—Además tengo hambre —protestó el kender a la vez que se frotaba la panza en un gesto de comprensiva camaradería.
La pequeña antorcha que llevaba en la mano brillaba con un resplandor constante, suave y amarillo; el ascua del extremo chisporroteaba de tanto en tanto. Ésta era la clase de antorcha preferida por el kender, y ningún aventurero que se preciara de tal salía de viaje sin unas cuantas en el equipo. Earwig tenía cinco cuando abandonó la celda y ya había consumido una, a pesar de que duraban un par de horas encendidas.
—¡Esto no tiene gracia y resulta aburrido! —gritó—. Quiero salir de aquí y quiero que sea ahora mismo. ¡Lo digo en serio! ¡No bromeo!
El sonido de su voz resonó en los túneles pero no por mucho tiempo y no muy lejos; de lo contrario Earwig no habría logrado nada con pararse en el sitio y gritar como un poseso para escuchar su propia voz reiterada cientos de veces contra los pétreos muros. Sin embargo, sufrió un desengaño al no recibir la respuesta del eco. Reanudó la marcha y giró a la derecha; poco después, atisbaba en el suelo los restos recientes de una antorcha consumida.
—¡He pasado antes por aquí! Voy en círculo.
Entonces, recordó lo que siempre le repetía su bisabuelo: «Cuando te encuentres en la aburrida situación de vagar sin rumbo fijo, gira a la izquierda una y otra vez». Earwig decidió seguir tan sabio consejo.
Los túneles y las pinturas y las líneas doradas, blancas y negras se sucedieron sin descanso, si bien el kender no les prestó atención, sólo centrado en mantener un ritmo constante. Después de dejar atrás muchos pasadizos, reparó de repente en que los dibujos se difuminaban y las líneas se aunaban hasta conformar una sola banda de tres colores.
—Te comprendo muy bien —dijo al desconocido artista—. También a mí me aburría ese diseño tan...
Earwig enmudeció y frenó en seco. La antorcha se escapó de entre sus dedos al alargar la mano hacia la pared para sostenerse. El pasadizo desembocaba de forma repentina en una sala subterránea, redonda y con el techo en cúpula. En las paredes, a intervalos regulares, ardían antorchas cuya luz no penetraba por completo a través de la niebla gris que flotaba en el aire.
—¡Vaya, al menos es distinto de los túneles! —exclamó animado.
Penetró en la sala y miró a su alrededor con curiosidad. La roca del suelo estaba pulida y en el centro de la cámara se alzaba un enorme estrado redondo de piedra, más alto que el kender.
—¡Caray, qué grande! —exclamó en tanto se acercaba. Sus manos acariciaron la superficie tersa, indemne—. ¿Para qué servirá? ¡Lo tengo! ¡La salida!
No lo era. Earwig rodeó la piedra circular y la golpeó con la jupak, al igual que hiciera en el calabozo, con el propósito de descubrir una puerta secreta o un acceso disimulado. Al no encontrarlo, examinó el resto de la sala.
Las antorchas, diez en total, estaban insertas en hacheros. Earwig trató de sacar una, pero no tenía fuerza suficiente para alzar la enorme tea de su soporte. La luz que emitían era mortecina, como la del sol en un día brumoso; no producían ni humo ni calor.
—Magia —sentenció después de asumir un aire de entendido. Le fastidió no poder llevarse una.
La cámara era pequeña, había poco que ver, y la única salida era el acceso por el que había llegado que, como muy bien sabía, conducía a una maraña de túneles. Los rugidos del estómago aumentaron de intensidad.
—¡Estoy discurriendo un modo para que salgamos, maldito gruñón! —reprendió el kender a la parte descontenta de su anatomía—. ¡Me concentraría mejor si me dejases en paz!
Earwig se recostó en el estrado. Frustrado, irritado, golpeó de manera inconsciente la piedra con el anillo de oro.
—¿Qué hago ahora? —inquirió en voz alta.
¿Quién llama?
Las palabras resonaron en su mente, siseantes como una serpiente que escupe veneno.
—¡Guau! —exclamó con asombro.
La luz de las antorchas perdió intensidad de forma paulatina, la niebla gris se tornó negra, las sombras se enseñorearon de la cámara.
¿Quién llama?,
insistió la voz.
—¡Yo! —chilló excitado—. Soy Earwig Fuerzacerrojos. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó cortés, tras una breve pausa.
En el pozo de oscuridad cernido sobre su cabeza surgieron puntos luminosos que giraban sobre sí. De repente, el kender cayó en la cuenta de que lo que contemplaba era la bóveda nocturna celeste de Krynn y que la constelación más destacada era...
¿Qué quieres de mí, Portador del Anillo?
—Tu tono no es muy amistoso —apuntó el kender, en caso de que a la voz le interesase tal circunstancia. Las estrellas no cesaban de girar a su alrededor y empezaba a marearse—. ¡Y eso que he recorrido un montón de túneles para...!
¿Qué quieres de mí?,
tronó la voz.
La confusión del kender crecía por momentos. En su opinión la experiencia era fantástica, con todas las estrellas que giraban y giraban; no obstante, su estómago no compartía su entusiasmo.
—Quisiera saber por dónde se sale.
¡A través del Portal!
—Estupendo, ya nos entendemos. ¿Dónde está el portal?
¡Sabes que no debo revelar su localización! ¡Eso los traería a nuestra puerta!
—Primero era un portal y ahora es una puerta. —El hombrecillo se sentía cada vez más mareado y se preguntó si no habría tomado más Ponche Especial de lo que pensaba.
¡Espera y no intervengas! ¡No interfieras o atraerás a los enemigos a nuestra puerta! ¡Lo descubrirían... Lo descubri...
Lo...
La voz perdió intensidad hasta convertirse en un susurro; por último, se desvaneció. Una tiniebla impenetrable, vacía, se cernió sobre el kender.
En medio del oscuro silencio se escuchó la quejumbrosa protesta de su estómago.
—¡Oh, cierra el pico! —instó con desamparo.
El anillo le quemaba la mano; se la rascó con tanta violencia que las uñas desgarraron la piel y enseguida sintió que algo caliente y pegajoso le corría por los dedos.
—¡Basta! —gritó desesperado—. ¡Basta! ¡Basta!
* * *
Un carruaje llevó a los gemelos hasta los límites de la ciudad, de la que salieron por la Puerta del Este.
—¡Idos con viento fresco! —espetó uno de los guardias.
—Y no regreséis —lo secundó otro.
—¿Cómo nos las arreglaremos para entrar después? —inquirió Caramon a Raistlin.
Este echó una fugaz ojeada sobre el hombro.
—No son más que cuatro, hermano.
—Es cierto. —El hombretón flexionó los músculos del brazo con que manejaba la espada.
Los gemelos se encaminaron en la dirección indicada por la camarera y, poco después, dejaron atrás la ciudad.
—«Jornada diurna, un mapa de amigo, y bonanza de tiempo; es cuanto ansío» —declamó una voz.
Caramon se giró velozmente a la vez que se llevaba la mano a la espada.
—Calma, hermano —lo apaciguó el mago.
Bast se encontraba recostado contra un árbol, con los brazos cruzados sobre el pecho. La sombra del cabello rizado caía sobre las facciones del hombre y confería a la oscura tez un tinte azabache.
—Eres muy instruido —dijo el hechicero en tanto plantaba el Bastón de Mago con firmeza en el suelo.
—Willians es uno de mis autores preferidos. —Bast se aproximó a los gemelos. Más que caminar, se deslizaba; sus pisadas eran silenciosas como la noche cuando se cierne furtiva sobre el mundo.
—¿Qué deseas? Y no respondas que ya lo sé —instó el mago con un tono cortante.
—Oh, pero es que es así. —El negro esbozó una sonrisa—. Os acompañaré a la cueva del hechicero.
El guerrero se puso tenso. Percibía con claridad la fuerza misteriosa que emanaba del extraño sujeto.
—No necesitamos la compa... —comenzó.
—De acuerdo, ven —lo interrumpió Raistlin, sin hacer caso de la manifiesta oposición de Caramon; de inmediato, reanudó la marcha mientras se cubría con la capucha roja.
En las fértiles tierras que rodeaban Mereklar, se extendían los campos de cultivo y árboles frutales, sembrados y plantados por los primeros habitantes de la ciudad. Trigo, maíz y otros cereales crecían en terrenos bien delineados y conformaban un mosaico de trazos regulares delimitados por macizos de arbustos. Sin embargo, no se divisaban campesinos en las tierras y los aperos yacían esparcidos por los alrededores como si hubiesen sido abandonados de manera precipitada. Los caminantes ignoraron tan inquietantes señales y prosiguieron por la calzada que arrancaba de la Puerta del Este, hasta llegar a las inmediaciones de un lago.
—Aquí nos desviaremos a la derecha —anunció Bast.
—Si a mi amigo le ha ocurrido algo malo, me encargaré de... —comenzó Caramon con vehemencia.
—Nada. No harás nada. —El hombre de negro se volvió hacia él, con las pupilas azules fijas en las del guerrero.
El aludido no osó discutir.
El sol llegaba a su cénit cuando los tres viajeros dejaron atrás los campos de cultivo y entraron en un bosque. Se detuvieron para observar la senda que corría entre los árboles y en la que se marcaban las huellas de animales y se amontonaban las hojas caídas en otoños anteriores. El aroma de savia y flores impregnaba el aire con su suave perfume.
Raistlin reanudó la marcha con determinación; bajo sus pies, crujieron trozos de ramas secas. Su hermano lo siguió; sus pasos resultaban más ruidosos que los del mago. Por el contrario, Bast fue tras los gemelos sin que sus pisadas sigilosas alteraran ni una sola brizna de hierba ni una hoja.
De improviso, el mago se detuvo y se acercó a un árbol. Se agachó y examinó la hierba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Caramon.
Raistlin arrancó una flor que crecía al pie del tronco y la alzó para que los otros la vieran.
—Un lirio negro.
El guerrero lo olió y encogió la nariz en un gesto de desagrado.
—Huele a... muerto.
El hechicero asintió con la cabeza y alargó la flor a Bast para que la examinara. El hombre no mostró ningún interés. Raistlin se encogió de hombros y, mientras sostenía el lirio con cuidado, abandonó la senda para internarse en la espesura.
—Por aquí —indicó el mago y miró a Bast—. ¿Correcto?
—La decisión es tuya —respondió el aludido—. No utilizo esta entrada. Sin embargo, tú deberías hacerlo, mago. Te resultará muy... interesante.
Raistlin parpadeó.
—¿Qué quieres de mí?
—Nada. O todo. Depende de lo que ocurra, ¿no te parece?
El mago pasó frente al hombre y se internó en la profundidad del bosque. Caramon siguió a su hermano y se encontró con una mancha oscura que se extendía por la verde alfombra del césped; los lirios negros formaban un camino bien delimitado. En la distancia, se divisaba la boca de la cueva, un círculo de rocas erguidas de manera que se parecía a la zarpa de un animal.
Raistlin se detuvo y escudriñó la pétrea formación.
—Bien, ¿a qué esperamos? —instó el guerrero en tanto daba un paso adelante.
El Bastón de Mago trazó un arco en el aire y se interpuso en su camino.
—Actuemos con cautela, hermano. Estamos ante la tumba de un nigromante —advirtió el mago en un susurro.
Los tres recorrieron despacio el camino negro; Raistlin a la cabeza, el guerrero después, y por último, cerrando la marcha, Bast. A pesar de ser mediodía, los rayos del sol quedaban atrapados en el espeso dosel de las copas de los árboles y los peñascos arcaicos. Una corriente de aire gélido fluía de la boca de la cueva. Caramon se frotó los brazos.
—Sólo ese condenado kender se metería en semejante lugar. ¡Los dioses lo confundan! Le estaría bien empleado que tuviera que arreglárselas por sí mismo. Supongo que entraremos, ¿no?
—¡Por supuesto! —Raistlin alzó el bastón y susurró:
«Shirak».
La bola de cristal sujeta por la garra dorada se iluminó, si bien el resplandor no llegó muy lejos en el sombrío interior de la cueva.
Caramon desenvainó la espada, pero el mago lo detuvo con la cabeza.
—El acero no servirá de mucho, hermano. Son otras las artes requeridas.
Raistlin se agachó para introducirse por la boca de la cueva e hizo gestos a los otros para que lo siguieran. La gruta no era muy larga; tampoco tenía mucha altura y a Caramon le resultó difícil erguir toda la envergadura de su corpachón. A despecho del comentario de su hermano, mantuvo fuera de la funda la espada bastarda sujeta a su espalda, y aferró la empuñadura con ambas manos.
A la luz del bastón, vieron que las paredes curvadas y el techo se extendían unos diez pasos antes de descender con suavidad hasta el suelo de tierra.
En medio de la gruta se
alzaba,
una réplica de Mereklar.
—¿Otra maqueta? —Caramon se agachó para observarlo con más detenimiento—. Es exactamente igual al que se encuentra en la mansión Brunswick.
—Exactamente, no —lo contradijo el mago.
El guerrero lo examinó otra vez y abrió los ojos de par en par.
—¿Dónde está la casa de Shavas? —Alzó la vista hacia su hermano. Lo asaltó un súbito frío, un temor creciente—. ¿Dónde está?
Raistlin se volvió hacia Bast.
—Sí, ¿dónde está la mansión Shavas? Quizá tú nos lo digas.
El hombre de negro negó con la cabeza.
—No. Yo no puedo. Pero él sí —dijo y señaló un punto indeterminado de la cueva.
Sopló una repentina ráfaga de viento, la oscuridad creció de manera paulatina, la luz del Bastón de Mago se amortiguó hasta desaparecer, velada por una mano invisible. En la zona posterior de la gruta, surgió una sombra que se materializó en la figura de un hombre envuelto en una túnica negra. Sus manos no eran más que huesos cubiertos de modo parcial por jirones de carne putrefacta. No había rastros de ojos en las cuencas huecas del cráneo, mas a Caramon no le cupo duda de que el hechicero muerto los veía.
El guerrero sintió que su garganta se constreñía como si unas manos espectrales e inclementes le presionaran la tráquea. Intentó moverse, acercarse a su hermano para protegerlo, pero sus miembros estaban paralizados, amarrados por ataduras invisibles.
Raistlin se aproximó al nigromante; el espectro alargó una mano y le rozó la frente con un dedo esquelético. El mago salió despedido hacia atrás con violencia y se estrelló contra la réplica de Mereklar.
Caramon se debatió con todas sus fuerzas en un intento desesperado por librarse de las invisibles ataduras que lo aprisionaban, pero su esfuerzo resultó vano. Sus piernas estaban sujetas por cadenas inmensas; sus brazos, caídos a los costados como si fueran de plomo. La mirada del guerrero buscó a Bast en una muda súplica de auxilio, pero el hombre de piel azabache se mostraba impasible; en apariencia, un espectador desinteresado.