—Caramon, necesito un sextante —dijo después en voz alta.
Los compañeros se encaminaron hacia la tercera zona de la población. Iban a pie con el propósito de buscar un comercio en el que se vendiese el instrumento de navegación que deseaba el mago. Cuando por fin encontraron uno, un pequeño sextante de bronce con unas lentes de precisión extremada y unas tablas de graduación aún más precisas, el precio era tan elevado que se hallaba absolutamente fuera de sus escasas posibilidades.
—Es una ganga —aseguró el comerciante, pero el hechicero le devolvió el instrumento.
—¿Por qué no recurres al pergamino de lady Shavas para pagarlo? —inquirió su gemelo.
—Imposible. Sólo autoriza para emplearlo en «pequeños gastos». Dudo mucho que un sextante cuente como tal.
Los hermanos prosiguieron calle adelante y no advirtieron la ausencia del kender hasta que éste se reunió con ellos.
—Raistlin —llamó Earwig, mientras tiraba de la túnica del mago.
Un destello de cólera cruzó por las extrañas pupilas negras.
—¡No me toques! ¡Jamás! —El hechicero apartó al kender de un empellón.
—¡Tengo algo para ti! —explicó Earwig, en tanto rebuscaba en su bolsa. Un momento después sacaba de la misma el sextante.
El mago se llevó con rapidez la mano a la boca para disimular la risa que estaba pugnando por escapar de sus labios.
—Earwig, ¿cómo lo has obtenido? —También Caramon se esforzó para que el tono de su voz resultara severo.
—De la tienda, por supuesto. El dueño dijo que no tenía inconveniente en prestártelo siempre y cuando te comprometieras a devolvérselo una vez terminases tu tarea.
—¿Ah, sí? ¿Dijo eso el propietario?
—Bueno, de hecho no dijo nada. Pero estoy seguro de que lo habría hecho si se hubiera encontrado en la tienda.
Raistlin giró el rostro hacia otro lado; sus hombros estrechos se convulsionaron ligeramente. Caramon habría jurado que su gemelo se reía.
—Eh, Raist, ¿no crees que deberíamos devolverlo?
—¡¿Qué?! ¿Y despreciar el regalo de Earwig? ¡Jamás! —exclamó el hechicero. Acto seguido tomó el artilugio de las manos del kender y lo metió entre los amplios pliegues de la túnica a fin de esconderlo—. Gracias, Earwig. Ha sido un detalle muy amable y considerado de tu parte —agregó con gran solemnidad.
—No hay de qué —respondió el hombrecillo con una amplia sonrisa que le otorgó una semblanza con el Earwig de siempre.
Los compañeros alquilaron otro carruaje y Raistlin indicó al cochero que los llevara a la calle de la Puerta del Oeste. Cuando alcanzaron el punto de destino, la luz diurna declinaba con rapidez. El rastrillo de la tercera puerta era idéntico a los dos anteriores: metal indemne al tiempo y a los elementos, la misma red inextricable de placas y escudos sobre los barrotes.
A continuación, se dirigieron a otra taberna de hyava y pidieron las mismas bebidas y dulces que ordenaron en el establecimiento anterior. De igual modo, la situación se reiteró, con los mismos resultados. Earwig intentó escamotear el pastelillo de Caramon y cuando el guerrero le propinó un cachete en la mano, el dulce se fue al suelo y varios gatos que rondaban por entre las mesas se aprestaron a devorarlo en un santiamén.
—Me sentaré solo la próxima vez si no quiero morirme de hambre —rezongó el guerrero.
Con intención de alejar el mal humor, los ojos del hombretón buscaron el comercio que se hallaba al otro lado de la calle y donde se exhibían unas espadas fabulosas...; entonces, divisó a un hombre de piel negra que los contemplaba con fijeza desde dentro.
Encrespado por tan descarada actitud, sostuvo la mirada del extraño. Un súbito escalofrío lo estremeció a pesar de que los últimos rayos templados del sol rozaban sus hombros. Había algo insólito en aquel hombre; insólito, pero al mismo tiempo familiar.
El guerrero se volvió hacia su hermano y se sorprendió al descubrir que el mago ofrecía un trozo de su pastelillo a un gato. Que él supiera, jamás había sentido un afecto especial por los animales. Uno de los felinos mordisqueó el trozo de dulce y topó un par de veces la cabeza contra la mano dorada, si bien no tardó mucho en retroceder.
Raistlin suspiró y se apoyó en el Bastón de Mago que aferraba con fuerza entre los dedos. Una expresión de enfado y frustración se dibujaba en su semblante.
Caramon no solía distraer a su gemelo cuando se encontraba absorto en sus pensamientos, pero esto era importante.
—Raist, alguien nos vigila.
El hechicero apenas le dedicó una fugaz ojeada.
—¿Te refieres al hombre que está en la tienda de armas, al otro lado de la calle? Sí, lo sé. Hace más de diez minutos que se encuentra ahí.
La sorpresa hizo que el hombretón se incorporara a medias en el asiento.
—¿Lo sabías? Podría tratarse del sujeto que intentó asesinarnos y...
—Siéntate, hermano. Los asesinos no acechan a sus víctimas de una manera tan abierta. Este hombre quiere que sepamos que nos vigila.
Caramon se sentó de mala gana, poco convencido con el razonamiento de su gemelo.
Earwig se dio la vuelta a fin de observar al sujeto en cuestión.
—¡Eh! ¡Ése es el hombre que quería mi colgante!
—¿Cómo? ¿Cuándo? —Raistlin aferró al estupefacto kender por la pechera.
—Bu... bueno... fue... déjame pensar... ¡Ya recuerdo! Fue en la posada El Gato Negro —balbució.
—¿Por qué no me lo dijiste entonces? —El hechicero estaba tan furioso que casi echaba espuma por la boca. Sufrió un golpe de tos que lo obligó a aferrarse el pecho con las manos agarrotadas.
—Vamos, Raist. Cálmate —instó Caramon.
—Caray, lo siento. Supongo que me olvidé de comentártelo. —Earwig se encogió de hombros—. No pensé que revistiera tanta importancia. Me preguntó dónde había encontrado el colgante, y le respondí que pertenecía a mi familia. Como se mostraba muy ansioso por poseerlo y yo no lo necesitaba, traté de regalárselo, pero no logré quitármelo. Entonces, otro de los tipos que lo acompañaban dijo algo sobre «sacarme las tripas», pero al final decidieron no hacerlo y se marcharon. —La voz del kender denotaba cierto desencanto—. Me gusta este colgante —agregó después, mientras lo observaba con arrobo—. He conocido a gente muy interesante gracias a él. Otro sujeto que estaba en la taberna que encontré en mi paseo nocturno trató de matarme para quitármelo.
—¡En este momento yo también quisiera matarte! —jadeó Raistlin cuando recobró el aliento.
—¿Cuándo ocurrió eso? —inquirió Caramon.
—Veamos... Fue la noche anterior a la mañana que tuve aquel jaleo con la mujer en la posada. Paseaba por las calles cuando de repente escuché las risas de unos hombres. Me asomé por la ventana para ver qué les resultaba tan divertido y entonces presencié que aquel tipo golpeaba a una de las camareras. Lo pusieron de patitas en la calle. Al salir, se quedó parado en la puerta y se fijó en el colgante. Entonces gritó que era suyo y se abalanzó sobre mí con un cuchillo. No tuve más remedio que atizarle con mi jupak; luego, la camarera me dio un beso.
—¿Era el mismo hombre de la posada?
—¡Por supuesto que no! El primero era un tipo agradable, todo lo contrario que este otro.
—¿Oíste algún nombre? —instó Raistlin.
—No, si bien recuerdo que la muchacha de la taberna lo llamó «señoría» —dijo el kender con el entrecejo fruncido en su esfuerzo por rememorar los acontecimientos.
El mago inhaló hondo, como si le costara un gran esfuerzo. Caramon se levantó raudo a pedir agua caliente, pero su hermano lo detuvo y negó con la cabeza. Por esta vez, el espasmo estaba superado. Raistlin se abstrajo, perdido en hondas cavilaciones, con la mirada clavada en sus manos doradas. El guerrero volvió la cabeza a fin de constatar si todavía eran objeto de vigilancia.
—Se ha marchado —dijo el hechicero.
—Tuve la sensación de que me leía la mente —susurró su gemelo con un escalofrío—. ¿Acaso es un mago?
—Creo que no. Existen ciertas... digamos, sensaciones, compartidas por los hechiceros. Una sensación de... —vaciló en busca de la palabra adecuada—... poder. Nuestro hombre no me produjo esa impresión.
—Pero sí te hizo sentir algo —afirmó Caramon, al advertir un deje de incertidumbre en la voz de su gemelo.
—Sí, es cierto. Pero fuera lo que fuese, no
creo
que sea la clase de sensación que habría percibido si me hubiera encontrado frente a otro hechicero.
A Caramon le habría gustado preguntarle por qué enfatizaba ese «creo», pero la expresión severa del rostro del mago no le dio pie para proseguir la conversación.
El hombretón pensó en pedir una buena cena, que sin duda les vendría bien a todos, pero su hermano se le anticipó.
—Es hora de regresar a la calle de la Puerta del Sur. Debo mantener otra entrevista con la Gran Consejera Shavas.
—Aceptamos el encargo —anunció Raistlin.
La dignataria les dedicó a los compañeros una mirada de extremada complacencia.
—Gracias. No sabría decir por qué, pero presentía que lo haríais.
Con un movimiento lleno de gracia, tomó asiento en una silla situada frente a una de las armaduras cuyos guanteletes sostenían un hachero más alto que el kender. Shavas gesticuló y los invitó a sentarse con ella. A Caramon le pareció que la mujer lo miraba con una expresión cómplice.
«Sabe que estuve en su dormitorio», se dijo para sus adentros mientras enrojecía abochornado. «Sabe que... que tuve entre mis manos su chal.» A fin de ocultar su nerviosismo, se volvió hacia los estantes de libros y cogió el primer tomo que encontró.
Raistlin hablaba con la dignataria acerca de las condiciones del acuerdo y hacía preguntas sobre los relieves de las murallas. Él hombretón no les prestó atención y sus pensamientos se centraron en la hermosa mujer. Rica, instruida, de alta cuna... Estaba muy por encima de él, fuera de su alcance, como lo estaban las lunas y las estrellas.
«Me estoy comportando como un idiota», pensó Caramon. «Una mujer como ella jamás se enamoraría de mí. Mis relaciones se limitan a mujeres como Maggie...» A pesar de tales razonamientos, no podía apartar su hambrienta mirada del rostro seductor de la dama.
—Cuando se descubrió la ciudad, la mayor parte de las murallas carecía de relieves —decía Shavas en ese momento—. Creemos firmemente que fueron los primeros dioses quienes proporcionaron la piedra blanca a los maestros canteros constructores de la ciudad. Es indestructible, aunque han sido muchos los que han intentado romperla. No obstante, la gente advirtió que, a medida que transcurrían los años, los relieves aparecían de manera paulatina, como si alguien los esculpiera en la piedra de forma mágica. —Shavas dirigió la mirada a la figura inmóvil del hechicero—. Los relieves representaban los eventos más destacados de Krynn, como la caída del Príncipe de los Sacerdotes de Istar; la Leyenda de Huma; la historia de Soth, Caballero de la Rosa Negra. Al parecer, una fuerza desconocida esculpía la historia del mundo en las murallas.
«El caballero Soth. Qué nombre tan estúpido», pensó Caramon y volvió la vista a los libros. Abrió otro ejemplar y lo empezó a hojear. «¡Qué libro más tonto!», sentenció el guerrero para sí, mientras pasaba una hoja tras otra hasta llegar a la última. No tenía dibujos, ni texto, ni nada.
Se encogió de hombros y devolvió el ejemplar a su sitio, en la estantería de donde lo había cogido. Miró al grupo sentado y se encontró con que Shavas lo observaba con detenimiento. El guerrero enrojeció bajo la penetrante mirada.
—¿Has encontrado algo interesante? —inquirió la dama.
—Lo dudo —respondió Raistlin por su hermano—. Caramon no es muy aficionado a la lectura. Por el contrario, yo estaría encantado si me permitieseis pasar un rato en vuestra biblioteca.
—Desde luego. Dispón de mi casa y de sus servicios con entera libertad. Os lo digo a los tres —agregó, mirando al guerrero.
El hombretón esbozó una sonrisa, recobrada en parte su seguridad ante las palabras de la mujer.
—Es preciso que nos reunamos también con los otros miembros del cabildo de la ciudad —intervino el mago con aspereza.
Caramon miró a su gemelo. Si no fuera por lo ridículo que le resultaba, habría jurado que Raistlin ¡estaba celoso!
—He organizado una entrevista para esta noche. Como dije, presentía que aceptaríais el trabajo —dijo Shavas con una sonrisa sugestiva.
* * *
La reunión se celebró en la mansión Brunswick, situada entre la calle de la Puerta del Este y la de la Puerta del Sur. El caballero había enviado a su familia a pasar la velada fuera de la casa, con el propósito de contar con la intimidad que requería la delicada entrevista.
Los representantes oficiales de la ciudad se dieron cita en el despacho del anfitrión, la estancia en la que se conservaba la maqueta a escala de la población. Había varias mesas y sillas repartidas por la abarrotada habitación y, por tanto, el cuarto parecía más pequeño de lo que en realidad era.
Caramon experimentaba una ligera sensación de claustrofobia, además del nerviosismo que despertaba en él la perspectiva de ser sometido a una serie de preguntas por parte de personas tan relevantes como los consejeros de Mereklar.
—Tranquilízate, hermano. No es preciso que intervengas en la conversación. Yo me encargaré de darles la réplica —susurró el mago desde las sombras envolventes de la capucha.
—De acuerdo, Raist. Como quieras —aceptó el guerrero, más que aliviado por la decisión de su gemelo.
Earwig, por su parte, había superado en apariencia la irritabilidad inusual de las últimas horas y era el mismo de siempre; con su inveterada costumbre de tocar y hurgar en todo, obligó a Caramon a estar tan pendiente de él, que el guerrero apenas prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. El kender casi volcó la maqueta y poco después lo sorprendieron
in fraganti
cuando ocultaba un libro en la mochila. Por último, Caramon lo agarró por el cuello de la túnica y lo incrustó en el sillón, entre él y su hermano, en tanto lo amenazaba con maniatarlo si movía un solo dedo. Un momento después, Earwig, aburrido de tanta inmovilidad, extrajo el peculiar ovillo de alambre que había encontrado en el claro del bosque tras la emboscada y lo sacudió con el propósito de sacar el abalorio que colgaba en el interior.
Shavas fue la primera en entrar en la estancia y se acomodó en una silla frente a los compañeros, al otro lado del modelo de la ciudad. Lucía un vestido blanco que se ajustaba a su cuerpo y que contrastaba de un modo perfecto con el oscuro cabello trenzado.