Lord Brunswick, el propietario de la mansión, fue el segundo en aparecer. Cruzó la estancia con pasos mesurados y se sentó junto a Shavas. Su semblante carecía de expresión y manifestaba una rígida actitud oficial. Otro caballero, lord Alvin, hizo acto de presencia. Se acomodó frente a lord Brunswick en tanto dedicaba una mirada torva en dirección a Raistlin.
Otro grupo de consejeros y consejeras franquearon las puertas dobles de la estancia. Un hombre de corta estatura, pelo oscuro y bigote tomó asiento junto a lord Brunswick. A la izquierda de Alvin se acomodó otro hombre, larguirucho y desgarbado.
Entró una mujer. Llevaba el cabello peinado muy tirante, sujetos los tiesos mechones con un prendedor de plata. La acompañaba un hombre de aspecto impasible que vestía un jubón gris, calzas y una camisola del mismo tono, aunque más oscuro. Debajo del ojo, en la mejilla izquierda, tenía una pequeña cicatriz, y se peinaba el cabello oscuro hacia un fado.
Otros tres personajes hicieron su entrada en la sala. Dos eran hombres. Uno de ellos se cubría con una túnica amplia de color marrón que señalaba su calidad de clérigo de alguna secta religiosa. El otro llevaba un peto de armadura realizado en acero, y unas grebas de cuero. La tercera era una mujer, ataviada con una larga túnica azul. Portaba un amuleto, pero el emblema quedaba oculto.
Shavas se levantó de la silla.
—Raistlin Majere, Caramon Majere, Earwig Fuerzacerrojos, os presento al Cabildo de Mereklar: Lord Brunswick, Consejero de Agricultura y nuestro amable anfitrión. Lord Alvin, Consejero de la Propiedad. Lord Young, Magistrado Supremo. Lord Creole, Consejero de Trabajo. Lady Masak, Maestre de Bibliotecas y Archivos. Lord Wrightwood, Consejero de Finanzas. Lord Cal, Comandante de la Guardia. Lady Volia, Consejera de Bienestar Social. Lord Manion, Consejero de Asuntos Internos... —Shavas hizo un alto—. ¿Dónde está Manion?
Los consejeros miraron a su alrededor.
—Lo ignoro. Estaba enterado de la reunión; yo mismo se lo comuniqué —dijo Alvin con acritud.
—Nunca se retrasa. Esto no me gusta. —Shavas se mordió el labio inferior. Una línea quebró la tersura marmórea de la piel de su frente. Raistlin advirtió que los delicados dedos de una mano se crispaban.
—Tal vez deberíamos esperar —sugirió el mago, a la vez que se ponía de pie.
—No... no. No demorará mucho, estoy segura —respondió la dignataria quien, con un evidente esfuerzo de voluntad, asumió una expresión más relajada.
—Como gustéis, Gran Consejera.
—Disculpa, Shavas —intervino lord Cal—. Quisiera hablar contigo y con los otros miembros del cabildo. En privado.
Los consejeros hicieron un aparte en un extremo de la sala; sus voces llegaban hasta Raistlin en murmullos incomprensibles. El mago, al estudiar a los mismos que antes le habían observado a él, llegó a la conclusión de que no confiaba en ninguno. La experiencia adquirida en previos acuerdos alcanzados en el pasado con otros dirigentes le había enseñado que las alianzas entre los de su clase solían resultar tan intangibles como peligrosas.
«El que cae en los hilos de la intriga no tarda en servir de alimento a la araña», citó para sí el proverbio de Eyavel, el gran revolucionario político.
Se preguntó acerca de qué estarían discutiendo; cuando consideraba la posibilidad de acercarse con disimulo para captar algún retazo de la conversación que le diera una pista, una risita estridente le trajo a la memoria algo importante que había planeado. Alargó su descarnada mano dorada por detrás de Caramon, aferró al kender por la pechera de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—Earwig, ¿reconoces a alguno de estos hombres? ¿Alguno de ellos trató de matarte en la taberna?
El hombrecillo negó de inmediato con un enérgico cabeceo.
—No, Raistlin. Pero si lo deseas, les puedo preguntar si saben quién...
Las pupilas del hechicero centellearon a la par que la mano apretaba su presa.
—Si dices una sola palabra, te convertiré en figura de cristal y te arrojaré desde lo alto de un acantilado.
—¿En serio? ¿Te tomarías tantas molestias por mí? —Earwig, muy conmovido por la generosa oferta del mago, posó su mano sobre los dedos delicados para estrecharlos con afecto.
—¡Aaay! —El hechicero apartó raudo la mano—. ¿Qué has hecho? ¡Me has quemado!
—¡Nada! ¡Te juro que no he hecho nada, Raistlin! —protestó Earwig, que se miraba su propia mano con total desconcierto.
El hechicero lo aferró por la muñeca. Al levantarla para observarla mejor a la luz de una lámpara, descubrió el sencillo anillo de oro en el dedo anular.
De inmediato, echó una fugaz ojeada en derredor para cerciorarse de que nadie los miraba. Los consejeros continuaban inmersos en sus asuntos y ninguno se había percatado del incidente.
—Earwig, ¿de dónde has sacado este anillo? —inquirió en un susurro.
—¿Anillo? ¡Ah, te refieres a éste! Lo encontré por ahí. Creo que se le cayó a alguien —replicó el kender con desparpajo.
Raistlin sostuvo el dedo que portaba la joya y musitó un simple sortilegio. El aro de oro empezó a emitir un resplandor, como si reflejara una luz de fuente desconocida.
—Magia —sentenció el hechicero y, acto seguido, procuró extraer el anillo del dedo del hombrecillo.
—¡Ay! ¡Detente! ¡Me haces daño! Oye, ¿dijiste que mi anillo es mágico? —instó Earwig con ansiedad. Raistlin soltó la joya y el kender se frotó la mano.
—No, Earwig. Dije «magia». Qué trágica pérdida para quien haya extraviado tan valioso anillo...
—¡Por favor, basta de discusiones! Iniciemos la sesión. —La voz de Shavas, más tensa de lo normal, interrumpió al mago. Cuando todos los presentes en la estancia regresaron a sus respectivos asientos, prosiguió—. Esta asamblea del Cabildo de Mereklar difiere de cuantas se han celebrado hasta la fecha. Nuestra ciudad peligra y el destino del mundo se ha convertido en materia de controversia. Hemos solicitado el concurso de los hombres que tenéis ante vosotros para que nos ayuden en esta grave crisis —dijo, señalando con un gesto de la mano a los compañeros—. Tenéis la palabra para realizar las preguntas que consideréis oportunas.
—Resulta una coincidencia en extremo curiosa el hecho de que sea precisamente ahora cuando aparece un mago en escena. ¿Quién nos asegura que no es él la causa del problema? ¡Todos conocemos las constantes conspiraciones de los hechiceros, encaminadas a dominar el mundo! —exclamó lord Alvin al tiempo que apuntaba a Raistlin con un dedo acusador.
—¡Repito, Gran Consejera, que no lo necesitamos, ni a él ni a sus negras artes! —lord Cal se sumó a la protesta—. La guardia de la ciudad se encargará del asunto. ¡Sólo nos hace falta un poco más de tiempo!
—Os ruego moderéis vuestra actitud, lord Alvin. Carecéis de pruebas sobre las que basar vuestra acusación. Y vos, lord Cal, mostraos más respetuoso con nuestros invitados —ordenó Shavas—. No me cabe la menor duda de que si lord Manion se encontrara entre nosotros, estaría de acuerdo con las medidas que he tomado.
—Disculpad, señores, por mi actitud ofensiva —se disculpó lord Alvin, aunque las palabras sisearon al salir a través de sus dientes apretados.
Por su parte, lord Cal se encerró en un hosco mutismo y por un momento pareció que abandonaría la sala a todo correr; sin embargo, se doblegó ante la gélida mirada que le lanzó Shavas.
—El mago está aquí sólo por las diez mil monedas de acero —declaró lord Brunswick.
—No. Muy por el contrario, Raistlin Majere ha declinado cualquier clase de recompensa.
Cogidos por sorpresa, los consejeros intercambiaron miradas atónitas. Caramon, tan estupefacto como ellos, contempló a su hermano con incredulidad.
—Entonces, espera obtener algún otro provecho —sentenció él Consejero de la Propiedad en un susurro apenas audible.
—He de recordaros, lord Alvin, que de acuerdo con la tradición los servicios de un hechicero son gratuitos durante el Festival del Ojo. —La voz de Raistlin salió de las profundidades de la capucha con la que se cubría el rostro.
—Y yo quisiera recordaros, «maestro», que el festival no es más que una celebración infantil; ¡ni leyendas ni historias cambiarán tal circunstancia! Decidnos el verdadero motivo de vuestra presencia aquí... ¡si es que os atrevéis! —se mofó el consejero.
—¡Lord Alvin! —gritó Shavas, atónita—. ¡Puesto que lord Manion no está aquí para imponeros silencio, os expulsaré de esta asamblea si persistís en semejantes exabruptos!
—Agradezco vuestra intervención, Gran Consejera —dijo Raistlin, a la par que se levantaba del asiento con deliberada lentitud, sin soltar de la mano el Bastón de Mago—. No obstante, el consejero está en su legítimo derecho al formular su pregunta. El motivo que me induce a permanecer en vuestra ciudad es el gran interés que ha despertado en mí. Jamás había visto un lugar en el que concurrieran tantas maravillas y haré cuanto esté en mi poder para ayudaros. Nosotros, los túnicas rojas, no practicamos las artes oscuras de nuestros hermanos que visten los ropajes negros. Nosotros sólo buscamos la luz del discernimiento y el incremento de nuestra sabiduría.
—Si comprendí bien, queréis decir que os daréis por bien pagado con la experiencia que saquéis de este trabajo, ¿no es así?
Era la consejera Volia la que se dirigía al mago. La mujer, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, observaba con detenimiento sus reacciones.
—Sois muy perspicaz, señora. Tanto mis compañeros como yo consideramos edificante socorrer a aquellos que lo precisan sin que nos mueva la ambición de una burda recompensa material —contestó Raistlin con actitud modesta.
Caramon sabía que su hermano mentía. Jamás había rechazado una oferta de dinero. Entonces, ¿por qué les decía eso? ¿Qué tramaba en realidad?, se preguntó el guerrero. Al mirar a la Gran Consejera, que en ese momento contemplaba a su gemelo con admiración manifiesta, Caramon adivinó la respuesta. El amargo sentimiento de los celos lo embargó.
El silencio se había apoderado de la estancia; la frase del mago los había cogido por sorpresa y no reaccionaban. Sin embargo, al guerrero no le pasó inadvertido que tanto lord Alvin como lord Cal no estaban convencidos y mostraban una actitud desconfiada. Por el contrario, era obvio que los otros consejeros y consejeras cambiaban poco a poco de opinión.
—¿Cómo iniciaréis la investigación? —inquirió lady Masak.
Raistlin se volvió hacia la dama e hizo una leve reverencia.
—Disculpadme, señora, si me abstengo de descubrir mis métodos. No acostumbro discutirlos en público.
Las palabras del hechicero provocaron un alboroto; todos los consejeros empezaron a hablar, o a gritar, a la vez. Caramon refunfuñó por lo bajo, cansado de permanecer en el mismo sitio durante tanto rato, y se removió inquieto en el sillón.
Earwig se rascaba la mano con gesto ausente; la zona de la piel en contacto con el anillo había adquirido una tonalidad rojiza y se le había irritado de tanto frotársela.
—¡Esto no puede continuar así! —gritó Shavas, al tiempo que hacía una seña con la mano a lord Cal—. ¡Ve a buscar a Manion!
El Comandante de la Guardia abandonó la sala.
* * *
El consejero Manion se cubrió los hombros con la capa y ajustó los cierres del cuello, unidos entre sí por una cadena de oro trenzada como una cuerda. Se dio media vuelta a fin de comprobar si todo estaba en orden en el vestíbulo principal; satisfecho del resultado, apagó la lámpara, salió al exterior y cerró la puerta con una llave grande de bronce.
La mansión Manion guardaba una gran semejanza con las de los otros dirigentes de Mereklar. Era un edificio de planta rectangular, construido con la piedra blanca, con ventanales que jalonaban todos los muros. No obstante, el aspecto de la casa daba una sensación de dejadez. El Consejero de Asuntos Internos no era un hombre acaudalado. Corría el rumor de que había dilapidado su herencia con mujeres y en las tabernas. No disponía de carruaje propio, aunque por fortuna la mansión Brunswick estaba bastante cerca y podía llegar a pie.
Lord Manion caminó calle adelante en dirección al centro de la ciudad. Tras recorrer un trecho de la población, el trayecto elegido por el caballero cruzaba por un parque público. Mientras andaba, alzó la vista al cielo y observó las estrellas y las lunas. La contemplación de los círculos casi completos de Solinari y Lunitari lo hizo sonreír.
Pronto, pensó. Muy pronto.
En el profundo silencio de la noche, las pesadas botas negras del caballero levantaban ecos en las losas blancas de la acera. Los habitantes de la ciudad se encerraban en el refugio seguro de sus hogares y habían atrancado las puertas a causa del vago y desconocido terror exterior.
El caballero sonrió y sacudió la cabeza, divertido por la estupidez de sus conciudadanos. Entonces, de manera imprevista, cuando giraba en una esquina, escuchó un gruñido sordo.
Manion volvió la vista al tramo de la calle que había dejado atrás. Las burbujas mágicas de luz alumbraban la acera sin dejar resquicio a las sombras. No vio nada sospechoso y reanudó la marcha, aunque de tanto en tanto echaba fugaces ojeadas sobre el hombro.
Se escuchó de nuevo el gruñido, más cercano en esta ocasión; el caballero percibió asimismo un suave rumor de pisadas. En lugar de detenerse y dar media vuelta para ver de qué se trataba, Manion aceleró el paso. Las botas repicaron con más fuerza sobre el pavimento. Por fin, alcanzó el parque y respiró más tranquilo. La arena suelta del sendero amortiguaba el sonido de sus pasos y los altos árboles le servían de cobertura. Ya no escuchaba las pisadas de su perseguidor.
El caballero sudaba y respiraba de manera entrecortada, jadeante. Se agazapó tras un árbol, con la espalda apretada contra la áspera corteza del tronco, y desenvainó una daga de hoja larga y afilada punta curvada. Su mano crispada se cerró en torno a la empuñadura recamada de joyas. Aguardó en su escondrijo, quieto y silencioso como la propia noche que lo rodeaba, alerta, contando los latidos de su corazón, aguzando los sentidos de la vista y el oído al máximo de su capacidad.
No escuchó nada, no vislumbró nada. Lord Manion suspiró aliviado.
De pronto, un brazo le rodeó el cuello y le golpeó la cabeza contra el tronco del árbol, al tiempo que una mano aferraba la daga y la arrojaba entre la maraña de un arbusto cercano; quedó inmovilizado y desarmado en una única maniobra tan veloz como efectiva.