiaban de color y de forma, pero siempre ficticios, siempre irreales, sin que estuviera a su alcance modificarlos por mucho que lo deseara. Pensó cuán a menudo ansiaba que las cosas cambiaran, que fueran distintas porque él así lo quería. Pensó que la mayor parte de las veces había sufrido una amarga decepción.
¿Por qué le había sido negada una fuerza física acorde con su fuerza mental? ¿Por qué no era atractivo, simpático, capaz de hacerse amar por la gente? ¿Por qué se había visto forzado a sacrificar tanto por tan poco?
«Poco por ahora», se dijo Raistlin. «Pero se acrecentará a medida que transcurra el tiempo. ¡Par-Salian afirmó que algún día mi fuerza configuraría el destino del mundo!»
Los dedos temblorosos buscaron el saquillo de hierbas. ¡A saber si este brebaje podría sanarlo! En apariencia, se había sentido más fuerte en los últimos tiempos, pero la débil mano no obedecía su voluntad. Las luces de la taberna se amortiguaron a medida que su vista se nublaba.
Lo asaltó la idea de que precisaba el auxilio de su hermano. «No lo necesito», se dijo el mago, con una rebeldía terca, hija de la ofuscación. Al escucharse, Raistlin comprendió lo infantil de su bravata. Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga. «Muy bien, ahora lo necesito. ¡Pero llegará el día en que no dependeré de su ayuda!»
La camarera regresó con el agua y dejó el cazo sobre la mesa con premura. Se debatía entre el acuciante deseo de alejarse y el impulso de curiosear. A Maggie no le gustaba el mago de piel dorada y bastón de hechicero, y ojos espantosos que desnudaban el alma. No le agradaba; no obstante, se sentía fascinada. Era tan frágil, tan débil, y sin embargo —de algún modo—, tan fuerte.
—Le serviré el agua, ¿quiere, señor? —preguntó en un susurro apenas audible.
Jadeante, incapaz casi de levantar la cabeza, Raistlin asintió en silencio y aferró la taza con las dos manos. Bebió con ansiedad; la lengua y la boca entumecidas, insensibilizadas a causa del desmayo, no acusaron la sensación dolorosa del calor. Vació la taza y lanzó un profundo y prolongado suspiro. De inmediato, se recostó contra la pared, con los ojos y la mente cerrados al mundo.
Así lo encontró Caramon cuando regresó. El guerrero se deslizó en silencio sobre el banco de madera; supuso que su hermano dormía.
—¿Caramon? —preguntó Raistlin sin abrir los ojos.
—Sí, soy yo. ¿Subimos a la habitación? —La lengua del hombretón se trababa al articular las palabras, su aliento apestaba al olor asqueroso del aguardiente.
—Dentro de un momento. ¿En qué dirección está Mereklar?
—Hacia el norte.
Al norte. Aun sin abrir los ojos, Raistlin veía la línea blanca que fluía hacia el norte, que lo arrastraba, que lo conducía, que lo guiaba.
Que lo ensartaba de parte a parte.
Raistlin sabía que estaba soñando y el sueño, por conocido, lo aterrorizaba; era una pesadilla que lo acosaba a menudo, una experiencia repetida en muchas ocasiones; sin embargo, era incapaz de despertar. En lo más hondo de su ser, algo más fuerte que su propia voluntad exigía que renunciara a toda resistencia.
El joven mago abandonó el protector cobijo del lecho, fue hacia la puerta, pasó a través de la hoja de madera, llegó al rellano de la escalera y se internó en la bruma gris que envolvía como un sudario el vestíbulo de la posada. Volvió la vista atrás; no podía ver a Caramon y, sin embargo, sí lo veía: dormía y respiraba de un modo profundo, reposado.
El hechicero bajó los peldaños que conducían a la entrada principal; llevaba el Bastón de Mago en la mano, aun cuando no recordaba haberlo cogido.
Necesitaba luz. El camino estaba aterradoramente oscuro, si se exceptuaba la línea blanca que fluía poderosa bajo sus pies, así como el cordón dorado que lo conectaba con
el otro.
—
Shirak —musitó.
La franja luminosa lo guiaba, dirigía sus pasos. Vagó por las estancias, por los pasillos de la posada, y por las zonas que rodeaban el edificio, en medio de la niebla gris que bullía y se enroscaba con una energía vital invisible. Más adelante se hallaba aquel a quien buscaba, el que tenía las respuestas a muchos de sus interrogantes, el dador de vida y el destructor.
Bestias aladas fabulosas —rojas, negras, verdes y azules— alzaban el vuelo a su paso, sacadas de su sueño por el deambular del mago. Lo observaban con miradas rebosantes de odio y ojos hambrientos. Ansiaban destruirlo, pero no podían. No en este momento, no en este día.
Raistlin penetró en una habitación. Las cuatro paredes eran sólidas, pero tanto el techo como el suelo carecían de sustancia. Al frente se alzaba una mesa pequeña sobre la que reposaban dos copas. Tomó una de ellas y la vació de un trago. El líquido —una mezcla con sabor a fruta y licor— le proporcionó un alivio fresco y sedante. Aguardó la llegada del otro.
—¿Eres
él?
—indagó Raistlin. Su voz le sonó extraña, desconocida, no la reconoció como suya. Miró el áureo cordón que los unía.
—Por supuesto. ¿No te acuerdas? —respondió el otro, como hacía siempre.
—¿Y el precio? —inquirió Raistlin, lo mismo que en ocasiones anteriores.
—Has pagado una parte. El resto se saldará en su momento —contestó el otro repitiendo las palabras de cada encuentro.
Sin embargo, esta vez hubo una diferencia. La conversación no concluyó en aquel punto, ni la estancia se desvaneció. Raistlin planteó el interrogante que hasta ahora le había estado vedado.
—¿Y mi recompensa?
—Sigue la línea, como hacen los otros.
—¿Los otros?
—Alguien te vigila, incluso ahora.
—¿Quién puede verme aquí?
—Un hombre, aunque no es un hombre.
—¿Quiere mi bien o mi mal?
—Depende de lo que tú quieras para él.
Raistlin dejó atrás las cuatro paredes, el techo y el suelo insustanciales, las aladas bestias que revoloteaban a su paso. La línea lo condujo de vuelta a la posada y al refugio seguro de su lecho. El flujo del cordón dorado invirtió su curso, retrocedió refulgente, y se desvaneció en la oscuridad.
_____ 5 _____
La ciudad de Mereklar se alzaba en medio de un triángulo perfecto conformado por tres inmensas murallas de piedra que se erguían a diez metros de altura. La piedra era de un blanco inmaculado, exenta de junturas, grietas o agujeros. Pero en la nívea superficie exterior de las murallas aparecían esculpidos relieves de símbolos, signos y figuras que representaban imágenes de cada era del mundo. Algunas leyendas resultaban fáciles de discernir: la Gema Gris de Gargath, el Mazo de Kharas, Huma y el Dragón Plateado. Pero otras se habían perdido en la noche de los tiempos, borradas de la memoria de humanos, elfos y enanos. Todas se habían realizado con una maestría sin parangón, imposible en la actualidad no ya de superar, sino de igualar.
Allí donde las representaciones terminaban, las murallas permanecían impolutas, como si aguardaran el regreso de la mano artesana original dispuesta a plasmar un nuevo capítulo de la historia sobre su superficie. Aquellos que vivían en Mereklar profesaban la creencia de que, una vez que las murallas exteriores quedaran cubiertas con historias, el mundo sucumbiría y renacería otro nuevo de sus cenizas.
A diferencia de la cara exterior, la parte interna de las murallas de la ciudad no presentaba relieves ni símbolos. La piedra arcaica era inmune a toda herramienta o arma manejada por las manos de Krynn. Era un misterio para sus habitantes cómo llegó a construirse la muralla. De hecho, el mismo origen de Mereklar resultaba tan inescrutable para sus habitantes actuales como lo fuera para sus ancestros.
Sus leyendas proclamaban que los primeros dioses del Bien la crearon con algún designio desconocido. A raíz del Cataclismo, llegaron sus primeros pobladores procedentes de las colinas y montañas de los alrededores, gentes que huían del caos desatado en el mundo y que se encontraron con la ciudad ya construida, como si aguardara su llegada. Se instalaron en ella y, desde aquel momento hasta el presente, habían permanecido aislados, a salvo de cualquier influencia exterior. Incluso las familias más antiguas de Mereklar, que vivían en ella desde hacía centurias, ignoraban todo lo referente a los orígenes de la ciudad. Con el paso de los siglos, el mundo cambió, la humanidad cambió, pero Mereklar, la Ciudad de Piedra Blanca, permaneció inmutable.
Existían en Mereklar diez familias nobles que habitaban en unas opulentas residencias inmensas, cuyas torretas y capiteles erguidos al cielo se divisaban desde las calles. Sus integrantes eran los principales negociadores y coordinadores que supervisaban las cosechas de grano, frutas, forrajes de animales y demás cultivos, y procuraban el desarrollo y la prosperidad de la ciudad. Llevaban a cabo los cometidos inherentes a su cargo y posición con sabiduría y previsión, inteligencia y flexibilidad.
Cada una de las diez grandes residencias poseía su propio parque, verde, exuberante, repleto de árboles y plantas que se mantenían en plena floración a lo largo de todo el año. Los pequeños arroyos que fluían a través de la ciudad creaban estanques en donde los miembros de las familias nobles se reunían en ciertas ocasiones para celebrar fiestas, o por los que paseaban en soledad en busca de un alivio para sus corazones afligidos por la melancolía y el romanticismo. Las villas eran de cuatro plantas, y cuadradas como la mayoría de las casas de Mereklar.
La ciudad era próspera y autosuficiente. Todos los que vivían en Mereklar aceptaban las leyendas y profecías halladas tanto en los volúmenes arcanos guardados en bibliotecas que no se utilizaban como en los relieves grabados en las caras exteriores de las murallas protectoras. Los gatos salvarían al mundo, nadie lo dudaba. Todas las puertas estaban abiertas y sus menudas garras apenas hacían ruido cuando iban de un hogar a otro, donde se les proporcionaba alimento, calor y toda suerte de comodidades. A los gatos se los amaba, se los reverenciaba. Se congregaban en los parques y se tendían perezosos al sol, o vagaban por las calles y se restregaban contra las piernas de los que pasaban a su lado.
Tal vez lord Alfred Brunswick, Consejero de Agricultura, reflexionaba sobre la historia de Mereklar o quizá meditaba la desaparición de los gatos. Lo cierto es que pasaba encerrado en su estudio todo el día y gran parte de la noche. Los sirvientes se preguntaban qué lo tenía tan ocupado. También se lo preguntaba su esposa.
—Apenas te veo últimamente, querido —protestaba la mujer a diario—. Sé que te preocupan los gatos, pero tú no puedes hacer nada al respecto...
En este punto de la conversación, lord Brunswick se levantaba de su asiento, abandonaba la estancia y regresaba a su despacho, donde se encerraba con llave.
El estudio era un cuarto extenso y redondo, repleto de libros pertenecientes a sus ancestros: cada uno relataba una historia distinta referente a Mereklar. En el centro de la estancia, se encontraba una mesa triangular cuyos lados tenían una longitud igual a la altura de un hombre. La rodeaban diez sillas —una por cada uno de los consejeros de Mereklar—. Sobre la superficie de la mesa aparecía la reproducción a escala de la ciudad, exacta en cada detalle. Cada árbol estaba en su lugar, cada río y arroyo fluía en la dirección correcta, incluso los relieves de las murallas se duplicaban con una perfección sin precedentes. Al igual que la ciudad, los orígenes del modelo eran un misterio. Cuando los antepasados de lord Brunswick ocuparon la residencia, la mesa con la reproducción se encontraba ya en aquel mismo lugar.
En torno al modelo de la población, se hallaban las tierras administradas por lord Brunswick: campos de cultivo de grano, fruta, cereales y demás productos agrícolas. Los sirvientes lo habían visto absorto en la contemplación del modelo, para decidir si un huerto se abandonaba o se ampliaba, si a una pradera se le prendía fuego o no. Su esposa lo había observado infinidad de veces mientras escribía anotaciones en libros y rollos de pergamino. Así ocurría antes de que tomara la costumbre de cerrar la puerta del despacho con llave.
—La cena está lista, señor —anunció uno de los criados, al tiempo que tocaba suavemente con los nudillos en la hoja de madera.
Todas las noches, la familia Brunswick se sentaba en torno a la mesa del comedor, blanca, con el tablero de cristal; el padre y la madre ocupaban las cabeceras, los hijos menores el lado derecho, y las dos hijas mayores el izquierdo. Todas las comidas empezaban siempre dando gracias a los gatos, protectores de las tierras y del mundo, por su bondad. No obstante, en las últimas semanas, tal hábito había quedado relegado al olvido.