Raistlin dejó su caballero en la misma casilla y colocó otra barrera junto a la figura.
—En compañía de gente extraña.
—¿Quién?
El hechicero adelantó la figura frente al soldado de infantería de Shavas.
—Creo que lo conocéis. Guardáis su retrato allí. —Señaló la librería con el índice.
—¿De veras? ¿En un libro?
—Os lo mostraré.
Raistlin se levantó del asiento con la ayuda del bastón y se dirigió al estante donde colocara la noche anterior el volumen titulado
Mereklar. El Señor de los Gatos.
Había desaparecido. El mago se volvió y clavó en la mujer una mirada penetrante.
—Ah, lo habéis encontrado vos misma.
Ella se removió con desasosiego y esquivó su mirada.
—No sé a qué te refieres. Sin embargo, cabe la posibilidad de que haya visto a ese hombre. ¿Qué aspecto tiene?
—Alto, piel negra, cabello oscuro. Muchas mujeres lo considerarían atractivo —dijo el mago con un deje de amargura en la voz. Regresó a su asiento y recorrió con mirada experta las posiciones del tablero de juego.
—¿Sus ojos son... inusuales por un motivo u otro? —preguntó Shavas.
—¿Inusuales? ¿Qué queréis decir?
—Pues... si sus pupilas brillan, relucen, al darles la luz.
—Tal vez. No reparé en ello. Como imaginaréis, no me entretuve en mirarle los ojos. —El mago quitó el soldado de infantería y colocó su caballero en la casilla.
La Gran Consejera se mordió el labio y pasó las uñas afiladas sobre la superficie de la mesa; en la pulida madera se marcaron los trazos. Alargó la mano hacia la balanza y tomó otro de los lingotes, mayor que los anteriores.
Raistlin frunció el entrecejo, intrigado por el cambio de estrategia de la dignataria. Por el tamaño del lingote, se disponía a utilizar un conjuro de gran potencia, de eso no cabía duda. Como defensa, cogió uno de sus propios marcadores.
Shavas alzó uno de sus caballeros; sin embargo, antes de situarlo en la nueva posición, la figura se escurrió de entre sus dedos temblorosos y cayó sobre el tablero.
—¡Está aquí! ¡Ha venido para acabar con todos nosotros! —exclamó con voz ronca.
—¿Quién?
—¡Sabes muy bien a quién me refiero! ¡El Señor de los Gatos! Regresa para castigar al Cabildo de Mereklar. —Shavas le tendió una mano temblorosa, delicada—. ¡Te suplico que me protejas!
—¿Del Señor de los Gatos? Si en verdad se trata de él, entonces es un semidiós. ¿Cómo me enfrentaré con alguien tan poderoso?
La mujer respiró hondo y, tras un breve debate interno, tomó una decisión.
—No te lo he dicho antes, pero mis antepasados reunieron algunos artilugios mágicos durante sus viajes. Uno de ellos es esta joya que llevo, un amuleto de buena suerte. —Sus dedos acariciaron el ópalo de fuego—. Y otro, es esto. —Shavas abrió un cajón de la mesa del que extrajo un saquillo de cuero de forma triangular—. Es un arma.
Raistlin no miraba la bolsa; sus pupilas contemplaban con fijeza el amuleto colgado al cuello de la mujer; la joya parecía incompleta, inacabada. «¿Cómo no había reparado en ese detalle?», se increpó a sí mismo.
«Porque no era la joya lo que mirabas», le respondió burlona una voz interna.
Entretanto, Shavas había abierto el saquillo y sacaba del interior una vara pequeña. El mago le echó una ojeada fugaz y vio que se curvaba en un extremo y que el otro estaba rematado con un aro metálico. La madera tenía grabadas unas runas y un símbolo. Se abstuvo de tocar el artilugio.
—¿Cómo funciona?
—No estoy segura. Jamás lo he utilizado; no he tenido necesidad. Sin embargo, mi padre me explicó que absorbe las sensaciones y sentimientos de quien lo maneja y centuplica su intensidad. Si deseas acabar con un enemigo, no tienes más que desear su destrucción y apuntarlo con la vara, de esta manera.
La dignataria sujetó el artilugio por la parte curvada y encañonó a Raistlin con el extremo metálico.
El hechicero no hizo ningún comentario ni se movió; sólo sostuvo la mirada de la mujer con una actitud impasible.
Ella bajó los párpados a la par que esbozaba una sonrisa; giró el arma y se la tendió al mago. Raistlin la metió en la funda de cuero y se guardó el saquillo entre los pliegues de la túnica.
—Ahora me protegerás —sonrió Shavas—. Es un arma muy poderosa, capaz de destruir incluso a un semidiós.
Se inclinó hacia adelante y el amplio escote del vestido se deslizó sobre los hombros para dejar al descubierto el nacimiento de los blancos senos. El ópalo centelleó sobre la delicada garganta.
—Cuando termine esta espantosa pesadilla, dispondremos de tiempo para nosotros dos.
—Mi hermano y vos dispondréis de tiempo... —replicó desabrido el hechicero.
«¿Por qué me encrespo? ¿Qué está haciendo conmigo?», se preguntó iracundo. De inmediato, dominó la cólera y se mofó de sí mismo, de su debilidad. «¡Recuerda! ¡No olvides lo que has visto!»
—Lo admito —susurró Shavas, mientras sus dedos acariciaban la mano del mago—. Me..., me reuní con Caramon. —Enrojeció como una chiquilla cogida en falta—. Pero lo hice sólo para despertar tus celos. ¡Es a ti a quien quiero!
Al pronunciar la última frase, su voz, profunda y ronca, denotó una sinceridad plena, sin paliativos. Raistlin quedó sobrecogido. La contempló con fijeza, enajenado.
—¡Soy rica y poderosa! ¡Te daría... tanto! ¡Haz lo que te pido! ¡Destruye al Señor de los Gatos!
El mago apartó poco a poco el brazo aferrado por la dignataria. Ella aflojó la presa y lo soltó en tanto se recostaba una vez más sobre el respaldo del asiento.
Raistlin volvió la mirada al tablero de juego y al guerrero de la muerte que se alzaba frente a su caballero.
—A juzgar por vuestras palabras, parece que sabéis dónde está.
—No lo sé; lo sospecho. Tenemos fundadas razones para aventurar que el Señor de los Gatos se halla atrapado en la plaza Leman, un lugar situado al este de la calle de la Puerta del Sur, unas cuantas manzanas al norte de mi casa.
—Conozco el sitio —dijo el hechicero, al tiempo que se ponía de pie—. ¿Queréis que vaya?
—¡Sí, hazlo! ¡Ahora mismo! —gritó la mujer—. Si sales victorioso, regresa a mí... esta noche —agregó con voz insinuante.
—Volveré —musitó Raistlin mientras clavaba en la mujer una mirada intensa—. Esta noche.
Caramon no se demoró mucho en llegar a la hostería; mantuvo un ritmo constante en la carrera a lo largo de la calle de la Puerta del Sur. La avenida estaba desierta en su mayor parte; lord Cal y su guardia se hallaban muy ocupados en dispersar al populacho y en restablecer el orden. A pesar de todo, al guerrero le pareció más conveniente buscar el abrigo de las sombras del anochecer y pasar inadvertido; no quería perder tiempo en un enfrentamiento con la chusma enfurecida.
Por fin, se halló en El Granero; en apariencia, el edificio estaba desierto. Tiró del picaporte, pero el pestillo no giró. La puerta se encontraba cerrada a cal y canto. Se disponía a aporrear la hoja de madera cuando, de repente, se le ocurrió que tal vez el dueño no lo recibiría, precisamente, con entusiasmo.
«Bueno, si ya la derribé una vez, lo haré una segunda», pensó.
El hombretón inhaló hondo, retrocedió un par de pasos y catapultó todo su peso contra la puerta. Los goznes cedieron un poco. Se frotó el hombro e hizo acopio de fuerza; se disponía a intentarlo de nuevo cuando escuchó a su espalda una vocecilla estridente.
—¡Eh, Caramon! ¿Te ayudo?
—¡Earwig! —El guerrero giró sobre sí mismo—. ¿Dónde demonios te habías metido? ¡Te hemos buscado por todas partes! Oye, ¿te ocurre algo, estás enfermo?
La faz del kender estaba macilenta, tenía ojeras y señales de agotamiento. Tenía los hombros encorvados, y se apoyaba en la jupak como Raistlin se sostenía sobre el Bastón de Mago cuando las fuerzas le flaqueaban.
—No he comido desde hace días —respondió con ambigüedad—. Me capturó un..., ese hombre.
—Sí, te buscamos. En la cueva..., la del hechicero muerto, ¿sabes cuál te digo?
Earwig asumió una expresión pensativa, después se encogió de hombros.
—No lo recuerdo. He pasado muy malos tragos en los últimos tiempos, ¿sabes?
—¿Dónde has estado? ¿Cómo escapaste? Aguarda a que tire abajo esta maldita puerta; entonces, comeremos un bocado y charlaremos un rato.
—¡No! —chilló el kender, a la vez que se abrazaba el guerrero—. Hay algo que he de mostrarte. Ahora mismo.
—Un momento, amiguito. Por tu aspecto, no estás en condiciones de...
—No te preocupes por mí, Caramon. ¡Hay otros asuntos más urgentes!
El hombretón lo miró boquiabierto por la sorpresa.
—Te expresas de una manera muy rara. Parece que hablaras como Raistlin.
—¡No seas necio, Caramon! —espetó el hombrecillo—. ¡Vamos!
Al guerrero no le gustaba nada el cariz que tomaba la situación y, mucho menos, la manera de comportarse del kender. Ojalá estuviera Raistlin para aconsejarlo. Al pensar en su hermano, rememoró la advertencia que le hiciera. Bajó la vista al dedo anular del hombrecillo. La zona en contacto con el anillo aparecía inflamada, enrojecida, y bajo el aro de oro se escurrían reguerillos de sangre. Al advertir su escrutinio, Earwig metió la mano en un bolsillo.
—¿Te decides o no? ¿O tendré que ir solo?
—De acuerdo, Earwig —aceptó por último Caramon, que prefería vigilarlo a que deambulara a su libre antojo—. Muéstrame el camino.
El kender se dio media vuelta y salió a todo correr hacia el centro de la ciudad; el guerrero se esforzó por alcanzarlo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Caramon, en tanto oteaba las calles a la expectativa del más leve indicio que denunciara la proximidad de la turba.
—Nos dirigimos hacia el lugar en el que estuve; mejor dicho, donde estuve prisionero. —Earwig estaba distraído; le resultaba difícil caminar y hablar al mismo tiempo—. Es decir, hacia los túneles subterráneos de la ciudad.
—¿Túneles? ¿Qué túneles?
—¡Donde está el calabozo, estúpido! —rezongó el kender en voz baja.
—¿Tienen esos pasadizos pinturas en las paredes, como si relataran una historia o algo así?
—Sí, eso creo. Me cuesta un poco recordar las cosas, con esta terrible jaqueca, ¿sabes? —se disculpó, a la vez que se frotaba las sienes.
—Aguarda un momento. Déjame ver. Quizá te golpeaste y... —El guerrero alargó la mano hacia la cabeza del hombrecillo.
—¡Eh, ¿qué haces?! —gritó Earwig, mientras giraba raudo sobre sus talones y le propinaba un golpe en la mano con la jupak.
—¡Ay! ¡Sosiégate! Sólo trataba de ayudarte. —Caramon miró consternado a su amigo en tanto se frotaba la mano dolorida.
Earwig lo contempló; de pronto, la expresión de desconfianza de su semblante cambió a una de confusión.
—Lo..., lo siento. Estoy... preocupado; eso es todo.
El hombrecillo se dio media vuelta y reemprendió la marcha calle adelante.
—¡Un kender preocupado! —se maravilló el guerrero—. Tal vez convendría disecarlo para asombro de la posteridad ante semejante portento.
Desconcertado, se encogió de hombros y, sin dejar de frotarse la mano, fue en pos de Earwig.
* * *
Después de recorrer unas cuantas manzanas más, la calle trazaba una suave curva hacia el centro de la ciudad, paralela a varios bulevares que llevaban la misma dirección.
Llegaron a un parque pequeño, carente de vida salvo por el césped y los setos, donde Earwig giró a la izquierda y cruzó entre los tenderetes de un mercado hasta alcanzar una mansión, propiedad de uno de los diez consejeros de Mereklar.
—¿De quién es esta casa? —inquirió el hombretón mientras alzaba la vista a los pisos altos.
—De lord Manion. Pero lo mataron —respondió el kender con gesto sombrío—. ¡Muévete, ¿quieres?! No te preocupes, no hay un alma dentro.
—¿Cómo lo sabes?
—Por pura lógica. Nadie habitaba la casa más que el caballero, y él está muerto.
Earwig se metió en el jardín y desapareció entre los arbustos. Un momento después silbaba una tonada extraña, disonante.
El guerrero desenfundó la espada corta y se dio unos golpecitos suaves en la frente con la empuñadura.
—No tiene sentido. Es increíble que un kender hable así —rezongó por lo bajo—. Y más increíble que yo sea tan mentecato y le haga caso.
En la quieta superficie de un estanque pequeño, rodeado de setos bajos y parterres de flores, se asomaba el reflejo de las dos lunas visibles que salían por el horizonte. Caramon alzó la vista al cielo y reparó en la proximidad de los dos orbes.
—¡El Gran Ojo! —recordó en voz alta.
Justo a medianoche, había dicho su hermano. Entonces, se produciría la conjunción de los tres cuerpos celestes... ¡y se desataría un poder mágico inmensurable!
Earwig buscaba entre los matorrales cuando el guerrero lo alcanzó.
—¿Qué buscas? —inquirió a la vez que se agachaba para ayudarlo.
—Una puerta.
—¿Una puerta? ¿Entre los matorrales? ¡Amigo, el golpe que has recibido en la cabeza ha sido fuerte de verdad!
—¡Aquí está! —exclamó el kender y separó unas matas que crecían sobre una trampilla de madera. Al momento, había desaparecido por el orificio.
Caramon se asomó y miró en el interior. La puerta daba a unos escalones excavados en la roca.
—Bueno, ¿vienes o no? —urgió Earwig, mirando al guerrero desde el fondo del agujero.
Caramon soltó un suspiro borrascoso y se aprestó a seguirlo; enfundó la daga, pero conservó empuñada la espada corta, dispuesto para cualquier contingencia.
El kender prendió una antorcha que derramó un resplandor dorado y titilante sobre las paredes. El pasadizo era semejante a los que conducían a la alcantarilla por la que habían entrado días atrás su hermano y él, salvo que las pinturas eran diferentes, al igual que unas extrañas líneas doradas, blancas y negras, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El guerrero alargó la mano y tocó una de las bandas blancas. La apartó raudo y la sacudió con vigor.
—¡Eh, me ha quemado! —exclamó atónito.
—¡Basta ya, Caramon! ¡No perdamos más tiempo con tus simplezas!
Earwig tiró al corpulento guerrero de la guarnición de cuero en un intento de arrastrarlo tras él.
—¡De acuerdo, ya voy! ¿Por qué tanta prisa?
—Hemos de llegar a un sitio cuanto antes. Tenemos..., ¡tenemos que salvar la ciudad! ¡Eso es!