El animal se desplazó hacia la izquierda, en círculo, con movimientos lentos; Brunswick giró sobre sí mismo sin perderlo de vista. Hombre y bestia se estudiaron con cautela, con las pupilas relucientes. De repente, el consejero se abalanzó sobre el animal con la intención de aferrarlo por el cuello, pero el felino era muy veloz; lo esquivó con agilidad y saltó sobre su espalda.
El consejero luchó con desesperación y echó los brazos hacia atrás en un intento de librarse de la pantera; no obstante, el felino había lanzado su ataque y el feroz zarpazo encontró la nuca del caballero; las garras abrieron jirones sangrientos que deberían haber matado al hombre en aquel mismo instante.
El consejero se desplomó, pero alcanzó con la mano la vara abandonada sobre el suelo. Se produjo un estallido luminoso, rojo y deslumbrante, y la pantera, cogida por sorpresa, se derrumbó de costado. El caballero, de cuyas heridas manaba un líquido marrón rojizo, se incorporó y estrechó los ojos, con la mirada concentrada en el enemigo caído a sus pies. Un nuevo fogonazo de luz chamuscó el pelaje del lomo del animal. El felino no emitió sonido alguno, si bien la dolorosa sacudida le había devuelto la conciencia y se arrojó de nuevo sobre su contrincante; sin embargo, Brunswick había desaparecido de manera súbita.
La pantera rastreó la arboleda y oteó en derredor. Caminaba despacio, con la cabeza hundida entre los hombros en una actitud de furia contenida. Se agazapó un instante al atisbar a su enemigo; lo acechó inmóvil, en silencio, hasta el momento en que se lanzó sobre él. Las garras delanteras se clavaron hondo en el brazo del consejero en el mismo instante en que éste lo alzaba con la vara apuntada hacia la pantera. La extremidad destrozada quedó insensible y la varilla se deslizó de los dedos inertes.
El hombre, llevado por la desesperación, sujetó al animal por el cuello con el brazo sano, mas la pantera se liberó con facilidad. Agazapada, tensas las patas posteriores, reunió fuerzas para el ataque definitivo; un instante después, se arrojó sobre la garganta del consejero. Los colmillos, largos y blancos, centellearon.
Un alarido, un sonido escalofriante de carne desgarrada. Un colgante empapado en sangre —un cráneo de gato tallado en plata con pupilas de rubíes— rodó por la hierba.
—¿Conocéis a Dizzy Lengualarga, el kender que arrojaba su jupak con tal maestría que la vara retornaba a su mano? Bueno, pues veréis, cierto día un minotauro apostó con Dizzy a que era incapaz de lanzar la vara alrededor del contorno de un bosque y Dizzy contestó: «Apuesto el oro que guardo en mi bolsa contra ese aro ensartado en tu nariz a que consigo que mi jupak circunvale el bosque y regrese a mi mano». El minotauro accedió, pero advirtió a Dizzy que si fracasaba, se lo zamparía de postre. Por supuesto, Dizzy aceptó las condiciones.
Earwig hizo una pausa a la espera de que alguno de sus compañeros de celda articulara el comentario oportuno, algún «¡Guau! ¡Qué interesante!», o «¡Me muero de impaciencia por oír lo que ocurrió!», pero nadie pronunció una sola palabra. El kender suspiró resignado y reanudó el relato.
—Dizzy retrocedió cien pasos para tomar impulso y efectuó el lanzamiento. ¡La jupak salió disparada por el aire en medio de un zumbido ensordecedor! Dizzy y el minotauro aguardaron durante horas, pendientes del menor sonido que anunciara el regreso de la vara. Transcurrido un día entero, el minotauro dijo: «Bien, muchacho, serás la guinda de mi pastel», a lo que Dizzy respondió...
Un súbito dolor lacerante en la parte posterior de los globos oculares le hizo perder el hilo de la narración. En verdad, era una sensación interesante en extremo, ya que las palpitaciones de las sienes eran tan desmesuradas que parecía que la cabeza le estallaría en pedazos en cualquier momento.
Sin embargo, tras reconsiderar el tema, el kender llegó a la conclusión de que podía pasarse muy bien sin aquel dolor por muy interesante que fuera.
Earwig alzó las manos para frotarse los ojos, pero no le llegaban hasta ellos a causa de las cadenas atadas a las muñecas. Detalle, por otra parte, que también contenía su pizca de emoción.
—Estoy prisionero en una celda oscura y húmeda, localizada, con toda seguridad, a decenas de metros bajo tierra, y vigilada por miles de guardianes armados hasta los dientes... Una situación que siempre deseé experimentar.
Disfrutó de lo lindo durante una hora, más o menos, pero después...
—¿Sabéis una cosa? —preguntó a sus compañeros de calabozo, a quienes apenas distinguía en la penumbra. (Uno de ellos, por cierto, sufría una calvicie galopante)—. Esto no es ni la mitad de divertido de lo que había imaginado.
A decir verdad, a despecho del aliciente que suponía el dolor de cabeza y las cadenas en las muñecas, Earwig se aburría terriblemente. Y, como todo el mundo sabe, no hay nada más peligroso que un kender aburrido.
—¡Caray, muchachos! No sois muy charlatanes, ¿verdad? —exclamó Earwig, escudriñando la oscuridad.
No obtuvo más respuesta que un rítmico goteo de agua, e incluso ese sonido monótono cesó por un momento, como si aguardara a que el reciente huésped de la celda añadiera algún otro comentario. No tardó, sin embargo, en reanudar su golpeteo regular, indiferente a la conversación del kender.
Earwig suspiró y tiró de las cadenas. Había examinado las cerraduras, pero no había descubierto nada debido a la profunda oscuridad reinante.
—De todas formas, tampoco sería capaz de abrirlas. Se quedaron con mis herramientas. —El hombrecillo se indignó al recordar la afrenta sufrida—. Desde luego, no es justo. Se lo diré cuando salga de aquí.
Las cadenas eran bastante gruesas y pesadas, e incluso dudaba de que Caramon, su fortachón amigo, consiguiera romperlas al primer intento. Además, el suelo estaba frío y húmedo, y hacía rato que estornudaba sin parar. Las paredes eran de roca sólida y, en apariencia, inmunes a cualquier clase de herramienta. Recordó al tío Saltatrampas, que proclamaba ufano que se había escapado de una celda tras abrir un túnel con una cuchara. Dicha cuchara había alcanzado la categoría de reliquia sagrada para el pueblo kender.
—Me pregunto qué habría hecho él si se encontrara en mi situación —comentó Earwig en voz alta, con la loca esperanza de escuchar una respuesta. Nunca se sabía en qué momento el tío Saltatrampas aparecía de repente.
Mas, por lo visto, no era una de esas ocasiones.
Earwig no tenía la más remota idea de cuánto tiempo llevaba en ese agujero. Sólo sabía que debía salir pronto; de lo contrario, su mente se marcharía y lo abandonaría a su suerte.
—¿Por qué no me contáis alguna historia, chicos? Cualquier relato o anécdota que no conozca. ¿Y bien? ¿Qué me contestáis? —instó a sus compañeros de calabozo.
Silencio. Earwig frunció el entrecejo. La situación le colmaba la paciencia. Buscó en los bolsillos por enésima vez con la esperanza de hallar algo que lo ayudara a escapar o, al menos, le sirviera de entretenimiento.
—Un pañuelo y un puñado de pelusas; este otro, vacío; y éste también; la ruleta indicadora de dirección y nada más.
Frustrado, alargó el brazo encadenado para que girara la flecha de la ruleta. Al efectuar el movimiento, sintió que algo le rozaba el antebrazo derecho, a la altura del bolsillo interior de la manga.
—¡El dardo! —exclamó, a la vez que abría el escondrijo donde guardaba el proyectil—. No os preocupéis, muchachos. ¡Saldremos de aquí en un abrir y cerrar de ojos! —animó a sus silenciosos compañeros de celda—. Esto tiene gracia, ¿sabéis? Alguien trató de matar a Caramon con un dardo igual, y ahora éste nos ayudará a escapar de aquí, estemos donde estemos —parloteó, con el propósito de mitigar la impaciencia que sin duda dominaba a sus vecinos de calabozo.
Mientras hablaba, Earwig introdujo la punta afilada del dardo en la cerradura del grillete. Recordó vagamente la voz de Raistlin que le decía que el proyectil estaba envenenado, pero ese pequeño detalle carecía de importancia en ese momento. En cualquier caso, mejor morir que permanecer sentado mano sobre mano.
Hurgó con la punta afilada en el agujero de la cerradura mientras mantenía la yema del dedo pegada al metal; muy pronto, tocó el primer rodete. Con movimientos suaves y diestros salvó el segundo y el tercero, sobrepasó el cuarto y, un instante después, sintió que una punta afilada le rozaba la piel de la muñeca.
—¡Ya está!
El mecanismo de la cerradura cedió con un leve empujón. Algo suave —polvo, tal vez— se desprendió del dardo y cayó sobre su piel, pero en su estado de excitación no lo advirtió. Guardó el proyectil en el bolsillo secreto, apartó las cadenas y se puso de pie con aire triunfal.
—¡Muy bien, muchachos! ¡Llegó vuestro turno!
Durante un breve y maravilloso instante, Earwig creyó que se desmayaría a causa del espantoso dolor de cabeza, pero el mareo desapareció enseguida y la intensidad de las palpitaciones remitió en parte. El kender recorrió la celda a ciegas, tambaleante, con los brazos extendidos frente a él. Sus manos chocaron contra un muro cubierto de moho.
—¡Tranquilo, Calvete, voy!
Siguió la pared a tientas hasta que sus pies chocaron contra unas cadenas esparcidas sobre el piso.
—¡Ah, aquí estás! —exclamó a la vez que se agachaba y tanteaba en busca de los grilletes—. ¿Por qué no me dijiste dónde te encontrabas para orientarme?
Su mano se cerró, no en torno a la carne de una muñeca, sino sobre huesos, huesos mondos y lirondos de alguien muerto mucho tiempo atrás.
—Ahora entiendo por qué no te entusiasmaste con la historia de Dizzy —dijo Earwig, con cierto alivio. Había pensado que estaba perdiendo sus aptitudes de narrador—. Bueno, Calvete, con tu permiso, me marcho. No quiero ser descortés, pero la verdad es que resultas un compañero muy aburrido.
Earwig recorrió otro trecho de la celda a tientas y unos momentos después pateó un objeto, largo y blando, que yacía en el piso cerca de la pared. Se puso en cuclillas y sus manos rozaron una pieza alargada de madera, una vara que le era muy familiar.
—¡Mi jupak! —chilló alborozado.
Alargó las manos y tocó sus saquillos. Tras revolver a ciegas en los bártulos, descubrió que todas sus posesiones se encontraban allí, incluidos el yesquero y una antorcha pequeña. A los pocos instantes, una llama dorada y brillante iluminaba el calabozo.
Earwig miró a su alrededor. Había otros cuatro esqueletos encadenados a las paredes, además del que encontrara momentos atrás. Al parecer llevaban «alojados» en la celda un tiempo bastante largo, pensó el kender, si bien lo que en realidad le llamaba más la atención eran las paredes decoradas con dibujos y pinturas, trazos dorados sobre el negro granito.
—¡Más historias! —suspiró arrobado, en tanto las examinaba—.
Hace mucho tiempo el mundo era... uno... y perfecto —comenzó a interpretar al tiempo que seguía los trazos con el índice—.
Después, ocurrió algo y surgieron las guerras. Luego, vino la calma y todos se sintieron felices, pero en realidad no lo eran. Entonces... ¡sobrevino el Cataclismo! —conjeturó ante la representación de una gigantesca montaña de fuego que se precipitaba desde el cielo—.
¿Y más tarde qué? Volvemos atrás y un tipo vestido con una túnica roja construye una gran ciudad de piedra blanca. No, no suena acertado. Veamos, un tipo con una túnica negra convence con engaños al de la túnica roja para que construya la ciudad de piedra blanca. Entonces, el de rojo crea la ciudad y otro individuo que viste túnica blanca lo ayuda desde atrás.
Earwig retrocedió un paso a la vez que se rascaba la cabeza con desconcierto. La primera parte de la historia resultaba fácil de interpretar si se seguían los dibujos en líneas verticales de arriba abajo, pero más adelante cualquiera de las imágenes que miraba se ramificaba en cientos de direcciones, por el techo, sobre el suelo, a lo ancho de las paredes; incontables líneas doradas conectadas con un triángulo inmenso. Al analizar el curso de los trazos áureos, llegó a un estilizado dibujo de un gran ojo realizado en rojo, blanco y negro, que lo observaba con fijeza desde el muro opuesto al triángulo. Todas las líneas doradas convergían en este símbolo.
—Como historia no vale mucho —opinó el hombrecillo encogiendo la nariz—. La trama no conduce a un desenlace definido.
Earwig se cargó los bártulos a la espalda y los ajustó de manera que no lo estorbaran y que el peso le cayera sobre los hombros. Se dispuso a abandonar la celda, mas de repente reparó en la falta de un detalle primordial para que su plan de huida no fracasara.
—Una puerta. ¡No hay puerta! ¿Cómo demonios se sale de aquí? —inquirió el kender, enfurecido—. ¡Un momento! Tal vez exista un acceso secreto; ¡tengo que dar con él!
Recobrado el buen humor, Earwig recorrió las paredes a la vez que las golpeaba con la jupak palmo a palmo; la vara de madera levantó ecos en la quietud del calabozo. Comprobó de manera sistemática los muros de esquina a esquina, atento al repicar parejo, monótono; de pronto, el choque de la vara contra la piedra produjo un sonido diferente, hueco.
—¡Aquí está!
Empujó con todas sus fuerzas; sin embargo, el bloque pétreo no se movió ni un centímetro.
—Quizá no sea esto —concluyó, recostado contra el muro para descansar—. ¡Gua... uuuu!
Una sección de la pared giró sobre unos goznes ocultos y el perplejo, pero entusiasmado kender, se precipitó de bruces en el piso de la estancia contigua.
* * *
—¡Despierta, Caramon!
Unos dedos delgados se cerraron con fuerza sobre el brazo del hombretón, que al instante se encontraba de pie y alerta, impulsado por el instinto del guerrero que responde antes con el cuerpo que con el cerebro.
—¡Estoy dispuesto! —gritó a la vez que sus manos buscaban las armas de manera instintiva.
—Tranquilo, hermano. Baja la guardia..., por ahora. Vístete.
Caramon, todavía adormilado, miró a su alrededor y descubrió que se hallaba en la cómoda habitación de El Granero y no en un campamento militar atacado por una horda de goblins.
—Claro, Raist. —Sacudió la cabeza aturdido; había dormido unas pocas horas. Dame un par de minutos para lavarme y...
Raistlin golpeó el piso con el extremo metálico de su bastón con tanta fuerza que los candiles de las paredes temblaron.
Caramon, sobresaltado, miró a su gemelo. Unos surcos profundos de dolor y agotamiento marcaban el rostro dorado; un destello colérico de quien ha sufrido un ultraje centelleó a través de los párpados entrecerrados. El guerrero se vistió deprisa y se ajustó las armas como si se preparara para una batalla inminente.