El mago alzó una ceja y lo escudriñó con atención; tenía algo que le resultaba familiar.
«No», comprendió de repente. «No es el anillo en sí, ¡sino dónde lo he visto!»
El colgante de Shavas..., el ópalo que adornaba su garganta. Cerró los ojos e imaginó el aro de oro engarzado en la parte superior de la joya, en el punto de unión con la cadena. Con un movimiento raudo, ocultó el anillo en uno de los bolsillos.
En aquel momento, el kender se removió, sacudido por fuertes temblores.
—¡En mi cabeza! ¡En mi cabeza! ¡En mi cabeza! —chilló una y otra vez.
—¡No consigo calmarlo, Raist! —dijo Caramon con una mirada suplicante—. ¿Puedes hacer algo?
—No, hermano. Pero entre nosotros hay alguien capaz de ayudarlo —respondió con voz queda.
Bast se inclinó y rozó la frente de Earwig. El kender parpadeó y se restregó los ojos.
—¡Hola, Caramon! ¿Por qué me tienes en brazos...? ¡Eh! ¡Ya te has metido en otra pelea! —gritó con un tono acusador a la vez que señalaba la sangre que manchaba las ropas del guerrero. Enseguida se puso de pie de un brinco—. ¡Se organiza una trifulca y mientras tú te diviertes permites que siga dormido y me la pierda!
—Earwig, yo... —balbució aturdido el guerrero—. ¡No, espera!
Sin más preámbulos, el kender lo golpeaba con los puños y lo pateaba en la espinilla.
—¡Ay! Maldita sea, Earwig, déjame que te explique...
Raistlin exhaló un suspiro y se volvió hacia el Señor de los Gatos.
—¿Cuál es nuestro cometido? —le preguntó.
La blanca dentadura brilló al esbozar Bast una sonrisa.
—Decididlo vosotros. No debo intervenir.
—En mi opinión, señor, ¡lo habéis hecho! —replicó el mago con aspereza.
—No es cierto. Todas las decisiones fueron tuyas.
«Sí, tiene razón», se dijo Raistlin. «Yo decidí mis actos en cada momento. Y está en mis manos encajar las piezas del rompecabezas y actuar en consecuencia.»
—La propia Mereklar es el portal mencionado en la profecía. Esta noche, cuando se forme el Gran Ojo, la Reina de la Oscuridad utilizará el poder mágico acumulado para abrir el umbral.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Caramon en tanto observaba a su hermano con una expresión dubitativa.
—Por la maqueta de la ciudad que descubrimos en la cueva del hechicero muerto. En esa ocasión, tú también viste brillar las líneas de poder. Yo las percibí desde el día que nos alojamos en El Gato Negro, si bien su significado no se me reveló hasta el instante en que me tocó el hechicero. Al hacerlo, me transmitió sus conocimientos, inducido por el deseo de vengarse de quien lo destruyó.
Caramon se puso de pie con esfuerzo. La herida del hombro se había abierto de nuevo y un reguero de sangre le corría por el brazo.
—¿Cómo impediremos que la puerta, o lo que sea, se abra?
—Cuando eso ocurra, el portal quedará franco en ambas direcciones. Cualquiera podrá entrar o salir. Sin embargo, sólo por un lado del umbral se tiene acceso a un sitio, y sólo por el otro lado es posible el acceso desde un sitio.
—Correcto —confirmó el Señor de los Gatos—. El portal se creó de tal modo que sólo una persona lo puede franquear por un punto determinado.
—Y ese punto, o, mejor dicho, esos tres puntos, aparecerán sobre las puertas de las murallas, en los vértices mágicos que se formarán al abrirse el portal. Es decir, disponemos de tres accesos. —Raistlin se volvió hacia Bast—. Afirmaste que no puedes decidir por nosotros, pero deduzco que sí puedes prestarnos cierta ayuda. Dime todo lo que necesito saber.
—Existe un altar que utilizará la Reina de la Oscuridad cuando se forme el Gran Ojo. Sólo si ese altar se destruye, se clausurará el acceso.
Caramon sacudió la cabeza.
—Pero ¿cómo romperemos esa cosa? ¡Me refiero a que ni siquiera sabemos cómo es!
—Oh, sí. Ya lo creo que lo sabéis —lo contradijo Bast—. Yo entraré por la Puerta del Sur.
—¿Entrar adónde? —instó el guerrero—. ¿Me explicará alguien este galimatías?
—Entrar a la ciudad de Mereklar que existe bajo la ciudad de Mereklar, hermano —intervino el mago—. La ciudad reproducida en la maqueta del hechicero. La ciudad en la que no aparece la mansión de Shavas.
—¿Qué hay en su lugar? —preguntó Caramon, aun cuando, en el fondo de su corazón, prefería ignorarlo.
—El templo de la Reina de la Oscuridad —respondió el Señor de los Gatos—. Apresurémonos. Apenas queda tiempo.
—¿Y qué me dices de ellos? —demandó el guerrero al tiempo que apuntaba a los hombres erguidos alrededor del estrado de piedra.
Bast ejecutó un movimiento con la mano. Caramon contuvo el aliento, sin dar crédito a sus ojos. Veía gatos, no hombres. Los felinos, de todos los tamaños y pelajes, se arremolinaron en torno a las piernas de su señor, y ronronearon y se restregaron contra él, en espera de sus órdenes.
—Ellos cumplirán la profecía. —Bast se aprestó a partir. A la entrada de la cámara se volvió hacia el grupo—. El Gran Ojo está formándose. Haz uso de esa espada, Caramon Majere. He formulado un conjuro para hacerla efectiva contra los demonios. Sólo su hoja será capaz de acabar con sus repugnantes vidas. —El Señor de los Gatos señaló la espada bastarda sujeta a la espalda del hombretón.
—Creí que no podías ayudarnos —comentó Raistlin con una cierta aspereza en el tono.
Bast arqueó las oscuras cejas.
—Es un regalo a cambio de otro que él le brindó a los caídos. —Su mano se alzó y mostró una bola pequeña, con cintas amarillas y lentejuelas que relucieron a la luz de las antorchas.
—¿Y a mí qué? —chilló Earwig con gran decepción—. ¿No me facilitarás un arma mágica?
—Eres un kender. ¿Qué otra magia quieres?
Sin más rodeos, el Señor de los Gatos desapareció en la oscuridad seguido por su séquito de felinos.
—¡Guau! ¿Oísteis lo que dijo? —exclamó Earwig con los ojos abiertos de par en par.
Caramon desenvainó la espada y la examinó con desconfianza. La blandió con movimientos cadenciosos y precisos a fin de probar el balance.
—No me gusta que nadie manipule mis armas. Ni siquiera un dios.
—¡Caray, chicos! ¡Una pelea! ¡Y esta vez nadie me mantendrá alejado de la acción! —afirmó Earwig, mientras hacía girar la jupak sobre su cabeza.
—¿Sabes lo que hay que hacer, hermano? —inquirió Raistlin.
—No. ¡No entiendo nada de lo que ocurre! —admitió con franqueza el guerrero.
—Cada uno de vosotros tenéis que encontrar un acceso en lo alto de las murallas, sobre las puertas. Tú, Caramon, encárgate de la del este. Earwig, tú... —El mago hizo una pausa, dudoso de confiar el destino del mundo a un kender. Suspiró hondo. No quedaba más remedio que hacerlo—. Tú te dirigirás a la del oeste. Una vez que hayáis entrado, encaminaos hacia el centro de la ciudad, al lugar donde ahora nos encontramos.
Caramon arrugó el rostro en un gesto de perplejidad.
—¡Pero, Raist! ¡Si estamos aquí! ¡Nos encontramos en el centro de la ciudad!
—En el de esta ciudad —corrigió el mago—. No en el de la ciudad que surgirá de las tinieblas... ¡La que se halla en el Abismo!
Los ojos de Earwig se abrieron de par en par por la alegría.
Los de Caramon se desencajaron por el terror.
—Cuando lleguéis a esta sala, destruiréis lo que encontréis, sea lo que sea. —Raistlin apuntó al estrado.
—¿Cómo?
—¡Tendrás que descubrirlo por ti mismo, hermano! —replicó el mago malhumorado, a la par que giraba sobre sus talones—. Queda poco tiempo y tengo mucho que hacer.
—Pero... ¿no vendrás con nosotros? —Caramon alargó la mano para detenerlo—. ¡No te enfrentarás solo a lo que sea!
—Sí, hermano. No resta otra alternativa.
—¿Adónde vas?
—A mi propio abismo.
* * *
La bóveda celeste estaba cuajada de estrellas; las constelaciones de los grandes poderes vigilaban expectantes el devenir de los acontecimientos. Las tres lunas se aproximaron con lentitud a su conjunción. En primer lugar, Solinari y Lunitari se fundieron la una con la otra. La esfera negra de Nuitari se proyectó poco a poco sobre sus luces entremezcladas en su recorrido hacia el centro de la conjunción con que se completaría el espectáculo más maravilloso y sobrecogedor del universo: el Gran Ojo.
El poder acumulado por los tres hechiceros muertos mucho tiempo atrás fluía y se derramaba sobre el mundo; las compuertas se abrieron al aluvión mágico que inundaría la tierra. Sobre las blancas murallas de Mereklar, se concretó un dosel, una cobertura puntiaguda cuyo vértice se encumbraba en el centro de la población, cernido sobre la colina donde un templo yacía sepultado bajo piedra y tierra desde hacía siglos. Las tinieblas sofocaron el brillo de las estrellas; incluso la imagen del Gran Ojo se tornó imprecisa, como si un párpado fantasmagórico se abatiera sobre la celestial pupila.
Al reconocer por las señales el sesgo tomado por los acontecimientos, los dioses del Bien pusieron en práctica la acción prevista en el supuesto de que se presentara esta contingencia.
Las tres puertas de la ciudad se clausuraron y se sellaron; tras los muros quedó atrapado lo que había en su interior.
Cuando volvieran a abrirse —si tal circunstancia se producía—, acatarían el mandato de la Reina de la Oscuridad.
Earwig se encontraba en lo alto de la muralla oeste de Mereklar. A su alrededor todo era tiniebla; no obstante, sobre él se cernía un cielo despejado y brillante. Contempló fascinado el Gran Ojo que apuntaba hacia la tierra, las sombras titilantes que fluctuaban como fantasmas plateados y rojos.
Sin embargo, enseguida se aburrió del espectáculo y bajó la vista a la ciudad. También le resultó tedioso. Mereklar había desaparecido; la oscuridad se había tragado torres, edificios y calles como si jamás hubiesen existido. Para colmo, las tinieblas que habían ocupado su lugar no hacían nada interesante y permanecían inmóviles. El kender bostezó.
Luego metió el extremo de la jupak en el manto de oscuridad; de inmediato, la sacó y examinó la punta con la esperanza de encontrar en la madera una capa repugnante de cieno o fango viscoso.
Nada. Earwig, enfadado, frunció el entrecejo.
—Aquí hay algo que no marcha. Me refiero a que, si esto es el acceso al Abismo, debería presentar un aspecto más..., más... ¡asqueroso!
Volvió sobre sus pasos hacia el centro de la muralla en busca de entretenimiento; de repente, le llamó la atención un resplandor. Unos pasos más adelante se formaba una escalera; unas espirales de puntos luminosos se fundían entre sí y se plasmaban en peldaños sólidos.
—¡Vaya, eso está mejor! —exclamó, a la vez que se aprestaba a saltar al acceso, pero en aquel momento escuchó un grito.
—¡Earwig! ¡Earwig!
—¡Maldición!
Caramon lo llamaba desde su posición en la otra muralla. La figura del hombretón, que brincaba para captar su atención, se veía levemente distorsionada en la distancia por el fulgor espectral de las lunas.
—¡Hola! —respondió a voces el kender mientras balanceaba la jupak de un lado a otro, con lo que la honda emitió un agudo zumbido.
—¡Reúnete conmigo en el centro!
—¿Qué?
—¡Digo que nos encontremos en el centro!
—¿En el centro de qué?
—En el centro de la ciudad, grandísimo... —Por fortuna, las últimas palabras se perdieron en la envolvente oscuridad.
—¡Hacia allí me dirigía cuando me interrumpiste! —El kender estaba indignado. Dio media vuelta y se encaminó a la escalera mágica—. ¡Caramba, es la última vez que lo llevo conmigo en una aventura!
Contuvo el aliento con la nariz pinzada entre el índice y el pulgar y se metió deprisa por el hueco de la escalera; lo último que se vio de él en el mundo de Krynn fue el copete de cabello castaño.
* * *
Con el entrecejo fruncido, muestra inequívoca del desagrado y desconfianza que aquello le inspiraba, Caramon se quedó estático en lo alto de los peldaños que habían aparecido ante él. Indeciso, apretó entre los dedos crispados la empuñadura de la espada. Todo su ser se negaba a descender a la oscuridad. Presentía que allí abajo lo aguardaba la muerte, y que sería un final espantoso.
—Pero quizá Raist se encuentra ahí dentro. Está solo. Me necesita.
El guerrero bajó un peldaño. Luego, decidió que, como se hace con una medicina amarga, lo mejor era pasar el mal trago cuanto antes y acabar de una vez, y bajó a todo correr por la escalera.
En el momento en que alcanzó el fondo, llamearon a su alrededor unos haces rojizos. Uno de ellos rebotó contra su brazo y le produjo una dolorosa quemadura. Caramon se zambulló de cabeza y rodó por el suelo hasta llegar a un edificio donde se resguardó y cerró la puerta a su espalda. Acto seguido, espió a través de la ventana y avistó a tres criaturas que lo apuntaban con unas varas extrañas que emitían un fulgor purpúreo.
Los cuerpos de aquellos seres, encorvados y contrahechos, estaban cubiertos de pelaje. Las cabezas parecían cráneos de gatos muertos, los dientes relucían en una mueca grotesca. Uno de los demonios, que llevaba una guarnición de un extraño material brillante, adornada en el centro con un medallón de plata, gritó algo en un lenguaje enrevesado a la vez que señalaba el edificio en el que se escondía Caramon.
Al guerrero, la voz del engendro, áspera y siseante, se le antojó el bufido de un felino con facultades para articular palabras como un ser humano. El hombretón se movió lenta y silenciosamente y ascendió por la escalera.
Poco después, escuchó abajo el estruendo de la puerta que saltaba hecha astillas, seguido por un resplandor púrpura que barrió la estancia e incendió los muebles.
Las pisadas, un rechinar de zarpas que arañaban el suelo, recorrieron la habitación de un lado a otro. Después, remontaron la escalera. Una cabeza apareció en el campo de visión de Caramon. La criatura lo descubrió al mismo tiempo.
—
Das...
—comenzó a dar la alarma.
La espada del guerrero lo alcanzó en la garganta, y el afilado acero se hundió en la carne con tanta profundidad que la hoja le traspasó el cuello y se clavó en la pared. Caramon extrajo la espada con un tirón brusco y trepó ruidosamente por los escalones que conducían al tercer piso.
El pasillo estalló en fogonazos carmesíes que pulverizaron sillas y mesas y arrojaron por el aire una nube de astillas y fragmentos. Caramon no detuvo la carrera. Otro demonio, rugiendo enfurecido al ver escapar a su presa, se lanzó escaleras arriba en su persecución.