Caramon, tras observarlo durante un momento, se fue a la cama.
* * *
El hechicero se hallaba tan absorto en el trabajo que no advirtió que se abría la puerta.
—Caray, Raistlin, trasnochas mucho. ¿Te sientes mejor?
La voz del kender lo sobresaltó. Levantó la vista, irritado por la interrupción.
—Te has dado prisa —susurró, al tiempo que reanudaba los apuntes y dibujos.
—Oh, el guardia me llevó en el carruaje. No es que lo supiera, pero deduje que se encaminaba de regreso al parque, así que me subí de un salto en la parte trasera del vehículo y nos pusimos en marcha. Es mucho más divertido que viajar en el interior. Cuando llegamos al parque, se celebraba una reunión importante. Todos los miembros del cabildo estaban allí, y la Gran Consejera Shavas...
—¿Shavas? —Raistlin levantó una vez más la cabeza.
—Sí. —Earwig soltó un bostezo que estuvo a punto de desencajarle las mandíbulas—. Le dije que habías perdido el saquillo. Me ayudó a buscarlo, pero no logramos dar con él. No obstante, encontré algunos otros, por si te interesaban.
El kender extrajo de los bolsillos un buen número de saquillos —la mayoría con dinero—, y los arrojó sobre la mesa. Junto a las bolsas había un pergamino pequeño, enrollado y atado con una cinta roja.
—¿Qué es esto? —inquirió el mago a la vez que lo levantaba.
—Ah, pertenece a lady Shavas. Me encargó que se lo entregara a Caramon.
Raistlin echó una fugaz ojeada al lecho donde su hermano yacía dormido. Después desató la cinta y desenrolló el papel.
Cenaremos juntos mañana. En un lugar discreto que sólo yo conozco; allí estaremos a solas. Mi carruaje te recogerá al anochecer.
Shavas.
El hechicero dejó caer la nota como si le quemara las manos.
Entretanto, Earwig había preparado su petate para acostarse.
—Ah, por cierto. Me enteré de algo más —dijo entre bostezos—. El guardia lo comentaba con uno de sus compinches. Ese hombre, el que ha sido asesinado, ¡no tenía corazón!
Raistlin estaba inmóvil, con los ojos fijos en la nota.
—Era muy afortunado —susurró.
* * *
Cuando Caramon despertó, encontró a su hermano dormido sobre la mesa, con la cabeza apoyada sobre los libros y la mano posada sobre el sextante en un gesto protector.
—¿Raist? —El guerrero le sacudió con suavidad el hombro.
El mago dio un respingo y se incorporó con brusquedad.
—¡Aún no! ¡Todavía no ha llegado la hora! Tengo que cobrar fuerza...
—¡Raist!
El hechicero parpadeó y miró a su alrededor mientras se preguntaba dónde se hallaba. Luego, al reconocer la habitación, cerró los párpados y suspiró.
—¿Te encuentras bien? ¿Has dormido algo en toda la noche?
—Muy poco —admitió Raistlin—. Pero no tiene importancia. Ahora conozco el momento exacto.
—¿El momento de qué?
—De la conjunción de las tres lunas. —La voz del hechicero carecía de inflexiones. Tenía los ojos hundidos y bajo los párpados se le marcaban unos profundos surcos oscuros—. Disponemos de un día, una noche, y otro día más. Mañana, cuando la oscuridad sea más insondable, la alumbrará el Gran Ojo.
—¿Qué haremos?
—Buscaremos a los gatos. Es imposible que se hayan desvanecido de la faz de Krynn así, sin más. Una vez que los encontremos, estará en nuestras manos la clave del misterio.
—Y esta noche...
Caramon articuló las palabras de mala gana, con la esperanza de que su gemelo hubiese olvidado las instrucciones de la noche precedente o que tal vez hubiese cambiado de parecer. El corpulento guerrero no se imaginaba que aquella mujer encantadora y majestuosa aceptara de él una cita galante y que se aviniera a compartir una velada romántica. Estaba seguro de que se le reiría en la cara.
Su gemelo señaló un rollo de pergamino atado con una cinta roja.
—El kender lo trajo anoche, cuando dormías. Es de Shavas.
Caramon notó que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Tomó el papel, lo desenrolló y lo miró. No era preciso leérselo a su hermano; sabía con absoluta certeza que Raistlin lo había hecho la noche anterior. Carraspeó para aclararse la garganta. Debería sentirse satisfecho, regocijado, pero no era así.
—Parece como si... nos hubiese leído la mente.
—¿Verdad que sí? Despierta a Earwig, lo necesito —dijo el mago, y se puso de pie.
—¿Para qué? —Caramon estaba perplejo.
Raistlin le dedicó una mirada perspicaz.
—Digamos que necesito saber dónde está... y dónde no.
El guerrero, sin alcanzar a comprender las palabras de su hermano, se encogió de hombros y fue a despertar al hombrecillo.
* * *
Caramon no tenía la más remota idea sobre dónde y cómo buscar a los gatos, excepto que recorrieran las calles con cualquier cuerda o juguete que les llamara la atención y gritar «¡Toma, misi, misi! ¡Aquí, gatito!». Además, otras cosas lo preocupaban más. Las calles, hasta ahora tan vacías, estaban abarrotadas de gente que comentaba el crimen de la noche anterior; sin embargo, enmudecían en el momento en que veían la roja túnica del mago. Enseguida reanudaban la charla, con una diana sobre la que enfocar sus miedos.
—La magia mató a nuestro consejero... ¡Nadie había sido asesinado hasta que el hechicero llegó a la ciudad!... ¡Es probable que también haya matado a nuestros gatos!
Caramon recorría la calle con paso firme, con la mano sobre la empuñadura de la espada, y dirigía miradas desafiantes a los que osaban levantar la voz en exceso, en un reto manifiesto a que osaran avanzar hacia su hermano. Ya fuera por el halo de misterio que envolvía al hechicero, o por la amenaza del fuerte brazo y el afilado acero del guerrero que lo acompañaba, nadie se les acercó. La muchedumbre se dispersó por los callejones o se amparó en las sombras de los umbrales de las casas. No obstante, Caramon escuchó unos murmullos amenazantes y advirtió el odio reflejado en los semblantes por todos los lugares por los que pasaban.
Habían recorrido un kilómetro desde la hostería El Granero a lo largo de una de las tres avenidas principales de Mereklar, cuando Raistlin se detuvo.
—Ahora, las instrucciones. Earwig, sé un conjuro que nos llevará al paradero de los gatos, mas, para realizarlo, preciso de un saquillo de ciertas hierbas:
nepeta cataria.
Cuando lo encuentres, reúnete con nosotros en la hostería.
El kender se echó sobre el mago y se aferró a él con tanta fuerza que casi lo derribó.
—¡No! Por favor, no me alejes de ti. ¡Deseo estar a tu lado! Tengo... miedo, si no estoy contigo.
—¡Eh, suéltale! —gritó Caramon mientras apartaba a Earwig de su hermano—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Los kenders jamás se asustan por nada!
—¡No me eches de tu lado, Caramon! —Earwig atenazaba el brazo del guerrero a despecho de los esfuerzos del hombretón por librarse de él—. ¡Por favor! Me portaré bien...
Raistlin metió la mano en uno de los bolsillos de la túnica y sacó un puñado de pétalos de rosa que derramó sobre la cabeza del kender como una lluvia suave.
—
Ast tasarak sinuralan krynawi —musitó.
Earwig soltó un bostezo y se restregó los ojos.
—Me marchaaaaa... —Los dedos del hombrecillo soltaron el brazo de Caramon. En un instante, se desplomó en la acera, hecho un ovillo.
—¿Qué le ocurre? —El hombretón se arrodilló junto al cuerpo de su amiguito.
—Se encuentra bien, hermano. Duerme.
De hecho, Earwig roncaba con placidez.
»Cógelo en brazos y acuéstalo sobre ese banco, no vaya a ser que alguien lo pise —ordenó Raistlin—. Y ahora, tú y yo, solos, iniciaremos la búsqueda.
Los ojos del mago se posaron en el anillo de Earwig Fuerzacerrojos. Caramon procedió conforme a las indicaciones de su hermano. Dejaron al hombrecillo apaciblemente dormido a la puerta de una taberna de hyava.
—¿Qué le pediste que te trajera? Tenía un nombre muy raro.
—
Nepeta cataria
. —El mago esbozó una sonrisa—. Hierba gatera.
Los hermanos prosiguieron calle adelante; aparentaban mirar los escaparates de las tiendas y almacenes. Pero todos los establecimientos estaban vacíos y las contraventanas de las casas, cerradas. La gente se había lanzado a la calle, ansiosa de compartir su pánico con los demás.
—Parece una ciudad sitiada —apuntó Caramon.
—Exacto. Es debido a la misma razón: el miedo. Fíjate. Ni un solo gato. Por ninguna parte —agregó Raistlin.
El guerrero miró a su alrededor.
—¡Tienes razón! ¡No hemos visto ni uno! ¿Han desaparecido todos?
—Lo dudo. Más bien, deduzco que se esconden. Ellos también tienen miedo.
Caramon se preguntó hacia dónde se dirigían. Al parecer, Raistlin tenía muy claro su punto de destino puesto que caminaba sin la menor vacilación. El guerrero lo comprendió cuando divisó el parque, el mismo donde habían asesinado a lord Manion la noche anterior. No se veía una alma por los alrededores; los habitantes de la ciudad eludían la zona como si se encontrara infectada por la peste.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó con intranquilidad, pues compartía el sentimiento de rechazo de los ciudadanos hacia aquel lugar.
Su hermano no le respondió y prosiguió la marcha hasta llegar cerca de un banco. Apoyado en el bastón, observó con detenimiento la hierba pisoteada.
Caramon, más nervioso a cada momento, extrajo de un bolsillo la bola de tela que le regalara Maggie y jugueteó con ella en un intento de sustraerse a los pensamientos lóbregos que le rondaban en la cabeza. Mas pensar en Maggie le recordó a Shavas. Por lógica, debería estar ansioso e impaciente por que llegara la noche; ¿qué hombre no se sentiría así ante la perspectiva de hallarse a solas con una mujer tan hermosa y deseable? Pero, agazapada en un rincón de su cerebro, la idea de que engañaban a la mujer, de que la utilizaban, no lo dejaba en paz y enturbiaba cualquier expectativa placentera. Era un peón en una jugada de distracción, nada más. La idea le desagradaba, y había decidido informar a Raistlin que no acudiría a la cita, cuando sintió un tirón suave en la mano.
Bajó la vista y se encontró con el gato negro que, sentado en las patas traseras, jugaba con el amuleto y lo empujaba de un lado a otro.
—Hola, amiguito —saludó Caramon, en tanto se agachaba para coger al animal.
El felino se escabulló a un lado, con las orejas gachas y la cola retorcida. El guerrero se encogió de hombros, tomó asiento en el banco y cerró los párpados frente a la deslumbrante claridad del día. El gato se restregó contra sus piernas.
—De acuerdo, te haré unos mimos —dijo.
El gato dio media vuelta y echó a andar, aunque con la cabeza torcida hacia atrás para observar al hombretón con ojos relucientes. Caramon sacudió la cabeza.
—Qué animal más raro.
Raistlin pareció salir de un sueño y contempló al felino con atención.
—¿No es el mismo gato que nos acompañaba anoche, el que se subió a tu hombro?
—Imagino que sí. Es el único gato negro que hemos visto en la ciudad.
—Quiere que lo sigamos —dijo el mago, después de mirarlo unos momentos.
—¿Cómo lo sabes?
El animal corrió y luego regresó a la carrera hacia Caramon. El guerrero adelantó un paso y el felino corrió otra vez.
—Veamos adónde nos lleva —decidió Raistlin.
Dando un rodeo por el parque, el gato los condujo hacia la zona occidental de la ciudad. Los precedía varios metros y justo cuando pensaban que lo habían perdido de vista, el animal se detuvo y los esperó sentado con paciencia. Cuando los gemelos llegaron a menos de medio metro, reanudó la veloz carrera en la misma dirección.
—¿Dónde crees que nos conduce? —se interesó Caramon.
—¡Si lo supiera no lo seguiríamos! —exclamó Raistlin.
Los hermanos recorrieron calle tras calle y llegó un momento en que incluso el mago se perdió en el laberinto de callejones, avenidas y travesías. Cada vez que los gemelos se acercaban a menos de un metro de él, el gato corría para mantener las distancias, pero se cuidaba de que en ningún momento lo perdieran de vista. No maulló ni una sola vez, no produjo el menor sonido, pero no cesó de observarlos con aquellas pupilas que reflejaban la luz del sol con la misma fuerza radiante que el orbe de cristal del Bastón de Mago.
Caramon, sin perder el paso, alzó la cabeza al cielo.
—Es casi mediodía. Espero que lleguemos pronto adonde nos lleva.
—Intuyo que estamos cerca. El gato ha aumentado la velocidad de la carrera.
—¿Reconoces esta parte de la ciudad?
—No. Y presumo que tú tampoco.
El guerrero negó con la cabeza. Recorrían un bulevar flanqueado de edificios de comercios y viviendas con aspecto de deshabitados. Las basuras se amontonaban en los callejones que separaban las manzanas de casas y les otorgaban un aspecto de enormes heridas infectadas. Incluso la piedra blanca de la ciudad parecía gris, vieja, ajada.
—Esto es muy raro. —Raistlin se quitó la capucha, a la par que dirigía una mirada escudriñadora a las ventanas oscuras.
—Sí. Este sitio está muerto. —Caramon habló en un tenso susurro, aun cuando no se veía a nadie por los alrededores.
—Una zona muerta que jamás fue enterrada. Mira, nuestro amigo ha encontrado lo que nos quería mostrar.
El gato negro escarbaba la tapa de una alcantarilla situada junto a la acera de la derecha. Los gemelos se aproximaron cautelosos al felino, que en esta ocasión no escapó como había hecho antes, sino que prosiguió rascando y arañando a la vez que lanzaba un áspero maullido.
—Quiere que nos metamos ahí —comprendió Raistlin—. Levanta la reja, Caramon —ordenó después de apuntar con el índice la tapadera.
El guerrero miró a su hermano con inquietud.
—¿Meternos en una alcantarilla? ¿Estás seguro, Raist?
El animal maulló con más fuerza.
—¡Haz lo que te digo! —siseó el mago.
El hombretón se agachó y aferró la tapa metálica con ambas manos. Los músculos se tensaron, el rostro enrojeció y las facciones se endurecieron en un gesto de concentración y esfuerzo. Poco después, la pesada reja chirrió al alzarse unos centímetros, y el guerrero la arrastró hacia un lado.
El gato clavó en los gemelos una mirada intensa, giró la cabeza para otear un segundo hacia la calle y volvió de nuevo las pupilas hacia ellos. Sin previo aviso, el animal saltó al hueco abierto en el pavimento y desapareció en el oscuro interior.
Caramon se enjugó el sudor de la frente, con la vista clavada en las impenetrables tinieblas del agujero. Era como mirar el Abismo. Se le antojó que percibía el reptar de unas garras gélidas que se abalanzaban sobre él para atenazarlo y arrastrarlo al reino de los muertos. Se estremeció de pies a cabeza y por instinto retrocedió un paso.
—¿De verdad nos meteremos ahí?
Raistlin asintió en silencio; las facciones del rostro dorado estaban rígidas. Al parecer, también a él lo afectaba la misma impresión que a su gemelo. No obstante, dio un paso hacia el agujero.
—Yo iré primero —dijo Caramon.
El guerrero se aproximó contra su voluntad al borde del orificio. Se arrodilló, respiró hondo varias veces y se introdujo en el hueco. La oscuridad se tragó primero sus piernas, luego el torso, y por último la cabeza.
Raistlin recogió los vuelos de la túnica y se dispuso a descender a los subterráneos de Mereklar.
* * *
—¡Eh, tú! O bebes algo, o te marchas.
Earwig abrió los ojos y se encontró con el rostro airado del dueño de una taberna que lo miraba con cara de pocos amigos.
—No queremos vagabundos ni merodeadores.
—No soy ni lo uno ni lo otro —protestó indignado el hombrecillo—. Echaba un sueñecito. Sin embargo, no recuerdo haber dormido siesta desde que era un kender muy pequeño —agregó después, al tiempo que se sacudía unos pétalos de rosa enredados en el copete—. Claro que anoche me acosté tarde, y eso lo explicaría. ¿Dónde se habrán metido Raistlin y Caramon?
En un primer momento, a Earwig le inquietó sobremanera la posibilidad de no encontrar a sus amigos, mas el desasosiego se desvaneció pronto y dio paso a una alegre despreocupación que no sentía desde hacía días. También se había esfumado la vocecilla irritante que resonaba de manera persistente en su cerebro y que le ordenaba hacer esto o aquello, y con ella, la amenaza de que si no obedecía sus instrucciones, lo arrastraría a algún lugar en donde no existían cerraduras que manipular, ni saquillos que descubrir, ni gente con quien hablar; es decir, un sitio de eterno aburrimiento.