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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (20 page)

Como impulsado por una voluntad que no era suya, el joven se volvió y vio la cosa que había detenido el golpe de Narghai. Arctela y Abnón-Tha, detenidos ante la puerta abierta, se silueteaban contra una sombra colosal que no provenía de nada de la habitación. Aquello llenaba la puerta de lado a lado sobresaliendo por encima del dintel... Después, rápidamente, se convirtió en algo más que una sombra: era una masa de oscuridad negra y opaca que, de alguna forma, cegaba los ojos con un extraño arrobamiento. Parecía absorber la llama de las rojas urnas y llenar la cámara con un escalofrío de muerte y de vacío. Su forma era la de una columna moldeada por los gusanos, enorme como un dragón, con las anillas más lejanas continuando por la penumbra del corredor, pero cambiaba de momento en momento, agitándose y prolongándose como si estuviera vivo con las energías vertiginosas de los oscuros eones. Por un breve momento adquirió la apariencia de algún gigante demoniaco, de cabeza sin ojos y cuerpo sin extremidades, y después, saltando y esparciéndose como el humeante fuego, se deslizó dentro de la cámara.

Abnón-Tha retrocedió ante él musitando frenéticamente maldiciones y exorcismos, pero Arctela, pálida, ligera e inmóvil, quedó de lleno en su paso y la cosa la rodeó, envolviéndola en una hambrienta llamarada hasta que quedó completamente oculta a la vista.

Phariom, soportando a Elaith, que se inclinaba débilmente sobre su hombro como si estuviera a punto de desmayarse, no tenía fuerzas para moverse. Se olvidó del asesino Narghai y le pareció que él y Elaith eran débiles sombras en presencia de la muerte y la descomposición encarnadas. Vio cómo la negrura crecía y engrosaba, como una hoguera a la que se echa un leño, al cerrarse sobre Arctela, y la vio resplandecer con remansados tonos de un amarillo lúgubre, como el espectro de un sol melancólico. Durante un instante oyó un suave murmullo como de llamas. Después, rápida y terriblemente, la cosa salió de la habitación. Arctela se había ido, disolviéndose como un fantasma en el aire. Llevada por una repentina ráfaga de calor y frío extrañamente mezclados, llegó un olor acre como el que saldría de una consumida pira funeraria.

—¡Mordiggian! —gritó Narghai presa de un terror histérico—. ¡Era el dios Mordiggian! ¡Se ha llevado a Arctela!

Su grito, aparentemente, fue contestado por una veintena de ecos sardónicos, inhumanos como el aullido de las hienas, y sin embargo articulados, que repitieron el nombre de Mordiggian. Una horda de criaturas procedentes del oscuro salón, y que sólo por sus ropajes violetas Phariom pudo identificar como los sacerdotes del dios-vampiro, se desparramó por la habitación. Se habían quitado las máscaras de forma de cráneos, revelando cabezas y rostro que eran mitad antropomorfos mitad caninos y totalmente diabólicos. Además se habían quitado los guantes sin dedos... Por lo menos había una docena. Sus garras curvadas resplandecieron a la sangrienta luz como ganchos de algún metal oscuro; sus dientes afilados, más largos que los clavos de los sepulcros, sobresalían de labios que gruñían. Rodearon a Abnón-Tha y a Narghai como un círculo de chacales, haciéndoles retroceder hacia la esquina más lejana. Varios más, que entraron retrasados, cayeron con ferocidad bestial sobre Vemba-Tsith, que había comenzado a revivir y gemía y se retorcía en el suelo entre las desparramadas brasas del brasero.

Parecían ignorar a Phariom y Elaith, que como presos de un funesto trance lo contemplaban todo. Pero el último en entrar, antes de reunirse con los asaltantes de Vemba-Tsith, se volvió hacia la joven pareja y se dirigió a ellos con voz ronca y profunda, como un ladrido resonando desde la tumba.

—Idos, ya que Mordiggian es un dios justo que reclama únicamente a los muertos y no se ocupa de los vivos. Y nosotros, los sacerdotes de Mordiggian, tratamos a nuestro estilo con los que violan su ley retirando a los muertos del templo.

Phariom, con Elaith todavía apoyándose en su hombro, salió del oscuro salón, escuchando un terrible clamor en el que los alaridos humanos se mezclaban con los gruñidos de chacales y la risa de las hienas. El clamor cesó cuando entraron en la azulada luz del santuario y pasaron al corredor exterior, y el silencio que inundó el santuario de Mordiggian a sus espaldas era tan profundo como el silencio de los muertos sobre la negra mesa del altar.

EL ÍDOLO OSCURO

El sol no brillaba ya con su blancura fantástica sobre Zothique, el último continente, sino que estaba totalmente empañado y opaco, como si lo cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en número incontable, se habían presentado en los cielos y las sombras del infinito se aproximaron. De las sombras, habían vuelto junto al hombre los dioses antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres pero con los mismos atributos. Y también los antiguos demonios habían regresado, agitándose sobre los humos que se elevaban de malvados sacrificios y favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías.

Muchos en Zothique eran nigromantes y magos, y la fama de sus hechos infames y maravillosos eran objeto de leyendas por todas partes en los últimos tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor que Namirrha, que impuso su negro yugo sobre las ciudades de Xylac, y más tarde, en su orgulloso delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasaidón, el señor del Mal.

Namirrha había construido su morada en Ummaos, la principal ciudad de Xylac, donde llegó procedente del desértico país de Tasuun con el sombrío renombre de sus taumaturgias detrás suya como una nube de arena. Y nadie sabía que, al volver a Ummaos, regresaba a la ciudad que le había visto nacer, porque todos le consideraban nativo de Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado que el gran hechicero fuese la misma persona que el mendigo Narthos, un muchacho huérfano de dudoso linaje que pidió diariamente el pan por las calles y bazares de Ummaos. Había vivido desastradamente, solo y despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta ciudad creció en su corazón como una llama oculta que arde en exceso, esperando el momento en que se convertirá en un incendio devorador de todas las cosas.

El rencor y odio de Narthos contra los hombres se fue haciendo más amargo durante su infancia y primera juventud. Un día, el príncipe Zotulla, un muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él en la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre un inquieto palafrén, y Narthos le imploró una limosna. Pero Zotulla, burlándose de su petición, siguió altivamente adelante espoleando su palafrén y Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos. Después, próximo a la muerte a causa del atropello, yació sin sentido durante muchas horas, mientras la gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Recobrando finalmente el sentido, pudo arrastrarse hasta su chamizo, pero a partir de entonces cojeó ligeramente durante el resto de su vida y la marca de un casco permaneció sobre su cuerpo a manera de señal, sin desvanecerse nunca. Más tarde abandonó Ummaos y fue rápidamente olvidado por la gente de la ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió en el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero, finalmente, llegó a un pequeño oasis donde habitaba el mago Ouphaloc, un solitario que prefería la compañía de honrados chacales y hienas a la de los hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e inteligencia del desamparado muchacho, le socorrió y le acogió allí. Durante años vivió con Ouphaloc, convirtiéndose en su discípulo y heredero de la sabiduría que le había enseñado el demonio. Extrañas cosas aprendió en aquella choza y era alimentado con frutos y cereales que no habían nacido del húmedo suelo y con vino que no era el jugo de la uva terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un maestro de demonología y estableció su pacto con el archienemigo Thasaidón. Cuando Ouphaloc murió, tomó el nombre de Namirrha y se presentó a los pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las escondidas momias de Tasuun. Pero nunca pudo olvidar las miserias de su juventud en Ummaos y el mal que le había causado Zotulla, y año tras año hiló en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su fama se hizo más amplia y sombría cada vez, y los hombres de países remotos más allá de Tasuun le temían. En las ciudades de Yoros y en Zul-Bha-Sair, la morada de la deidad vampírica Mordiggian, se hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho antes de la llegada de Namirrha en persona, la gente de Ummaos le conocía como una calamidad fabulosa, que era más horrible que el simún o la peste.

En los años que siguieron a la marcha del muchacho Narthos de Ummaos, Pithaim, el padre del príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno de una pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en busca de calor, en una noche de otoño. Algunos dijeron que la víbora había sido colocada por Zotulla, pero esto era algo que nadie podía afirmar con certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla, que era su único hijo, fue el emperador de Xylac y gobernó en la maldad, desde su trono de Ummaos. Era tiránico e indolente y estaba lleno de extraños vicios y crueldades, pero la gente, que también era malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero y los señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y los rojos soles y las lunas cenicientas continuaron pasando sobre Xylac, dirigiéndose al oeste, poniéndose en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como un río crecido más allá de la infame isla de Naat y se derrumbaba, formando una catarata tan ancha como el mundo, sobre el espacio exterior desde el lejano borde de la Tierra cortado a pico.

Se embruteció cada vez más y sus pecados eran como frutos hinchados que madurasen sobre un profundo abismo. Pero los vientos del tiempo soplaron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se reía rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus amantes y la historia de sus pecados viajó muy lejos y era relatada entre gentes de lejanos países como una maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias de Namirrha.

Así sucedió que, en el año de la Hiena y en el mes de la estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a los habitantes de Ummaos. Por todas partes se veían carnes que habían sido cocinadas con especias exóticas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterráneos fuegos, eran servidos incansablemente a todos de urnas gigantescas. Éstos provocaron una furiosa alegría y una locura digna de reyes, y después una somnolencia no menos profunda que la de la tumba.

Y uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores iban cayendo por las calles, casas y jardines, como si una plaga les hubiese alcanzado, y Zotulla dormía en el salón de banquetes de oro y ébano, con sus odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo Ummaos en el momento en que Sirius comenzaba a caer hacia el este.

Así fue como nadie vio u oyó la llegada de Namirrha. Pero cuando, muy avanzada la mañana siguiente, el emperador se despertó pesadamente, oyó un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces de aquellos de sus eunucos y mujeres que se habían despertado antes que él. Al preguntar el motivo, le dijeron que durante la noche había ocurrido un extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y el sopor, comprendió bastante poco sobre su naturaleza hasta que su concubina favorita, Obexah, le condujo al pórtico oriental del palacio, desde el que podía contemplar la maravilla con sus propios ojos.

Ahora bien, el palacio se erguía en solitario en el centro de Ummaos, y al norte, oeste y sur, en amplias distancias, se extendían los jardines imperiales, llenos de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste había una amplia zona despejada, utilizada como una especie de patio entre el palacio y las mansiones de los nobles de más rango. En este espacio, que al atardecer había estado completamente vacío, se elevaba un edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol, con cúpulas que semejaban monstruosos hongos de piedra que hubiesen surgido durante la noche. Y las cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla, estaban construidas de mármol blanco como la muerte, mientras que la gigantesca fachada, con pórticos de muchas columnas y profundas galerías, estaba formada por zonas alternas de ónice negro como la noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de los dragones. Y Zotulla juró horriblemente, llamando numerosas blasfemias a los dioses y demonios de Xylac, y su confusión fue grande, considerando que aquello era la obra de un mago. Las mujeres se apiñaron a su alrededor, llorando con estridentes gritos de miedo y terror, y según se iban despertando, más y más de sus cortesanos vinieron a engrosar el tumulto y los gordos castrados se estremecieron en sus túnicas doradas, como inmensas mermeladas negras en recipientes de oro. Pero Zotulla, recordando su poder como emperador de todo Xylac, intentó ocultar su propia agitación diciendo:

—¿Quién es éste que se ha atrevido a entrar en Ummaos como un chacal en la oscuridad y ha construido su impía guarida en la proximidad y a la vista de mi palacio? Id y preguntad el nombre del bribón; pero antes de ir, instruid al verdugo para que afile su espada, la que maneja con ambas manos.

Entonces, temerosos de la rabia del emperador si se demoraban, varios de los mayordomos se adelantaron de mala gana y se acercaron a la puerta del extraño edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas parecieron estar desiertas; después apareció en el umbral un esqueleto titánico, más alto que ningún ser humano, que se adelantó a encontrarlos con largas zancadas.

El esqueleto vestía un taparrabos de seda escarlata con un broche de azabache y llevaba un turbante negro adornado de diamantes, cuya parte superior casi tocaba el alto dintel. En las profundas cuencas brillaban unos ojos que parecían señales de fuego, y una lengua ennegrecida, como la de alguien que lleva largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes, pero, por lo demás, no tenía ni una brizna de carne y los huesos resplandecían blancos al sol mientras se acercaba.

Los mayordomos, en silencio, permanecieron ante él y no se oía otro sonido que los tintineos de sus cinturones dorados y el áspero crujido de la seda de sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos de los pies del esqueleto resonaron profundamente sobre el pavimento de ónice negro y pronunció, con voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:

—Regresad y decid al emperador Zotulla que Namirrha, vidente y mago, ha venido a vivir a su lado.

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