Authors: Clark Ashton Smith
Pero, aunque él no lo sabía, su indiferencia era un asunto muy comentado en la corte. Los hombres se maravillaban sobremanera de tal resistencia, pues todos aquellos a los que la princesa había escogido hasta aquel momento, fuesen capitanes, coperos o altos dignatarios, o fuesen soldados y escuderos vulgares, habían cedido fácilmente a sus brujerías. Así sucedió que Ulúa se sintió rabiosa porque todo el mundo sabía que su belleza estaba siendo despreciada por Amalzaín y que su magia era impotente para hechizarle. A partir de entonces, dejó de aparecer en los banquetes de Famorgh y Amalzaín no la vio más por los jardines y los salones, ni sus sueños y sus horas de vigilia fueron frecuentados ya por la imagen de Ulúa llevada por los conjuros. Así, en su inocencia, se regocijó como alguien que se ha encontrado ante un grave peligro y ha salido indemne de la prueba.
Entonces, más adelante, en una noche sin luna y mientras dormía tranquilamente en las horas anteriores a la aurora, se le acercó en sueños una figura cubierta de la cabeza a los pies con las vestimentas de la tumba. Alta como una cariátide, terrible y amenazadora, se inclinó sobre él en un silencio más maligno que ninguna maldición; las vendas se abrieron por el pecho y gusanos de la carroña, escarabajos de los muertos y escorpiones junto con restos de carne podrida cayeron sobre Amalzaín. Entonces, al despertar de la pesadilla, mareado y ahogándose, respiró un hedor a carroña y sintió contra él la presión de un cuerpo pesado y rígido. Asustado, se levantó y encendió la lámpara, pero el lecho estaba vacío. Sin embargo, todavía podía percibirse el olor de la podredumbre, y Amalzaín podría jurar que el cadáver de una mujer que llevaba dos semanas muerta y hervía de gusanos había yacido próximo a su costado en la oscuridad.
A partir de entonces, y durante muchas noches, sus sueños fueron interrumpidos por pesadillas semejantes a éstas. Apenas podía dormir por el horror de lo que iba y venía, invisible pero palpable, en su cámara. Siempre se despertaba de aquellas pesadillas encontrándose rodeado por los rígidos brazos de súcubos muertos hacía tiempo, o sintiendo a su lado los temblores amorosos de esqueletos descarnados. La sosa y el betún de los pechos de las momias le ahogaban, el peso inmóvil de cadáveres gigantescos le aplastaba y recibía besos nauseabundos de labios que rezumaban pingajos corrompidos.
Y esto no era todo, porque durante el día se le acercaban otras abominaciones, visibles y percibidas por todos sus sentidos y más terribles todavía que los muertos. Cosas que tenían el aspecto de restos de la lepra reptaban ante él, a pleno mediodía, por los salones de Famorgh, y surgían de las sombras, mirando de soslayo con rostros que ya no lo eran, intentando acariciarle con sus dedos medio comidos. Mientras iba de un lado a otro, se le colgaban de los tobillos lascivas figuras con pechos cubiertos de pelo como los de los murciélagos y lamias de cuerpo de serpiente se movían y pirueteaban ante sus ojos como las danzarinas delante del rey.
Ya no podía leer sus libros ni resolver sus problemas de álgebra en paz, porque las letras cambiaban vertiginosamente ante su escrutinio y se retorcían formando versos de un significado siniestro, y los signos y cifras que escribía se convertían en demonios no mayores que hormigas grandes que se agitaban locamente sobre el papel como si estuviesen en el campo, realizando aquellos ritos que solamente son aceptables para Alila, reina de la perdición y diosa de todas las iniquidades.
Azarado y perseguido de esta forma, el joven Amalzaín estaba cerca de la locura; sin embargo, no se atrevía a quejarse o a hablar a alguien de lo que le sucedía, porque sabía que aquellos horrores, fuesen inmateriales o sustanciales, era él únicamente quien los percibía. Durante todo un mes yació de noche en su cámara con cosas muertas y durante el día en todas sus idas y venidas fue perseguido por aborrecibles espectros. No dudaba de que todos le eran enviados por Ulúa, airada por haber él rechazado su amor, y recordó que Sabmón había insinuado oscuramente que había ciertos conjuros de los cuales las cenizas de Yos Ebni, preservadas en el amuleto de plata, quizá no pudiesen defenderle. Sabiendo que tales conjuros habían caído sobre él, se acordó del consejo final del viejo archimago.
Por tanto, sabiendo que no había otra ayuda para él que la magia de Sabmón, se presentó ante el rey Famorgh y le pidió permiso para ausentarse de la corte durante corto tiempo. Y Famorgh, a quien agradaba mucho su copero, y que además había comenzado a advertir su delgadez y palidez, le concedió lo que pedía de buena gana.
Montado sobre un palafrén escogido por su velocidad y resistencia, Amalzaín salió de Miraab una bochornosa mañana de otoño, cabalgando hacia el norte. Una extraña pesadez había calmado el aire y grandes nubes color de cobre se amontonaban. Sobre las desiertas colinas, como si fuesen los palacios, gigantescos y provistos de muchas cúpulas, de los genios. El sol parecía nadar en bronce fundido. Ningún buitre volaba sobre los silenciosos cielos y los mismos chacales se habían retirado a sus guaridas, como temiendo algún desconocido cataclismo. Pero Amalzaín, que cabalgaba velozmente hacia la morada de Sabmón, era perseguido todavía por larvas leprosas que surgían ante él, ensayando posturas lascivas sobre las dunas arenosas, y escuchaba los gemidos de deseos de los súcubos bajo los cascos de su caballo.
La noche, sin aire y sin estrellas, cayó sobre él cuando llegaba a un pozo entre palmeras moribundas. Yació allí sin dormir, rodeado aún por la maldición de Ulúa, porque le parecía que los secos y polvorientos cadáveres de las tumbas del desierto se reclinaban rígidos a su costado y que unos dedos huesudos le arrastraban hacia las insondables simas de arena de donde habían surgido.
Cansado y poseído de los demonios, llegó a la cabaña de Sabmón al mediodía del día siguiente. El sabio le saludó cariñosamente, sin mostrar sorpresa alguna, y escuchó su historia con el aire de alguien que escucha esa historia por segunda vez.
—Todas estas cosas, y más, las sabía desde el principio —dijo a Amalzaín—. Podía haberte salvado antes de los enviados de Ulúa, pero era mi deseo que vinieses a mí en este momento, abandonando la corte del borracho Famorgh y la malvada ciudad de Miraab, cuyas iniquidades han alcanzado su fin. Aunque los astrólogos no lo hayan leído, ha sido decretado en los cielos el inminente final de Miraab y no quería que tú compartieses su destino.
“Es necesario —continuó— que los conjuros de Ulúa sean rotos este mismo día y le sean devueltos, puesto que de otra forma te perseguirían siempre, permaneciendo contigo como una plaga visible y tangible cuando la misma bruja haya vuelto a su negro señor del Séptimo Infierno, Thasaidón.
Entonces, y ante la maravilla de Amalzaín, el anciano mago sacó de su armario de marfil un espejo elíptico de un metal oscuro y pulido y lo colocó ante él. El espejo estaba sostenido por las cubiertas manos de una imagen velada; mirando en su interior, Amalzaín no vio reflejados ni su propio rostro ni el de Sabmón, ni ninguna parte de la habitación. Sabmón le ordenó observar atentamente el espejo y después se retiró a un pequeño oratorio que estaba separado de la cámara por largos rollos de pergamino de cuero de camello pintados de forma muy extraña, que hacían las veces de cortina.
Mirando en el espejo, Amalzaín se dio cuenta de que varios de los enviados de Ulúa iban y venían por detrás suya intentando ganar su atención con gestos obscenos como los que emplean las prostitutas. Pero, resueltamente, fijó sus ojos sobre el vacío y opaco metal y pronto oyó la voz de Sabmón cantando sin pausa las poderosas palabras de una antigua fórmula exorcista; de las cortinas del oratorio se escapó la intolerable acrimonia de las especias quemadas, del tipo de las que se emplean para alejar a los demonios.
Entonces Amalzaín percibió, sin levantar los ojos del espejo, que los enviados de Ulúa se habían desvanecido como vapores empujados por el viento del desierto. Pero en el espejo se delimitó vagamente una escena y le pareció contemplar las torres de mármol de la ciudad de Miraab bajo imponentes moles de amenazadoras nubes. Después la escena cambió y vio el salón del palacio donde Famorgh cabeceaba, senil y borracho, entre sus ministros y sicofantes, vestido de púrpura manchada de vino. Otra vez el espejo cambió y contempló una habitación con tapices de desvergonzadas escenas, donde, sobre un lecho de carmesí brillante como el fuego, la princesa Ulúa estaba sentada con sus últimos amantes entre el humear de los incensarios de oro.
Maravillándose al contemplar el espejo, Amalzaín presenció algo extraño: los vapores de los incensarios, que se elevaban espesa y voluminosamente, iban tomando de minuto en minuto la forma de aquellas mismas apariciones que le habían atormentado durante tanto tiempo. Surgieron y se multiplicaron hasta que la cámara estuvo llena con la descendencia del Infierno y el vómito de la carroña hendida. Entre Ulúa y el amante que se sentaba a su derecha, que era un capitán de la guardia real, se enroscó una lamia monstruosa, rodeándolos a los dos con sus serpenteantes volúmenes y aplastándolos con su pecho humano; cerca de su izquierda apareció un cadáver medio comido por los gusanos, riendo con dientes sin labios de los que se desprendían larvas que cayeron sobre Ulúa y el otro amante, que era un caballerizo real. Y expendiéndose como los vapores del caldero de alguna bruja, aquellos otros horrores se lanzaron sobre el lecho de Ulúa con baboseos y manoseos obscenos.
Como la señal de una marca infernal, el horror apareció en las facciones del capitán, y el caballerizo ante esto y un terror que recordaba una pálida llama encendida en simas sin sol, apareció en los ojos de Ulúa, y sus pechos temblaron bajo sus atavíos. Entonces, en un segundo, la habitación en el espejo comenzó a balancearse violentamente y los incensarios se volcaron sobre las palpitantes losas; las lascivas colgaduras se sacudieron y se hincharon como las velas de una nave en la tormenta. En el suelo aparecieron grandes grietas, y bajo el lecho de Ulúa se formó rápidamente una sima que después se ensanchó de pared a pared. La habitación se hundió y la princesa y sus dos amantes, con todos sus horrorosos enviados a su alrededor, fueron tumultuosamente arrojados al abismo.
Después el espejo se oscureció y Amalzaín contempló por un instante las pálidas torres de Miraab tambaleándose y cayendo, recortadas contra unos cielos negros como el adamanto. El propio espejo temblaba y la velada imagen de metal que lo sostenía comenzó a inclinarse; estuvo a punto de caer, y la casa de Sabmón tembló con el paso del terremoto, pero al estar sólidamente construida, se mantuvo firme, mientras las mansiones y palacios de Miraab quedaban en ruinas.
Cuando la tierra hubo dejado de temblar, Sabmón salió de su oratorio.
—No es necesario moralizar sobre lo que ha sucedido —dijo—. Has aprendido la verdadera naturaleza del deseo carnal y has visto asimismo la historia de la corrupción mundana. Ahora, puesto que eres sabio, pronto te volverás hacia aquellas cosas que son incorruptibles y están más allá del mundo.
A partir de entonces, y hasta la muerte de Sabmón, Amalzaín vivió con él y se convirtió en su único discípulo de la ciencia de las estrellas y de las ocultas artes del encantamiento y la magia.
—Mordiggian es el dios de Zul-Bha-Sair —dijo el posadero con suntuosa solemnidad—. Él ha sido el dios desde tiempos perdidos en sombras más profundas que los subterráneos de su negro templo para la memoria del hombre. No hay otro dios en Zul-Bha-Sair. Y todos los que mueren dentro de las murallas de la ciudad son consagrados a Mordiggian. Hasta los reyes y los magnates, cuando mueren, son dejados en manos de sus embozados sacerdotes. Ésta es la ley y la costumbre. Dentro de un rato los sacerdotes vendrán a recoger a tu prometida.
—Pero Elaith no está muerta —protestó por tercera o cuarta vez el joven Phariom, con penosa desesperación—. Su enfermedad es tal que asume la inerte semejanza de la muerte. Dos veces antes de ahora ha yacido insensible, con sus mejillas pálidas y una inmovilidad en su propia sangre que apenas podía distinguirse de la tumba, y dos veces se ha despertado después de un intervalo de varios días.
El posadero, con aire de apreciativa incredulidad, observó a la muchacha que yacía blanca e inmóvil, como un lirio segado, sobre el lecho de la cámara abuhardillada pobremente amueblada.
—En tal caso no debieras haberla traído a Zul-Bha-Sair —advirtió en tono de búho irónico—. El médico la ha dado por muerta y su muerte ha sido notificada a los sacerdotes. Debe ir al templo de Mordiggian.
—Pero somos extranjeros, huéspedes por una noche. Venimos del país de Xylac, allá al norte, y esta mañana debiéramos haber seguido por Tasuun hacia Pharaad, la capital de Yoros, que se encuentra cerca del mar meridional. Ciertamente, tu dios no tiene ningún derecho sobre Elaith, aunque estuviese verdaderamente muerta.
—Todo aquel que muere en Zul-Bha-Sair es propiedad de Mordiggian —insistió el tabernero sentenciosamente—. Los forasteros no están exentos. El oscuro buche de su templo está eternamente abierto y ningún hombre, mujer ni niño, a través de los años, se ha evadido de su espera. Toda carne mortal debe convertirse, a su debido tiempo, en alimento del dios.
Phariom se estremeció ante la untuosa y portentosa declaración.
—He oído cosas vagas sobre Mordiggian, una leyenda relatada por los viajeros en Xylac —admitió—. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y Elaith y yo entramos ignorantemente en Zul-Bha-Sair... Incluso si la hubiera conocido habría dudado de esta terrible costumbre que me cuentas... ¿Qué clase de deidad es ésta que imita a las hienas y a los buitres? Ciertamente, eso no es un dios, sino un vampiro.
—Ten cuidado no caigas en una blasfemia —advirtió el posadero—. Mordiggian es viejo y omnipotente como la misma muerte. Fue adorado en antiguos continentes, antes de que Zothique surgiera del mar. Por él nos salvamos de la corrupción y del gusano. De la misma forma que los pueblos de todos países entregan sus muertos a la llama que todo lo consume, nosotros, los de Zul-Bha-Sair, entregamos los nuestros al dios. Su santuario es terrible, un lugar de terror y sombras oscuras donde el sol no penetra, allí los sacerdotes llevan a los muertos y los depositan sobre una vasta mesa de piedra para que esperen su salida de la cámara interior donde habita. Ningún hombre vivo, aparte de los sacerdotes, lo ha visto alguna vez, y los rostros de los sacerdotes se ocultan bajo máscaras de plata; hasta sus manos están cubiertas, para que los hombres no puedan ver a aquellos que han visto a Mordiggian.