En aquel momento se dio cuenta de lo que sujetaba entre las manos.
—¿Qué estoy haciendo?
Con el rostro arrebolado por la vergüenza, regresó raudo hasta la mesa con el propósito de dejar en su sitio el chal de seda negra que había acariciado. De pronto, a su espalda, una vocecilla se escuchó aguda.
—¿Qué tienes en la mano, Caramon?
—¡Nada! —gritó, girándose hacia el kender, que lo observaba sonriente.
—¿Qué es eso? —inquirió Earwig mientras alargaba la mano hacia la mesa.
—¡No lo toques! —le advirtió el guerrero—. Pertenece a... a la Gran Consejera.
—Ah, vale. —El kender se encogió de hombros.
—¡Vamos, Earwig, salgamos! No deberíamos encontrarnos aquí. —El guerrero adoptó una actitud severa, aunque no consiguió sentirse inocente y se adelantó al hombrecillo en su afán por abandonar la estancia cuanto antes.
Earwig lo siguió, pero de repente le llamó la atención una caja pequeña colocada sobre una de las mesas.
¡Cógeme! ¡Cógeme!
—¿Cómo? —Earwig hizo un alto y miró la caja con asombro.
—¡No he dicho nada! —bramó Caramon, que en su afán por abandonar el cuarto había tropezado con un enorme biombo y luchaba a brazo partido con el mueble para que no se cayera.
¡Cógeme! ¡Cógeme!
—¡Desde luego! —rió el kender, que cogió raudo la cajita y la metió en uno de sus innumerables saquillos.
—¡Earwig!
El guerrero, que por fin había logrado enderezar el biombo, aguardaba junto a la puerta. Utilizaba de nuevo «esa Voz»; por lo tanto, Earwig se apresuró a alcanzarlo, y ambos salieron del cuarto. El hombretón cerró la puerta con suavidad.
—¿Qué te ocurre, Caramon? —se interesó el kender, al advertir el rostro arrebolado del guerrero y su respiración más agitada de lo normal.
—¡Nada! ¡Déjame en paz! —ordenó el aludido mientras se alejaba a zancadas por el corredor.
¡Ábreme! ¡Ábreme!
—¡Vaya! ¡Qué cosa tan extraordinaria! —exclamó el alegre kender al tiempo que buscaba la cajita en el saquillo.
A decir verdad, no existía ninguna razón para no abrir la caja delante de Caramon, pero a Earwig lo dominó un súbito deseo de guardar para sí mismo el maravilloso descubrimiento y que su amigo no fuera partícipe del hallazgo. Aminoró la marcha y dejó que Caramon se le adelantara. Cuando los separaba una distancia prudente, abrió el cierre y la tapa quedó suelta. El interior de la cajita guardaba un sencillo anillo —un aro liso de oro, carente de gemas o filigranas—, que reposaba sobre el fondo de terciopelo rojo. Earwig frunció el entrecejo con desencanto; esperaba algo más interesante. Después de todo, la caja le había hablado.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó el guerrero en ese momento, después de frenar en seco para enfrentarse al kender—. ¿Detrás de una cortina?
Earwig ocultó la caja bajo la túnica.
—¿Cortina? ¡No estaba detrás de ninguna cortina! ¿A qué te refieres?
—¡Oí que me llamabas desde esa habitación! Por consiguiente, en algún sitio estabas escondido; si no te hallabas tras el cortinaje, tal vez estuvieras dentro de un armario.
El kender sacudió la cabeza con expresión perpleja.
—No sé de qué me hablas, Caramon. ¡Entré allí para buscarte!
El guerrero contempló a su compañero con evidente escepticismo. Luego se encogió de hombros, sacudió la cabeza y exhaló un hondo suspiro.
—Esta extraña casa me ha hecho oír e imaginar cosas raras. ¿Dónde has estado entonces?
—Bien, pues conozco Solace, y Thelgaard, y Ergoth del Sur, y...
—¡Me refiero a aquí, a la mansión! —gritó Caramon, exasperado.
—¡Ah, bueno! ¿Por qué no hablas más claro? —Earwig se dio una palmada en la frente y alzó los ojos al techo, como si lamentara las pocas luces de su compañero—. Hay una habitación realmente fantástica, repleta de plantas que crecen en el interior.
—¿Plantas? —reiteró Caramon—. ¿Estás seguro de que hay plantas dentro de una habitación?
—Sí. Hace calor y hay mucha humedad, por cierto.
—Ajá. Ahora me dirás que existe una estancia secreta, oculta en alguna parte.
—¡Vaya! ¿Cómo lo adivinas...?
—¡En nombre del Abismo, Earwig! ¡No inventes cuentos e historias fantásticas! —El pasillo desembocó en el vestíbulo principal—. Vamos, será mejor que nos reunamos con Raistlin.
—De acuerdo, Caramon.
Earwig se puso el anillo en un dedo y sonrió con alegría.
* * *
—Caramon y tú sois gemelos, ¿no es cierto? —preguntó Shavas, desde el otro lado de la pequeña mesa a la que estaban sentados.
Raistlin levantó la vista del tablero de juego que tenía frente a él, sorprendido por la observación de la dignataria. En el transcurso de la velada, no se había hecho mención alguna al respecto.
—No imaginaba que tal circunstancia resultara obvia —replicó con sequedad.
—Admito que no guardáis una gran semejanza física, pero tú y tu hermano sois más parecidos de lo que suponéis.
—Permitidme que ponga en duda que hayáis llegado a esa conclusión gracias a vuestras dotes de observación, innegables por otra parte. Más bien me inclino a pensar que el mismo informador por quien os enterasteis de nuestra intención de venir a Mereklar os facilitó también ese dato.
—Por favor, no te enfades, Raistlin —pidió la dama, y lo miró con aquellos espléndidos ojos que no envejecían—. Bajo la terrible amenaza que pende sobre la ciudad, como Gran Consejera que soy, debo indagar los designios de todos los que entran en Mereklar.
Por supuesto, tenía razón y, a regañadientes, Raistlin lo admitió sin evitar despreciarse por su suspicacia y presunción. Todo por ese maldito carácter que lo impelía a dominar e imponerse sobre todo y sobre todos... a despecho de que en sus labios aún conservaba el dulce sabor de los de la mujer.
El tablero de juego era un bloque de un metal gris inidentificable, de varios centímetros de grosor, cuyos lados tenían el largo de un antebrazo. La superficie se dividía en cuadros alternativos de plata y ébano. El mago alargó una mano y desplazó dos cuadros a la izquierda y uno adelante la figura de un hombre montado a caballo.
—Excelente movimiento, pero conozco bien esa táctica —sonrió la dignataria.
Acto seguido, tomó de una balanza situada a un lado de los jugadores una pieza de oro —un pequeño rectángulo en uno de cuyos extremos sobresalía un cubo—, y la añadió a un reducido montón de otras iguales que tenía apiladas. Los platillos de la balanza se inclinaron hacia el mago. Shavas movió una de sus figuras —un hombre con un gran escudo y una lanza— y la situó frente al caballero de Raistlin, entre otros dos caballeros plantados en la misma fila del tablero. A continuación, colocó una gruesa barra de metal bajo sus hombres, con lo que formó una barrera que impedía el avance del jinete del mago.
El hechicero desplegó otra de sus piezas —una torre— tras sus hombres de caballería, y después cogió una barra del lado de la balanza más próxima a él; los platillos se ladearon un poco, aunque continuaron inclinados a su favor. Luego quitó del tablero la barrera y las tres figuras de su oponente, y adelantó un cuadro a su caballero.
—También yo conozco
bien
esa táctica —dijo Raistlin, reclinado contra el respaldo de la silla; con ojos calculadores, estudiaba el tablero.
Su estrategia había obligado a Shavas a gastar una magia importante —representada por los lingotes de oro— y a desplazar una pieza del lado del tablero donde él concentraba el grueso real de fuerzas a la espera del momento propicio; de igual modo, la había forzado a sacrificar tres soldados de caballería, una fortificación, y ventaja en la partida con su maniobra de distracción.
Shavas se reclinó también en la silla, y leyó el indicador de la balanza que se inclinaba a favor de su oponente, para comprobar la cantidad de magia que le restaba.
—Has realizado un movimiento excelente, maestro.
—Gracias. Practico este juego hace tiempo.
La puerta se abrió de golpe y chocó contra la pared. Caramon y Earwig entraron en la biblioteca de manera ruidosa.
—Lo encontré —anunció sin necesidad el guerrero.
—¿Encontraste a quién? ¿A mí? Pero si no me había perdido, ¿o sí? ¿Me había extraviado, Raistlin? —inquirió curioso el kender.
El mago, que no había apartado la vista de Shavas, advirtió que los ojos de la mujer se clavaban en Earwig. Entre los párpados entrecerrados, las verdes pupilas despidieron un destello. Raistlin echó una fugaz ojeada al hombrecillo y reparó en el amuleto, que hasta entonces había pasado inadvertido y que colgaba ladeado de modo que el cráneo del gato centelleaba a la luz de la lumbre. Volvió raudo la mirada hacia la Gran Consejera, pero el rostro de la mujer era una máscara inexpresiva.
«Sin duda lo he imaginado», pensó el hechicero, al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda.
—Has tardado mucho. ¿Qué te ha entretenido? —demandó lacónico, a fin de no manifestar su estado de ánimo.
—Oh..., nada. Estuve... Fui de un lado a otro en busca de Earwig; eso es todo —balbució el guerrero, con los ojos clavados en el tablero de juego—. «Hechiceros y Guerreros.» Nunca se me ha dado bien ese juego.
—Mucha gente tiene dificultad para dominarlo, Caramon —apuntó Shavas con voz sosegada.
—Supongo que no soy bastante inteligente para planear estrategias a largo plazo —confesó el hombretón.
Los ojos de la dignataria se encontraron con los suyos. En ellos el guerrero leyó que la mujer admiraba a los hombres que estaban por encima de jueguecitos estúpidos. Sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas.
—¡Eh! ¡Estas piezas son iguales a las que guardo en mi saquillo! ¿Quieres verlas? —chilló el kender.
Earwig saltó de forma atolondrada sobre un sillón y chocó contra el guerrero, quien, al perder el equilibrio, se tambaleó y dio un empellón al tablero de juego. Las piezas rodaron en todas direcciones.
—¡Eres un torpe botarate! —se enfureció el mago.
—Lo... lo siento, Raist —se disculpó Caramon, aturdido por el estropicio. Iba a añadir algo, pero lo olvidó ante la mirada de la dignataria.
—No tiene importancia —intervino Shavas, con una sonrisa dirigida al guerrero—. De cualquier modo, reanudaremos la discusión sobre el asunto que nos ocupa. Tu hermano y yo nos entreteníamos un rato en espera de tu regreso, nada más.
Su mirada le decía a Caramon que había contado cada minuto de su ausencia. El guerrero jamás había conocido a una mujer tan fascinante, tan seductora. No entendía cómo había permanecido alejado de ella tanto tiempo. Era por este lugar..., esta mansión tan extraña.
—De todas formas, ¿qué te ha entretenido? ¡A buen seguro no tardaste tanto en encontrar al kender! —instó el mago.
—Repito que no me había perdido —reiteró Earwig con una actitud de seriedad—. En todo momento supe dónde me hallaba. Si hubo alguien que se perdió, ése fue Caramon. Le encontré en... ¡aug! ¡Eh, ten cuidado!
—¿Cómo? Oh, lo siento, Earwig. No era mi intención sentarme encima de ti. —Caramon sacó al kender de debajo de su corpachón y se desplazó al otro extremo del sillón, cerca de su hermano.
La Gran Consejera aguardó paciente a que todos sus invitados estuvieran instalados antes de reanudar la conversación.
—Como sabéis, el bienestar de Mereklar depende de los gatos que habitan en la ciudad. Nos protegen del mal que existe en el mundo exterior. Las profecías...
—Las hemos leído —interrumpió Raistlin—. Aunque tal vez nos aclararéis quién las creó.
—Lo lamento, pero lo ignoro. ¿Puedo proseguir? Recientemente, los gatos empezaron a desaparecer. Nadie sabe el porqué. Nadie sabe adónde se han ido. Los habitantes de la ciudad temen por sus vidas. Creen en las profecías, ¿entendéis? Los aterroriza la idea de que el fin del mundo esté próximo. ¿Conocéis los orígenes de esta ciudad? —La mujer se dirigió a los tres compañeros al hacer la pregunta.
—Algo hemos oído al respecto, pero quizá podáis aclararnos ciertos detalles que desconocemos —respondió Raistlin.
Shavas esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.
—Nadie conoce con certeza su origen, salvo que, al parecer, sobrevivió indemne al Cataclismo. Por desgracia, no ocurrió otro tanto con sus habitantes. Cuando las gentes que vivían en las comarcas vecinas llegaron a Mereklar huyendo del caos desatado en el mundo, se encontraron con que todos los edificios estaban vacíos. Sus habitantes, si es que alguna vez existieron, habían desaparecido.
—¿Qué queréis decir con «si es que alguna vez existieron»?
—Hay quien cree que Mereklar es contemporánea del Cataclismo, que no existía antes de la hecatombe. Absurdo, lo admito, pero creí conveniente mencionároslo. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Con el tiempo, algunas familias asumieron la dirección de la ciudad, y ayudaron al resto en la organización de una convivencia en común en el nuevo asentamiento.
—¿Una de esas familias era la vuestra? —inquirió Raistlin.
—Exacto. Todos mis antepasados han sido consejeros, miembros del cabildo que dirige y guía todos los asuntos de la ciudad. Lord Brunswick es el Consejero de Agricultura y se ocupa de los campos de cultivo que nos proveen de alimentos. Lord Alvin es Consejero de la Propiedad. Los demás son consejeros y consejeras de sus respectivas competencias, como Magistrado Supremo, Maestre de las Bibliotecas y otras funciones similares. En total somos diez.
Shavas cambió de postura en el asiento. Sus movimientos manifestaban un abandono lánguido; con una mano separó los pliegues de la ceñida túnica y dejó al descubierto la grácil curvatura del cuello, la blanca piel marmórea. Los dos hermanos la contemplaron enajenados, paralizados, como sumidos en un hechizo.
—Cuando digo que no había indicio de anteriores habitantes, no soy del todo exacta —murmuró Shavas, cuyos dedos jugueteaban con el ópalo que adornaba la nívea garganta—. Encontramos las profecías, que aparecieron en todos y cada uno de los edificios de la ciudad, sin excepción. Estos libros, por ejemplo, se hallaban aquí, en la biblioteca. Y luego estaban los...
—¡... gatos! —chilló Earwig.
Raistlin y Caramon dieron un respingo, sobresaltados por la voz aguda del kender que con brusquedad los sacó del ensueño preñado de deseo al que se habían entregado.
—Sí, Earwig, así es. —La Gran Consejera sonrió al hombrecillo—. Los gatos. Los había por millares y deambulaban con entera libertad por las calles. Siempre se mostraron amistosos y contentos por tener gente a su alrededor. Los nuevos ciudadanos de Mereklar tomaron la presencia de los felinos como un signo inequívoco de la voluntad de los dioses, de quienes eran emisarios.