También Caramon era objeto de atención. Los hombres le echaban ojeadas de soslayo, celosos de su juventud y fortaleza. Las mujeres lo contemplaban de reojo y admiraban los brazos musculosos y el torso amplio, el rizado cabello castaño y los atractivos rasgos varoniles.
En el momento en que el guerrero dirigía la vista hacia ellas, las mujeres se ruborizaban y escondían el rostro tras las manos, aunque correspondían con risitas a la abierta sonrisa y a la mirada descarada del hombretón.
—Oye, Caramon, ¿por qué se fijan todas las chicas en ti? —preguntó Earwig, pensativo.
—Tal vez nunca han visto una espada tan grande como la mía —bromeó con el kender, a la vez que le guiñaba un ojo.
Raistlin resopló con desdén.
Una hora más tarde, los viajeros avistaban la mansión Shavas. Los agudos ojos de Earwig distinguieron algunos detalles del edificio.
—Parece que algunos tramos de las paredes están cubiertos de plantas. ¡Y los ventanales tienen cristales de colores!
Raistlin escuchó con gran interés la descripción que el kender hacía de la casa de la Gran Consejera, si bien no pronunció una sola palabra. Si la reseña hecha por Earwig correspondía a la realidad, la casa era muy diferente de las del resto de la ciudad. El mago permaneció inmóvil, erguido, con la mirada fija en la lejana mansión, apoyado en el bastón, más por comodidad que por necesidad. Lo cierto es que sentía un vigor inusual, como si hubiese cobrado nuevas fuerzas a raíz del doloroso trance de la noche anterior. La línea blanca relucía a sus pies, más clara y más brillante a cada paso que daba.
Reanudaron la marcha y, poco después, vieron con detalle la casa que se alzaba, sobe una colina de tierra que conformaba un círculo perfecto, cuyo perímetro terminaba allí donde comenzaba el pavimento de calles y avenidas. El montículo se encumbraba sobre el nivel de la ciudad; un camino de piedra trepaba serpenteante hasta la mansión y rodeaba las pequeñas arboledas que crecían en el terreno de la colina. La cima era lo bastante amplia y lisa como para albergar no sólo el edificio sino también un estanque del que se alimentaban los arroyuelos que regaban los jardines situados a los lados de la finca.
Raistlin se detuvo una vez más para estudiar con detenimiento las cristaleras de colores. Contempló fascinado los reflejos abigarrados de los vidrios al incidir sobre ellos los rayos del sol, la variedad de tonalidades deslumbrantes: rojo, azul, verde, blanco y negro. Cinco colores. Le recordaban su sueño. Cinco colores...
El mago parpadeó y, al mirar de nuevo las ventanas, la sensación de irrealidad desapareció; el vidrio era simple vidrio, sujeto entre sí por varillas de plomo retorcidas de forma caprichosa. Había algo en el diseño que le resultaba familiar, mas, cuando trató de evocar dónde lo había visto con anterioridad, la mente se le quedó en blanco.
Una súbita debilidad se apoderó de él y se sintió incapaz de dar un paso más.
—¡Caramon! —llamó en voz alta, a fin de que lo oyera su hermano, que se había adelantado un corto trecho—. He de descansar un rato.
Raistlin se desplomó sobre una silla de las varias colocadas a la puerta de otra taberna de hyava. Se giró de manera que la mansión quedara a su espalda, al tiempo que se cubría con la capucha. Le costaba respirar. Apoyó la frente en el bastón, como siempre, buscando en el cayado la fuerza que lo sostenía.
Así lo encontró Caramon cuando llegó a su lado. Una joven camarera se acercó a la mesa con dos tazas de la fuerte bebida oscura. Sus movimientos ponían de manifiesto el nerviosismo que la dominaba.
—No, nada de licor. Necesita agua hirviendo —dijo el guerrero.
—Con la hyava me bastará, hermano —rectificó el mago, y cogió con brusquedad las tazas de manos de la chica—. No es más que un poco de cansancio por el largo paseo —agregó a modo de explicación al advertir la mirada interrogante de su gemelo.
Raistlin bebió despacio, a pequeños sorbos, mientras sujetaba entre dos dedos el asa, tan diminuta que resultaba ridícula. Earwig se sentó y rebuscó en sus saquillos, sin perder por un momento el talante alegre y desenfadado que le era habitual. Al fin, extrajo una pluma de cristal con vetas doradas.
—¿Os gusta? La encontré tirada en la calle y me dije: «Si está ahí, es porque nadie la quiere.» También hallé esto. —El kender les mostró una bola de tela adornada con lentejuelas y una cinta amarilla de raso.
—¡Devuélvemelo! —bramó Caramon, inclinado sobre la mesa en su afán por recuperar el amuleto que sostenía Earwig en la mano.
—¡Es mío! ¡Yo lo encontré!
—¡Me pertenece! La chica de la posada me lo regaló y significa mucho para mí.
—Entonces deberías ser más cuidadoso y no dejarlo en cualquier sitio —lo reprendió el kender, a la vez que le devolvía el amuleto a su legítimo dueño. La bola de tela giró en el aire y reflectó la luz del sol en una miríada de colores—. ¡Demonios, Caramon! ¡Eres
muy
negligente! Por cierto, es un juguete fabuloso para los gatos, ¿sabes? ¡Les encanta! Si no me crees, fíjate cómo le llama la atención a ese gato negro, ¿lo ves?
Raistlin se echó hacia adelante en la silla.
—¿Qué gato negro?
—Ese de ahí —indicó Earwig, señalando detrás del mago.
El hechicero giró sobre sí mismo y se encontró de frente con un felino no muy grande, de pelaje azabache, que estaba sentado en actitud relajada. Las pupilas azules contemplaban con fijeza al mago.
—Toma, minino, misss, misss, misss —Caramon balanceó el «juguete» suspendido de la cinta.
El gato permaneció inmóvil unos segundos más, con la mirada clavada en Raistlin, en una pugna de voluntades; las pupilas azules contra los negros relojes de arena. Luego se levantó del blanco pavimento de la calle y pasó junto al mago con pasos tranquilos. Llegó frente al guerrero, empujó tres veces la bola de tela y se sentó otra vez para contemplar a Caramon con la misma intensidad con que antes observara a su gemelo.
Earwig, nada dispuesto a quedarse al margen de las atenciones prodigadas por el gato a los hermanos, se agachó y acarició la piel azabache del animal. El gato no dio muestras de placer ni de desagrado; se limitó a lanzar una breve ojeada al kender, y su atención se centró de nuevo en el guerrero.
Caramon balanceó otra vez la bola para animarlo a que jugara con ella. Raistlin observaba la escena en silencio mientras sus dedos acariciaban la suave madera del bastón. Éste era el primer gato negro que veían en la ciudad de Mereklar, y él se disponía a invocar un hechizo para descubrir si el animal estaba poseído por algún espíritu; en caso afirmativo, significaría que el felino era el demonio sirviente de un nigromante.
No tuvo ocasión de llevar a cabo sus planes. En aquel momento, un carruaje abierto, tirado por dos caballos blancos, dobló la esquina de un callejón y subió calle arriba en medio de un sordo retumbar de cascos y ruedas. El escudo de armas plasmado en la puerta del carruaje era el mismo que aparecía en el estuche del pergamino.
—La Gran Consejera —susurró Raistlin, y le dio un codazo a su hermano.
Caramon oteó por encima del hombro. Earwig, con gran excitación, se bajó de la silla de un brinco. El gato negro se acurrucó y se escondió tras las piernas del kender.
—Párate aquí —ordenó una voz imperiosa.
El carruaje se detuvo frente a la taberna de hyava y una mujer se incorporó en el asiento. La textura y tonalidad de su piel rivalizaban con la susurrante seda blanca de los ropajes con que se ataviaba. Tenía el cabello castaño oscuro peinado en una gruesa trenza que enmarcaba la testa altiva. Rodeaba su esbelto cuello una cadena de oro de la que colgaba un ópalo de fuego. La mujer dedicó una mirada altanera a los tres compañeros.
—Soy la Gran Consejera Shavas. Os invito a cenar esta noche en mi casa.
Sin más preámbulos, dio la orden de partir, y el carruaje se alejó calle arriba en dirección a la mansión de la colina.
En la mente de los hermanos y del hombrecillo se grabó el eco de su voz profunda y sensual.
—Mi familia vive en Mereklar hace cientos de años —dijo la Gran Consejera Shavas.
Después de una suntuosa cena, la anfitriona los había conducido a la biblioteca de la mansión, donde se instalaron confortablemente; ella se sentó frente a la chimenea. La mujer sostenía entre las manos una gran copa de fino cristal en la que había escanciado un licor que aún no había probado.
Conversaba con los hermanos de manera fácil y relajada, como si los conociera de toda la vida. Las llamas del hogar danzaban a su espalda y creaban un juego de luces y sombras que realzaba el porte noble de su esbelta figura. Era bellísima, de una hermosura sin igual, y el timbre de su voz acariciante, como el suave discurrir de un arroyo.
No era de extrañar que ni Caramon ni Raistlin advirtieran la ausencia del kender.
—Vuestros antepasados habitaban en los alrededores de la ciudad, ¿no es así? —afirmó más que preguntó Raistlin, sentado cerca del calor del fuego.
También él tenía una copa de cristal entre los delicados dedos y, al igual que su anfitriona, no había probado la bebida. El mago sacrificaría su férreo autocontrol por el mero placer físico de paladear un licor. Se había despojado de la capucha y el resplandor de la lumbre se reflejaba en las pupilas, colmando su negrura con el fuego de las llamas.
—Sí, en efecto. Aunque no estoy muy segura del lugar exacto —respondió la Gran Consejera.
Raistlin advirtió que, aun cuando la mujer hablaba con los dos, era a él a quien miraba y, cosa sorprendente, sus pupilas no mostraban la repugnancia o el temor que veía con frecuencia en los ojos de las mujeres. Muy por el contrario, la expresión reflejada en los suyos era de admiración, de fascinación. La idea le produjo un estremecimiento en la sangre.
—Quizá en la biblioteca se halle alguna reseña que aclare esos orígenes —sugirió el mago, a la vez que trazaba un amplio arco con el brazo que abarcaba los cientos de volúmenes apilados en los estantes que cubrían las paredes. Acudió a su memoria el comentario de Yost acerca del contenido mágico de algunos tomos—. Si lo deseáis, os ayudaré en la búsqueda.
—Sí, me complacería mucho —dijo la Gran Consejera. Un rubor tenue tiñó la pálida tez. Bajó la mirada hacia la copa, pero al instante sus grandes ojos retornaron al rostro del hechicero.
Raistlin estudió a la mujer sentada frente a él. Había algo que no encajaba, algo que lo importunaba con insistencia y que requería su atención. No obstante, su mente, distraída por la deslumbrante belleza de la dignataria, era incapaz de captarlo. Tal vez se trataba de algo relacionado con la propia Shavas. Les había dicho mucho... y nada. De hecho, habían resultado más instructivos los comentarios de la gente de la calle. Intuyó que esta hermosa mujer ocultaba algo y que, fuera lo que fuese, sólo a él se lo revelaría. El mago lanzó una penetrante y significativa mirada hacia su hermano.
Caramon simuló no haber captado el mensaje. Había presenciado en muchas ocasiones el proceder de su gemelo con las personas. Sabía de sus constantes manipulaciones y maniobras, el modo en que dejaba caer una sutil indirecta destinada a unos oídos curiosos o interesados en el tema, mientras aludía a cosas que sólo sospechaba para llevar a su víctima a la confidencia de ciertas informaciones que más le hubiera valido mantener ocultas. Al guerrero, lo abochornaba esa imperiosa necesidad de su hermano por desplegar un predominio cognoscitivo sobre los otros. Por otra parte, Caramon no tenía el menor deseo de alejarse de la presencia de aquella hermosa mujer. No le había pasado inadvertido el hecho de que, aun cuando la conversación la mantenía con Raistlin, era a él a quien miraba de forma constante.
Por fin, Shavas rompió un silencio que empezaba a incomodarlos.
—Bien, maestro, ¿ayudaréis tú y tu hermano a la ciudad en esta grave crisis?
El hechicero extrajo el rollo de pergamino que guardaba bajo la túnica.
—Aquí dice que la retribución es «negociable». ¿Hasta dónde alcanzan los límites de tal negociación?
—La cifra fijada por el Consejero de Finanzas asciende a diez mil monedas de acero —informó Shavas.
Caramon se quedó boquiabierto. Aquella suma de dinero superaba con creces no sólo la paga obtenida por un solo trabajo sino la totalidad de cuanto había ganado en su vida. Lo asaltó un torbellino de ideas al imaginar lo que conseguiría con semejante suma. ¡Una posada! No, mejor una gran taberna con una chimenea inmensa en el centro del local, y una docena de habitaciones, y un establo en la parte trasera. En su mente se materializó una casa construida en lo alto de un vallenwood de Solace. La imagen le produjo tal excitación que se puso de pie y se paseó por la estancia de un lado a otro; absorto en tan halagüeño futuro, tropezó con los muebles y derribó una pequeña silla.
—Caramon, ¿dónde está Earwig? —preguntó Raistlin con un deje de irritación en la voz.
—No lo sé. Hoy no es mi turno de vigilarlo.
La noticia alarmó a la Gran Consejera, cuyo semblante adoptó una súbita expresión recelosa. Se volvió hacia el hombretón.
—¡No me gusta que deambule por mi casa! ¡Guardo muchas cosas valiosas que no debe tocar! ¿Serías tan amable de ir en su busca?
Caramon miró a la mujer a los ojos. Si en aquel momento le hubiese pedido que fuera al Abismo para buscar al dragón de cinco cabezas, la habría complacido.
—Desde luego. Encantado de serviros, señora.
El guerrero salió de la estancia por la puerta lateral, que cerró a sus espaldas con un golpe enérgico.
Raistlin se levantó de la silla y se apoyó sobre el Bastón de Mago, como si precisara de su soporte, aunque lo cierto es que no estaba más cansado que a primera hora de la tarde. Caminó hasta una de las estanterías de libros y se recostó contra ella. Sus ojos lanzaron fugaces miradas escrutadoras a los volúmenes. Cabía la posibilidad de que la sensación inquietante que lo dominaba tuviera su origen en los libros.
Los dedos dorados acariciaron los lomos de varios textos. Al retirar la mano, tenía la piel manchada de polvo y el mago contempló con el entrecejo fruncido la fina película gris de suciedad; el gesto puso de manifiesto su desagrado por semejante dejadez en el cuidado de los libros. Se frotó los dedos y el polvillo gris cayó sobre la alfombra.
—Hay algo que quisiera preguntaros, señora.
—Llámame Shavas, te lo ruego —susurró ella acercándose al mago.