¿Quién la utilizaría?
Caminando con la cabeza gacha a causa de la embestida de un viento que sólo él percibía, Raistlin repasó los senderos y portentos que habían conformado su existencia: comenzó por los años de la infancia, siguió con los de adoctrinamiento en las filas de adeptos, y pasó por el momento de iniciación como mago, hasta llegar al instante presente, en una calle desierta. El objeto de tan exhaustiva revisión no era otro que dar con la clave que desentrañara el misterio del festival, la llave que abriera la puerta clausurada desde el Cataclismo.
Su mano derecha atenazaba el Bastón de Mago para utilizarlo no sólo como apoyo sino como punto de referencia. La madera negra, la garra dorada, la bola de cristal facetado, constituían el pináculo del saber esotérico; contenía runas y símbolos de sortilegios que aún escapaban a su comprensión. Era el receptáculo de la sabiduría de aquel que lo había creado, el resultado de rituales y sacrificios, un cúmulo de portentos perdidos en la noche de los tiempos, dispuestos a desplegarse, a entregarse, al que supiera escuchar los mudos relatos de voces ignotas. Y a esas voces venerables prestó oídos el mago mientras ignoraba todo lo que lo rodeaba.
A su subconsciente acudieron imágenes, escenas; sensaciones, más que sustancia. Dejó que su espíritu fluyese por las líneas rúnicas del bastón y las sendas del poder lo absorbieron y esparcieron partículas de su mente hacia otros caminos. Sin embargo, el mago carecía de la experiencia requerida para atravesar el velo del tiempo y el espacio y penetrar en el pasado. La barrera impenetrable rechazó su voluntad una y otra vez; y la obligó a regresar al sendero de runas, hasta que por último él admitió su fracaso.
—¡El Gran Ojo se formará esta noche y todavía ignoro lo que acontece! ¿Quién utilizará su poder? ¿Cómo podría utilizar yo su poder?
Los dedos se cerraron con más fuerza en torno al bastón; la energía fluyó a través de la mano, del brazo, y se desbordó hasta el último rincón de su cuerpo. Después de entrar por primera vez en contacto con la fuerza creciente del Gran Ojo, la enfermedad que lo aquejaba había remitido como si la magia insuflara vigor a su maltrecho organismo. La idea de recobrar la salud de manera permanente lo estimuló a la acción, e hizo renacer en él la esperanza que creía perdida para siempre. «¿Podré en verdad librarme de
él?»
Sí,
susurró en su mente la voz profunda y sensual de Shavas.
Alíate conmigo y, juntos, lo enfrentaremos. Muy pronto poseeré grandes poderes. Cumplido el cometido de esta noche obtendré una generosa recompensa, ¡y tú la compartirás!
En su mente resonó el eco de una voz —su voz—, que formulaba una pregunta en la vivencia onírica repetida hasta la saciedad.
¿Y mi recompensa?
Al alcance de la mano.
Raistlin sabía dónde hallar el conocimiento que buscaba. No obstante, su precio era muy alto. Una vez roto el cordón dorado, perdería la magia para siempre. Pero tendría a Shavas. Y riqueza. Y poder. ¿Acaso significaba tanto renunciar a la magia? El hechicero se llevó la mano a la frente; la sangre le palpitaba en las sienes.
El Bastón de Mago golpeó contra el pavimento como manifestación de la frustración que lo embargaba; las vibraciones emitidas por la punta metálica del cayado lo volvieron al momento presente.
Las tres lunas se encumbraban más y más en el cielo nocturno; las dos que resultaban perceptibles a sus ojos proyectaban sombras informes sobre las calles, a la par que surgían otras luces místicas —estrellas luminosas cernidas sobre aceras y edificios—, dispuestas a iniciar su eterno desfile. El mago hizo un alto en el camino y observó la formación de las burbujas; presenció cómo una de estas fuentes de luz brotaba a sus pies y luego se disparaba hacia lo alto en dirección a un parque cercano. Era como si la propia Mereklar cobrara vida.
El aullido de un animal herido hendió el silencio y sacó al hechicero de sus reflexiones con un sobresalto. El alarido procedía de unas cuantas manzanas más adelante, a la izquierda, precisamente en la zona hacia la que se dirigía.
«Tendré que tomar mi decisión mucho antes de lo previsto», pensó, con una punzada de miedo.
Aceleró el paso en tanto oteaba los callejones y travesías por los que cruzaba. Una manzana más adelante, Raistlin se resguardó en las sombras de un portal. Por la esquina, doblaba una patrulla de hombres que marchaban en filas y manejaban lanzas y espadas. Los seguía otro grupo también equipado con armas, pero su paso adolecía de la disciplina y decisión de los primeros. El mago se preguntó hacia dónde se encaminaban. La ciudad parecía desierta.
El alarido, un grito de dolor y furia, se repitió.
Raistlin sacó de entre los pliegues de la túnica el saquillo que le diera Shavas y desanudó los cordones; con movimientos lentos extrajo del interior la vara repleta de extrañas runas. Enseguida, corrió calle adelante tan rápido como la prudencia le aconsejaba, y se dirigió hacia la plaza Leman.
Allí encontraría a Bast... El Señor de los Gatos.
Giró a la izquierda por una calle adyacente envuelta en las sombras y, una vez rebasada la manzana de edificios, torció de nuevo a la derecha. Reparó en que la luz mágica de las burbujas suspendidas sobre las aceras perdía intensidad, como si el combustible que las alimentaba se estuviera consumiendo. Giró una vez más a la izquierda y salió a la calle principal. A punto de alcanzar el espacio abierto de la plaza, dobló la última esquina y se frenó en seco.
Herido, jadeante, acorralado bajo un árbol, se hallaba el hombre de negro; lo rodeaban los miembros sobrevivientes del Cabildo de Mereklar. Lord Cal avanzó hacia él con una vara que emitía un resplandor rojizo en la mano.
—Atiéndeme, Señor de los Gatos. Nuestra soberana no desea que seas su enemigo. Te ofrece a ti y a los que gobiernas que os suméis a nuestras filas y busquéis el poder en la oscuridad que tú tan bien conoces.
—¡A vuestra «soberana» no le importamos nada! —Bast escupió literalmente las palabras—. Lo que quiere es utilizarnos como hace con todo lo que cae bajo su dominio. Nosotros somos libres, no siervos. Así ha sido y así será. —El Señor de los Gatos alzó el mentón con orgullo.
—Entonces, ¡muere libre! —graznó lord Cal, que de inmediato lo apuntó con la vara.
Somos libres, no siervos.
—
Shirak
. —La voz de Raistlin sonó fuerte, clara.
El Bastón de Mago se iluminó y su fulgor sobrepasó el emitido por las dos lunas convergentes. Bast miró con fijeza al mago y sus pupilas lanzaron un destello rojizo, ardiente. Los consejeros se volvieron hacia la fuente de luz y parpadearon deslumbrados por su intensidad.
—¿Quién...?
—El mago —siseó lord Cal con los dientes apretados.>
—Un momento. Maneja una de nuestras varas —intervino lord Alvin en voz baja—. Raistlin Majere, nos equivocamos al acusarte y nos disculpamos. Como ves, hemos acorralado a esta mortífera bestia. ¡Súmate a nuestra lucha y serás recompensado con largueza! ¡Lady Shavas se ocupará de ello!
Raistlin pensó en la enfermedad, el dolor, los momentos angustiosos en los que temió ser incapaz de respirar una vez más. Pensó en un futuro en el que dependería de su hermano. Pensó en las mujeres, que lo miraban con una expresión de horror o piedad; nunca con amor.
Y pensó en la magia, que corría por sus venas como un río ardiente de lava.
—La decisión está tomada —susurró.
En su mente resonó la voz del
otro.
Sí, hace mucho. Aquí tienes tu recompensa.
Raistlin se encontró frente a unas inmensas cascadas de luz, las líneas mágicas que recorrían el interior laberíntico del Bastón de Mago en los espacios infinitos existentes entre las runas de los sortilegios, un lugar donde el saber arcano aguardaba la invocación de sus dedos dorados. Fundió su voluntad con una línea plateada, el acceso al pasado, en el que se encontró en la ladera de una montaña con otros tres hechiceros, imágenes de otro tiempo que captó con todos sus sentidos.
El Túnica Blanca, el Túnica Roja y el Túnica Negra caminaban despacio en abierto desafío a la tormenta, al vendaval, a los relámpagos; ascendieron por un paso abierto en la roca por las fuerzas de la naturaleza, hasta alcanzar la cima. Contemplaron el mundo extendido a sus pies.
—Ha llegado la hora —dijo el Túnica Blanca.
—De entregar nuestras vidas por una gran causa —agregó el Túnica Roja.
—Para dar a nuestros dioses un poder mayor del que cualquiera de nosotros poseerá nunca —concluyó el Túnica Negra.
Llevaron a cabo el conjuro y murieron despedazados por las fuerzas invocadas; el cúmulo de magia quedó atrapado en los tres orbes celestes.
Raistlin siguió con atención las manipulaciones, los movimientos de las manos, las palabras pronunciadas sobre el aullido del viento que sacudía sus ropajes, y aprendió a apoderarse del poder del Gran Ojo.
Su mano, cerrada en torno a la vara, se alzó poco a poco. El artilugio emitió un resplandor rojizo.
—¡Es de los nuestros! —exclamó lord Cal entre carcajadas, y se volvió hacia el Señor de los Gatos.
Un rayo carmesí se disparó de la vara de Raistlin y alcanzó a lord Cal en la espalda. El hombre lanzó un aullido mezcla de rabia y dolor mientras el haz luminoso atravesaba ropajes y músculos. Se giró para enfrentarse a su enemigo, pero le fallaron las fuerzas. Sacudido por espasmos agónicos, se desplomó en el suelo.
Entretanto, Bast le propinó a lord Alvin un zarpazo en la garganta que le separó la cabeza del tronco. El cuerpo mutilado se derrumbó a los pies de su verdugo.
El resto de los consejeros atacaron al Señor de los Gatos en medio de aullidos enfurecidos. El mago no intervino ante el temor de dañar al hombre negro si formulaba cualquier hechizo.
Sin embargo, Bast no precisaba ayuda alguna. Se libró de uno de sus oponentes con una patada brutal que le alcanzó en el plexo solar, y acabó con la vida de otro de un golpe dado con la palma de la mano en la frente, que le hundió el cráneo y lo desnucó.
La noche se sumió otra vez en un profundo silencio.
Raistlin se adelantó despacio, apoyado en el bastón.
De los cuerpos de los consejeros manaba un líquido rojizo oscuro que a la luz de las lunas adquirió un tinte negruzco. El mago advirtió que todos lucían amuletos de plata reluciente, en forma de cráneos de gato.
—¿Quiénes eran? —inquirió.
—Contémplalos en su verdadera naturaleza —respondió Bast.
Los cadáveres sufrieron una espantosa transformación. Los cuerpos se retorcieron con violentas contracciones, les creció un pelaje negro, las manos y pies se tornaron garras. La metamorfosis reveló unas formas maléficas, distorsionadas, delirantes, de animales semejantes a gatos.
—Demonios —dijo Raistlin.
—Los agentes del Abismo —informó Bast.
—La «soberana» a la que se referían...
—Takhisis, la Reina de la Oscuridad. —El Señor de los Gatos pronunció las palabras en un susurro, con temor reverencial.
Un súbito escalofrío premonitorio sacudió al mago de pies a cabeza.
—¡Aún no! —susurró—. ¡Aún no! Todavía no soy lo bastante fuerte. Y ahora, ¿qué? —concluyó en voz alta dirigiéndose a Bast, después de inhalar hondo.
—Eso es decisión tuya, mago. Krynn está en peligro. «El mundo conocerá cinco eras, mas la quinta jamás despuntará si las tinieblas prevalecen y atraviesan el portal.» La Reina regresará al mundo con la ayuda de sus huestes. Hay que impedírselo.
Raistlin contempló de arriba abajo el cuerpo del Señor de los Gatos, un semidiós, lacerado y sangrante por las heridas infligidas por las garras de los demonios.
—Si tú no conseguiste presentarles resistencia, ¿qué haré yo?
—Los nueve enviados eran la élite de los de su clase. Asesinaron a los verdaderos consejeros y consejeras de Mereklar, usurparon sus puestos y asumieron su apariencia. De no ser por ti, habrían abierto el portal sin el menor obstáculo.
—Sin embargo, el cabildo está compuesto por diez miembros.
—Shavas es algo que descubrirás por ti mismo. Ahora, he de marcharme. —Ante la atónita mirada de Raistlin, las heridas del Señor de los Gatos cesaron de sangrar y cicatrizaron en un momento—. A pesar de todo cuanto he dicho antes, te preguntaré algo sin rodeos, aun cuando conozco la respuesta: ¿nos ayudarás a frustrar los planes de la Reina de la Oscuridad?
Raistlin bajó la vista a la vara que le entregara la Gran Consejera; el artilugio todavía emitía un tenue fulgor rojizo.
La decisión está tomada.
Arrojó al suelo la vara y aplastó con la punta del bastón el orificio metálico. El artilugio se quebró en pedazos; el fulgor perdió intensidad y por último se extinguió.
* * *
—Acércate a mí —indicó Bast.
Un instante después, Raistlin se encontraba en una cámara cuyas paredes estaban jalonadas de antorchas que emitían una luz grisácea, mortecina. Varios hombres vestidos con armaduras de cuero negro se hallaban de pie en torno a un estrado de piedra que se alzaba en el centro.
Caramon, herido y ensangrentado, estaba sentado en el suelo y acunaba a Earwig en sus brazos.
El mago se acercó raudo a su hermano y se arrodilló junto a él.
—Caramon —llamó en voz baja.
El hombretón alzó la cabeza, demasiado aturdido y apesadumbrado para sorprenderse por la inesperada aparición de su gemelo.
—¡Pobre Earwig! Tenías razón con el anillo, Raist. Estaba poseído. Cuando se lo quité empezó a gritar. Y me disparó uno de los dardos envenenados, pero no me mató.
El hechicero escuchó la incoherente reseña del guerrero y luego se aproximó al suelo con el propósito de examinar tanto el dardo como el anillo.
Al revisar con más detenimiento el proyectil, advirtió unas muescas en la punta metálica.
—La mayor parte del veneno se desprendió antes de que el dardo te alcanzara. —Raistlin volvió la mirada hacia el kender y esbozó una leve sonrisa—. Al parecer, actuó como ganzúa para abrir un cerrojo.
Caramon no le prestaba atención; el corpulento guerrero estaba volcado sobre el balbuceante kender y trataba en vano de tranquilizarlo.
Raistlin cogió el anillo con cautela y lo sostuvo en la palma de la mano. Casi de inmediato, percibió un susurro aterciopelado:
Ponme en tu dedo. Ponme en tu dedo.