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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (35 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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Raistlin se libró de los destrozados restos de la maqueta y se incorporó con dificultad. Una vez de pie, sostenido por el bastón, clavó las pupilas en el espectro, apretó los dientes y se encaminó de nuevo hacia él.

—Eres valiente, Túnica Roja, y ésa es una cualidad que admiro. Creo que tú y yo nos habríamos entendido muy bien. Mira a tu espalda.

El aludido se dio media vuelta. La réplica de Mereklar estaba intacta otra vez; de cada una de las tres puertas se extendían sendas líneas blancas, brillantes, que convergían en el centro de la maqueta, donde se alzaba una edificación rematada en cúpula. Las bandas de poder se prolongaban a lo largo de las murallas y conformaban un triángulo dividido en tres secciones.

Un sonido quejumbroso se alzó estridente en la gruta y se retorció como algo vivo que agonizara al influjo de una voz preñada de cólera.

—¡Atiende a mis palabras! Tú llevas la máscara de oro, pero alguien más se oculta tras una máscara de carne. No te dejes engañar, pues has columbrado su verdadera naturaleza. Ésa fue mi perdición y, si vacilas, será también la tuya.

El espectro se desvaneció. Raistlin se desplomó desmayado en el suelo. Caramon vio que Bast se inclinaba sobre el cuerpo inerte de su hermano y, libre del hechizo que lo paralizaba, se abalanzó sobre él.

Algo pequeño y peludo salió de las sombras y saltó sobre el guerrero. Sobresaltado, el hombretón retrocedió tambaleante y se golpeó la cabeza contra una roca. El brutal impacto le provocó un dolor lacerante en el cráneo; se derrumbó y quedó tendido en el suelo, aturdido, incapaz de realizar el menor movimiento. Escuchó unas voces débiles, amortiguadas...

—¿Acabo con ellos, mi señor?

—No. Aún pueden sernos útiles; siempre queda la alternativa de destruirlos luego. ¿El kender?

—Lo hemos perdido, mi señor.

—¡Os advertí que lo vigilaseis de cerca!

—Parecía inofensivo...

—Lo es. El anillo que lleva, no.

—¿Cuáles son vuestras órdenes, mi señor?

—Dejad que éstos se marchen. Tengo asuntos que atender en otra parte. No disponemos de mucho tiempo y aún quedan otros siete. No pierdas de vista a los gemelos.

—Sí, mi señor.

Caramon sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento. Se llevó la mano a la zona dolorida.

—¿Raist? —llamó a la vez que se sentaba.

Su hermano yacía inconsciente en el piso. Cerca del cuerpo inerte, un gran gato atigrado, enroscado sobre sí mismo, emitía un sonoro ronroneo.

20

—¡Raist!

El guerrero dedicó una mirada de desconfianza al felino y, sin apartar las pupilas de él, se inclinó sobre el mago.

—Raist, ¿te encuentras bien? —inquirió angustiado. Si la postración de su gemelo era producto de causas mágicas, no tenía idea sobre qué hacer para ayudarlo.

Un leve temblor agitó los párpados del hechicero; poco después, abrió los ojos y miró en derredor en un intento de recordar dónde se hallaba. El súbito reconocimiento lo hizo incorporarse como impulsado por un resorte.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?

—No mucho. Un par de minutos.

Las pupilas del mago recorrieron el perímetro de la cueva.

—¿Dónde está Bast?

—Se marchó, me imagino.

La voz del guerrero denotaba incertidumbre y temor al rememorar la conversación captada entre la bruma del aturdimiento, inseguro de haberla escuchado en realidad o de haberla soñado. Raistlin se cogió de su brazo.

—Ayúdame a ponerme de pie.

—¿Estás seguro? Quizá deberías reposar un poco más. ¿Qué te ocurrió? Ese hechicero...

—¡No hay tiempo para preguntas! ¡Ayúdame a levantarme! ¡Hemos de regresar a la ciudad!

—¿A la ciudad? ¿Cómo? ¡Nos impedirán cruzar las puertas!

—Es probable que entrar en Mereklar resulte más sencillo de lo que crees, hermano —dijo, sombrío, el mago—. Tal vez, demasiado sencillo.

* * *

Raistlin estaba en lo cierto. Las puertas se encontraban desiertas, desprotegidas; los guardias, al parecer, habían huido.

—Escucha, Caramon. ¿Lo percibes? —inquirió el mago con la cabeza inclinada hacia un lado.

—No, no oigo nada —respondió el guerrero.

—Exacto. La ciudad está sumida en el más completo silencio.

Caramon sintió los miembros atenazados por la sensación conocida como «el miedo del guerrero», y desenfundó la espada bastarda que portaba a la espalda. Aguzó el oído de nuevo, atento al menor sonido, y en esta ocasión sí captó algo, algo que se aproximaba hacia ellos con rapidez.

—¡Raist, corre! —gritó, a la vez que lo agarraba y tiraba de él mientras cruzaban las puertas, entraban en un callejón y se escondían detrás de un montón de barriles y cajones apilados.

Había reconocido el sonido, el rumor característico del terror y el odio, del impulso incontenible de destruir lo temido, lo incomprensible.

—¡Los encontraremos! ¡Primero lord Manion y ahora lord Brunswick!

—¡El hechicero viste túnica roja!

—¡El grandullón tiene más músculos que un caballo!

El populacho pasó en tropel ante el callejón. Raistlin, enfadado, frunció el entrecejo.

—No puedo perder tiempo. He de ver a Shavas.

—Pero..., ¡si dijiste que trató de matarte! —Caramon le clavó la mirada.

—No, hermano. Matarme, no. Verás, Caramon, creo que, por fin, empiezo a entender —dijo el mago con un suspiro.

—Me alegro, ¡porque
yo
sigo sin comprender una maldita palabra de todo esto! En fin, será mejor que nos pongamos en camino antes de que esos exaltados regresen.

—No, hermano, no
nos
pondremos en camino. Debo ir solo.

—Pero...

—Vuelve a El Granero. Quizá haya noticias del kender. Si lo que has escuchado en la cueva es cierto, es probable que se haya escapado. Caramon —Raistlin le echó una mirada de preocupación—, ¡guárdate del anillo que lleva!

* * *

Lady Masak cerró el libro de registro, incapaz de dominar el escalofrío causado por lo que había leído. Su mano temblorosa colocó el texto en el estante, entre otros de igual índole; las numerosas hileras de fechas grabadas en oro sobre los lomos brillaron a la luz del ocaso. Se sentó de nuevo y bebió un sorbo de té de la humeante taza.

La estancia era amplia y alargada y, en las pinturas y en las manchas, dominaban diferentes tonos de gris. Estaba ocupada en su mayor parte por una mesa que se prolongaba en toda su extensión. La única silla de la habitación era la ocupada por la consejera y Maestre de Bibliotecas y Archivos. Más de un millar de volúmenes abarrotaban las estanterías; se trataba del legado de los ciudadanos y los miembros del Cabildo de Mereklar desde que la ciudad fuera descubierta.

La mujer levantó la cabeza de repente y volvió la mirada hacia la calle que se divisaba bajo la ventana. Había oído algo, un grito o cosa parecida.

Lady Masak dejó la taza de té sobre el platillo y alargó la mano bajo el tablero de la mesa; de allí, extrajo un envoltorio triangular, de tela negra desgastada por los años. De entre los pliegues del paño, sacó una vara que balanceó sobre el índice. El extremo del artilugio presentaba una curva y en la madera oscurecida resaltaba un símbolo grabado a fuego. El otro extremo estaba rematado por una banda metálica carente de junturas, un anillo perfecto que dejaba al descubierto un agujero profundo, circular. La consejera recorrió con la mirada la estructura del artilugio y sonrió.

De improviso, se escuchó un ruido fuerte procedente del piso inferior. La mujer retiró la silla y en silencio cruzó la estancia. Al llegar a la puerta cerrada, pegó el oído a la hoja.

Un golpe brutal astilló la madera y una mano se disparó por el agujero para atenazarle la garganta. La mujer golpeó con el extremo metálico de la vara los dedos negros que la aferraban; el impacto quebró huesos y desgarró tendones. La mano, en apariencia bastante maltrecha, desapareció rauda por el hueco abierto en la puerta.

Lady Masak retrocedió y se parapetó detrás de la mesa. El más absoluto silencio reinaba al otro lado de la destrozada hoja de madera. La consejera alzó la mano, apuntó con el extremo metálico de la vara hacia el acceso y se concentró. Un deslumbrante rayo rojizo salió disparado del orificio, alcanzó la puerta y desintegró la madera; una nube sofocante de polvo y humo se expandió por el aire.

La mujer permaneció inmóvil en su posición, con todos los sentidos alerta a fin de captar la menor señal del intruso. De pronto, se escuchó un estruendo de cristales rotos a su espalda; intentó darse la vuelta, pero su reacción resultó demasiado tardía. El golpe, brutal, la lanzó contra la mesa; a pesar de los profundos surcos que hendían su espalda, abiertos por las afiladas garras, giró sobre sí misma y alzó el artilugio. Una nueva descarga carmesí surgió del orificio metálico, pero la pantera se apartó a un lado con un salto ágil. El rayo ardiente alcanzó los registros de la ciudad que empezaron a arder como yesca.

Lady Masak barrió la estancia con el haz llameante, concentrada en la vara a fin de transformar su ansia vehemente de matar en una realidad tangible.

Un segundo zarpazo contra su espalda la lanzó despatarrada al suelo. El artilugio escapó de su mano; llevada por la desesperación, alargó los dedos a ciegas en busca del arma, oculta tras la espesa cortina de humo y fuego propagada por la biblioteca. La puntera de una bota se estrelló contra su brazo, a la altura del codo.

La consejera aferró a su atacante por el tobillo y le propinó un brusco tirón que le hizo dar con los huesos en tierra. Aprovechando la momentánea desventaja de su oponente, buscó a tientas la vara, desesperada.

Un manotazo contra su barbilla le echó hacia atrás la cabeza, que chocó contra los estantes de la librería. Aturdida, trató de incorporarse. Una mano negra, con los dedos ensangrentados, la cogió por la nuca y la alzo en vilo. Las garras restallaron en el aire y le desgarraron la garganta.

Lady Masak se sostuvo sobre las piernas temblorosas y se aproximó tambaleante hacia la ventana, con las manos en torno al cuello, del que pendía un colgante en forma de cráneo de gato, con las pupilas de rubíes relucientes al resplandor de las llamas. La sangre se escurría a borbotones entre sus dedos crispados. Sacudió la cabeza una vez y esbozó un sonrisa, una mueca espantosa que quedó grabada en su semblante aun después de que se desplomó en el suelo.

El devastador incendio se había propagado por toda la estancia. Entre los remolinos del humo, salió una mano y se cernió sobre la vara caída en el piso. Los dedos acabados en garras quebraron el artilugio en dos y arrojaron los fragmentos de madera a las llamas purificadoras.

21

Las puertas de la mansión no estaban cerradas con llave y Raistlin giró el picaporte en silencio. Atravesó el vestíbulo y la sala de espera, y entró en la biblioteca. La Gran Consejera, ataviada con una túnica de seda blanca que dejaba al descubierto los hombros perfectos, se hallaba sentada frente al hogar y disponía las diferentes piezas de juego sobre la superficie cuadriculada en blanco y negro del tablero, colocado en una mesita auxiliar.

—Muy oportuno —susurró el mago, mientras cerraba la puerta tras de sí.

—Bienvenido, gran maestro. ¿Has tenido éxito en tu empresa?

—Al parecer, me esperabais.

—En efecto. Por favor, acomódate. —Shavas señaló la silla colocada frente a ella.

El hechicero hizo una breve inclinación de cabeza y se instaló en el asiento ofrecido. Las llamas del hogar se reflejaban en su tez y le otorgaban el aspecto de cobre bruñido.

—¿Una partida? —sugirió la mujer.

—Cuán parecidos somos, Gran Consejera.

—¿A qué te refieres? —inquirió Shavas, que a la vez preparaba sus piezas para el primer movimiento.

—Ambos tenemos los mismos gustos, los mismos deseos.

—¡Ah!

La dignataria alzó la cabeza. Su lacónica exclamación llevaba implícito un claro mensaje de entendimiento, de promesa. Su mirada era invitadora, su voz cálida, su cuerpo seductor, su rostro incomparablemente hermoso.

Raistlin tragó saliva con esfuerzo y se concentró en la colocación de sus propias piezas.

Observó interesado las manos de la dignataria. Los dedos le temblaban y de manera accidental tiró uno de los soldados de infantería.

—¿Os ocurre algo, señora?

Ella negó con un vigoroso cabeceo y apretó los labios en un gesto terminante; un ligero rubor tiñó sus pálidas mejillas.

—¿Quién mueve primero? —preguntó después.

—Yo. —El mago adelantó uno de sus soldados de caballería—. Admito que sorprende encontraros tan serena cuando vuestra ciudad se halla inmersa en el caos. ¿Qué lo ha motivado?

Shavas alzó la vista, sorprendida.

—¿No lo sabes? ¿Dónde has estado hoy? —La mujer movió uno de sus soldados a fin de contrarrestar el avance de su oponente—. A lord Brunswick lo asesinaron esta mañana y a lady Masak esta misma tarde, no hace..., no hace mucho.

—No podéis mover aún esa pieza.

—Lo siento. Estaba... distraída.

—¿Cómo murieron? —Raistlin adelantó otro soldado.

—Del mismo modo que lord Manion. Destrozados por un felino gigantesco.

El mago alzó del tablero uno de sus caballeros y lo situó al frente de sus líneas.

La Gran Consejera quitó un lingote pequeño de la balanza, que se inclinó un poco a favor del hechicero. Luego, colocó una barrera metálica tallada a semejanza de un seto frente al caballero de su adversario.

—Es mi turno de preguntar. ¿Has descubierto el motivo de la desaparición de los gatos?

Raistlin desplazó su caballero alrededor del seto para reanudar el acoso; acto seguido, equilibró los platillos de la balanza al quitar uno de los lingotes que situó junto a la figura.

—No, no lo he averiguado —respondió al cabo—. ¿Poseéis alguna otra información que facilite la investigación?

Shavas hizo una pausa antes de contestar y se llevó los dedos a los labios en actitud pensativa. Un momento después, abrió un cajón inserto en el tablero, sacó un soldado de infantería protegido con una armadura más sólida y lo situó frente al campeón del mago, a dos casillas de distancia.

—Es tarde para abrigar esperanzas en una causa perdida —opinó la mujer.

Al mago no le pasó inadvertido el tono de alivio implícito en su sentencia.

»Y bien, maestro, ¿cómo has pasado el día de hoy?

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