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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (42 page)

—Desde luego.

El rostro de Caramon se iluminó.

—¿De veras? ¿Dónde?

—Ahí mismo. —El kender señaló a la espalda de su amigo.

Éste se dio media vuelta al tiempo que, de manera instintiva, llevaba la mano a la espada. Divisó a Bast unos pasos más allá, camuflado en las sombras; su gallarda figura resultaba algo más oscura que la negrura que lo envolvía.

Caramon suspiró hondo y se recostó contra la pared. Le ardía el hombro, pero mayor que el dolor era el miedo que socavaba su cuerpo y su mente, y aguardaba agazapado en lo más profundo de su ser. Odiaba este lugar. Si le hubieran permitido elegir, habría cambiado gustoso este batallón de demonios por seis legiones de goblins más un regimiento de trolls por añadidura.

—¿Dónde se encuentra lo que debemos destruir? ¿En el interior de ese edificio? —preguntó después.

—No. El templo es un paso entre los dos mundos. El altar de la Reina de la Oscuridad se halla bajo tierra.

—En el mismo sitio donde estaba el enorme estrado redondo de piedra —aventuró Earwig.

—Exacto. Os mostraré cómo llegar hasta él, pero ésa es toda la ayuda que os ofrezco —dijo el Señor de los Gatos.

Al advertir el entrecejo fruncido del guerrero, continuó.

—Mis fuerzas y yo presentaremos batalla en la ciudad exterior. De hecho, las tropas de demonios recorren las calles de Mereklar y se encaminan hacia las puertas de las murallas. Si se abren, caerán como una plaga sobre un mundo desprevenido. Apenas queda tiempo; el Gran Ojo reluce en los cielos. ¡Seguidme!

El guerrero exhaló un gemido al apartarse de la pared sobre la que estaba apoyado.

—Tienes un aspecto fatal, Caramon —opinó el kender con un deje de preocupación—. ¿Seguro que estás en condiciones de seguir adelante? Toma, apóyate en mi jupak.

El hombretón miró la débil vara de madera, esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza.

—Lo lograré. No queda más remedio.

—¡Apresuraos! Por aquí —urgió Bast.

Giró en una esquina, con los compañeros pisándole los talones, sin apartarse de las sombras. El Señor de los Gatos se desplazaba como si formara parte de la noche, e incluso las livianas pisadas del kender resultaban ruidosas comparadas con las suyas. Caramon avanzaba en medio del entrechocar metálico de las armas; su respiración era un resuello dificultoso y apretaba los dientes para contener el dolor lacerante que le producía cada paso que daba. Después de recorrer varias manzanas, o habían dejado muy atrás la columna de demonios o éstos habían tomado otro camino, pues ya no se escuchaban sus voces destempladas.

—Conozco esta calle —dijo Caramon.

—Por supuesto. —El hombre negro se agachó, levantó la reja de una alcantarilla y señaló el oscuro agujero. El guerrero percibió el sonido de una comente de agua.

—Este túnel os conducirá a vuestra meta —dijo el Señor de los Gatos—. Destruid el altar cuanto antes, no dudéis ni os entretengáis con nada. Captará cualquier roce o intento por forzarlo, y alertará a su señora.

—¿Quieres decir que está vivo? —inquirió Earwig con interés.

—En cierto sentido, sí. Adiós, guerrero y kender. No os volveré a ver. Que vuestros dioses os acompañen.

—¡Aguarda! —gritó Caramon mientras alargaba la mano en un intento por detenerlo; sin embargo, sus dedos se cerraron en el aire.

Bast, el Señor de los Gatos, había desaparecido tan fugaz y silencioso como se desvanece la noche al nacer el día.

—¿Para qué lo querías? —preguntó Earwig, a la vez que se preparaba para saltar a la alcantarilla.

—No nos ha dicho cómo regresar a casa —respondió el hombretón en un susurro.

* * *

Los demonios pasaron de su mundo a la ciudad real de Mereklar a través del templo. Otearon alrededor con sus pupilas amarillas; por fin, estaban libres de la prisión que los confinara en otro plano. Mereklar era suya. Pronto se apoderarían del resto de Krynn.

Avanzaron desperdigados en pequeños grupos en dirección a las puertas de las murallas, preparados para atravesarlas cuando llegara el momento y sumir al mundo en las tinieblas. No tenían miedo. Sus enemigos, los gatos que en otro tiempo guardaran la ciudad, estaban muertos.

Sin embargo, las puertas estaban selladas por los dioses del Bien, y no se abrirían hasta que una fuerza tan poderosa como la de ellos rompiera el hechizo que las clausuraba.

Aun así, los demonios se situaron en formación de ataque, la línea delantera rodilla en tierra, y apuntaron con las varas los pesados rastrillos que clausuraban las salidas. Descargaron los rayos ardientes sobre las gruesas placas metálicas en un intento de destruirlas. No obstante, las armas resultaron ineficaces, incluso cuando repitieron la operación una y otra vez. Enfundaron las varas y trataron de doblar los barrotes con su fuerza desmesurada, mas el poder de los creadores los había hecho inmunes a todos sus ataques.

En la Puerta del Oeste, un comandante retiró sus tropas de un trabajo vano que no daba el resultado apetecido y las envió en busca de refuerzos. Los demonios se replegaron a la orden de su jefe; algunos rugían y otros enseñaban los dientes en un gesto de furia desbordante.

El comandante olfateó el aire y giró la cabeza para captar un efluvio conocido, un olor temido y odiado. Se aproximó a la puerta y escudriñó la oscuridad, una oscuridad alumbrada por el Gran Ojo, al otro lado de las murallas. Encogió el hocico en un gesto de alarma.

—Sacad las armas...

El latigazo de una garra le cruzó la espalda y le arrancó la carne del hueso; de la herida, saltó un chorro de líquido sanguinolento. El demonio cayó muerto al suelo; un inmenso tigre se encontraba junto al cuerpo, con los jirones de piel ensangrentados entre las garras. Toda la tropa disparó los mortíferos rayos de sus armas contra el felino, pero éste desapareció de manera súbita.

—¡Encontradlo! —gritó uno de los engendros en tanto señalaba hacia la calle.

Cinco componentes de la tropa obedecieron la orden y corrieron tras el tigre con la velocidad propia de los hijos de las tinieblas; giraron en las esquinas y buscaron por los oscuros callejones adyacentes.

En cuestión de minutos, sus cuerpos, desmembrados y desgarrados por gigantescas zarpas, fueron arrojados al centro de la avenida.

Los demonios estaban encolerizados. Se lanzaron al ataque y las rojas explosiones sacudieron el aire, e hicieron volar en pedazos cajas, maderas y metal. A pesar de todo, el invisible enemigo permaneció ileso. Las filas de los demonios sufrieron nuevas bajas, y los sobrevivientes, babeando por la ira y la frustración, se replegaron y reagruparon.

—¡Refuerzos! —gritó uno de ellos en aquel momento, a la vez que agitaba los brazos y apuntaba hacia la avenida.

Otro contingente de demonios se aproximaba sigiloso calle adelante; las relucientes pupilas amarillas escudriñaban cada sombra antes de dar un paso, a la vez que olfateaban el aire con un gesto de desagrado. Llegaron hasta un carruaje, lo rodearon y lo utilizaron como cobertura. Por fin, se reunieron con el primer grupo y uno de los engendros, que lucía una guarnición con un medallón dorado en el centro, se interesó por lo ocurrido.

Como respuesta, los componentes de la diezmada tropa señalaron el cadáver de su comandante.

—Nos dijeron que habían exterminado a los felinos —protestó uno entre gruñidos.

—Supongo que se produjo algún fallo —dijo otro.

—Sí, y me pregunto cuántos errores más se habrán cometido esta noche. Quedaos aquí y aguardad a que se os unan nuevas tropas. Cuando lleguen, reanudad los trabajos para abrir la puerta. —El jefe de los recién llegados se volvió hacia sus subordinados y les dio instrucciones—. Formad patrullas y buscad al enemigo. ¡Los quiero muertos!

Los deformes cuerpos se agruparon de cinco en cinco con una rapidez y eficacia que hasta los Caballeros de Solamnia habrían envidiado. Al parecer, no precisaban otra indicación que una sola orden para actuar en equipo de forma precisa. Tras unos momentos de rápidas maniobras, sus siluetas furtivas y silenciosas se perdieron en la noche, una sombra entre las sombras.

Ninguno de ellos regresó.

Varios de los engendros que habían quedado atrás, se adelantaron por propia iniciativa, reacios a esperar pasivos cuando su naturaleza violenta clamaba por entrar en batalla. Sin embargo, el comandante les ordenó permanecer en sus posiciones.

—¡Quedaos en vuestros puestos! —siseó entre las fauces desencajadas por la cólera.

Entonces, un grupo de quince personas entre hombres y mujeres salió a la avenida desde los callejones y bulevares cercanos. Iban desarmados, tenían las manos teñidas de sangre, y una expresión de triunfo centelleaba en sus pupilas. Caminaban despacio, con movimientos gráciles y fluidos.

—¡Bah! ¡Humanos! —escupió uno de los demonios.

Él y sus compinches abrieron fuego y una cortina de rayos púrpura hendió el aire; en su trayecto hacia las dianas, las mortíferas descargas destrozaron pavimento y edificios, y levantaron nubes de polvo y tierra. Pero los atacados se habían lanzado en tromba contra ellos y cubrían la distancia que los separaba a una velocidad increíble.

—¡No son humanos! ¡Son el enemigo! —aulló el líder.

Los leones saltaron sobre sus víctimas y aplastaron a cinco de inmediato bajo su tremendo peso, y mataron a otros cinco en cuestión de segundos. Los demonios retrocedieron a la par que peleaban con dientes, garras y varas ardientes; sus pupilas amarillas relucían con el ardor de la batalla. Durante el primer minuto, su número se redujo a la mitad, mientras que los leones perdieron cinco de los suyos.

El comandante se reunió con sus fuerzas y exhortó a voces.

—¡Replegaos! ¡Hemos de reagruparnos! ¡No nos vencerán!

Las tropas demoníacas obedecieron al instante; luchaban espalda contra espalda en tanto maniobraban a toda velocidad para situarse en líneas de formación. Acto seguido, contraatacaron, y la brutal embestida hizo retroceder a los grandes felinos contra la puerta de la muralla. Para entonces, habían sufrido muchas bajas y no quedaban muchos; comprendieron que no lograrían resistir.

—¡Ahora! ¡Acabad con ellos, destruidlos!

Mas los demonios vacilaron. La ciudad se había sumido en un profundo silencio expectante. Los dos bandos enemigos cesaron de luchar y escucharon atentos.

Un rumor semejante al retumbar de un trueno lejano se extendía por los campos que rodeaban las murallas: el sonido se acercó más y más hasta llegar a las mismas puertas. De repente, miles de gatos irrumpieron a través de los rastrillos; los menudos cuerpos se deslizaban con facilidad por los huecos existentes entre las placas y los barrotes. El espacio entre las rejas era mínimo, justo para el paso de las pequeñas criaturas; detalle, al parecer, previsto por sus creadores. Los gatos se adelantaron a sus gigantescos hermanos y atacaron a los demonios; las diminutas garras y colmillos se hincaron en los engendros y les infligieron heridas contra las que ninguna magia negra surtiría efecto.

El batallón de demonios destacado en la puerta fue exterminado; los cuerpos destrozados quedaron esparcidos sobre el blanco pavimento. Sobre los cadáveres pasaron más y más oleadas de gatos; el ejército de felinos se desbordó silencioso por las calles de la ciudad de Mereklar para cumplir la profecía.

* * *

—Ahí está, Caramon. ¡El altar! —Earwig señaló con la jupak el estrado de piedra.

—Sí, tienes razón.

El guerrero se detuvo a la entrada de la caverna y escudriñó la penumbra de la sala. El kender dio un paso, dispuesto a entrar en tromba, pero la manaza de su compañero lo frenó.

—No te precipites. Tal vez haya guardianes. ¿Distingues algo?

—No, nada —respondió Earwig, tras inspeccionar la sala.

—Yo tampoco. Sin embargo, oigo algo.

—Caramon, los latidos de tu corazón son tan fuertes que me impiden escuchar otra cosa. ¿Por qué no haces algo para que deje de repicar?

—¿Qué quieres que haga? ¿Morirme? Además, ¡no es el palpitar de mi corazón lo que oyes! Es el mismo ruido que percibo yo y suena como unos engranajes.

—¿Estás seguro? —insistió el hombrecillo con escepticismo—. A mí me parecen los latidos de un corazón.

—¡Claro que estoy seguro! En fin, entremos. No nos quedaremos aquí toda la noche.

Los dos amigos dieron un paso adelante. La caverna era casi una réplica de la que Earwig había encontrado en la ciudad del exterior: las mismas antorchas titilantes, el mismo estrado de piedra. No obstante, al observar con más detenimiento, divisaron algo sobre las pétreas gradas: el altar que serviría de acceso entre el Abismo y Krynn.

Su aspecto era el de una gran arca de forma irregular, con adornos de oro, plata y bronce. Sobre la reluciente superficie habían tallado figuras extrañas de apariencia malévola.

—¡Guau! —exclamó el kender y, antes de que Caramon pudiera detenerlo, corrió hacia el altar.

—¡No! ¡Aguarda! —gritó el guerrero.

—¿Qué te pasa? ¿Ocurre algo?

Earwig se giró y lo miró expectante.

Caramon tenía el corazón en un puño. Carraspeó para librarse del nudo que le constreñía la garganta.

—No vuelvas... a entrar así... en un sitio como éste... ¡sin mirar antes!

—De acuerdo, Caramon.

El guerrero torció el gesto al adivinar la pregunta que vendría a continuación.

—¿Por qué?

—¡Supongo que te gustaría vivir unos cuantos años más! —bramó el hombretón, y a continuación se adentró en la gruta con la espada enarbolada—. ¡Cuidado, Earwig, a tu espalda!

—¿Qué...? —El kender se dio la vuelta y trazó un amplio arco con la jupak—. ¿A qué te refieres, Caramon? ¡No veo nada! —gritó mientras apaleaba el aire vacío.

—Eso... Esa cosa. ¡Parece una mano! —señaló el guerrero.

—¡Oh, es verdad! ¡Caramba!

Un brazo esbelto, sinuoso, extremadamente bello, se proyectaba de la nada; la mano se movía de un lado a otro, como si tanteara el aire a ciegas en busca de algo. Earwig alargó su propia mano.

—Hola. Me llamo...

—¡No! —aulló Caramon, pero el brazo pasó a través de los dedos extendidos del kender, que lo miro con el entrecejo fruncido.

—¡Vaya, qué falta de educación!

Earwig trató una y otra vez de estrechar la mano ondeante, pero en todas las ocasiones ésta pasó a través de la suya. Aburrido del jueguecito, se encaminó hacia el arca para examinarla.

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