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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (18 page)

Silencioso y manteniendo una distancia prudente, Phariom siguió a las tétricas figuras cubiertas con su preciosa carga. Vio que la gente abría paso al ataúd con aterrorizada e incuestionable presteza y las altas voces de los mercachifles y chalanes se acallaban cuando pasaban los sacerdotes. Oyendo al pasar una conversación entre dos de los ciudadanos, se enteró de que la muchacha muerta era Arctela, hija de Quaos, un noble y alto magistrado de Zul-Bha-Sair. Había muerto muy rápida y misteriosamente por alguna causa desconocida para el médico, que no había afectado ni estropeado su belleza en lo más mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetectable y no una enfermedad fue la causa de su muerte, mientras que otros la daban por víctima de alguna maléfica hechicería.

Los sacerdotes continuaban su camino y Phariom les siguió lo mejor que pudo sin perderles de vista por el ciego laberinto de calles. La pendiente se hizo más pronunciada, sin permitir una perspectiva clara de los niveles bajos, y las casas parecían apiñarse más, como si se resguardasen de un precipicio. Finalmente, el joven emergió tras sus macabros guías en una especie de agujero circular en el centro de la ciudad, donde el templo de Mordiggian sobresalía solo y separado sobre un pavimento de triste ónice y entre funerarios cedros cuyo verdor estaba ennegrecido como por las eternas sombras de los cadáveres legados por las edades muertas.

El edificio estaba construido en una piedra extraña, del tono púrpura negruzco de la podredumbre carnal, una piedra que rehuía el ardiente brillo del mediodía y la prodigalidad de la aurora o la gloria del ocaso. Era bajo y no tenía ventanas, en la forma de un mausoleo monstruoso. Sus puertas bostezaban sepulcralmente en la penumbra de los cedros.

Phariom observó a los sacerdotes cuando éstos se desvanecieron por las puertas, cargados con la muchacha Arctela como fantasmas llevando una carga fantasmal. La amplia zona pavimentada entre las casas que reculaban y el templo estaba vacía en aquel momento, pero no se atrevió a cruzarla en el resplandor de la traicionera luz del día. Bordeando la zona, vio que había varias entradas más al gran santuario, todas abiertas y sin guardias. No se apreciaba ninguna señal de actividad en los alrededores, pero se estremeció ante la idea de lo que se ocultaba en el interior de aquellas murallas, de la misma forma que el festín de los gusanos es ocultado por la tumba de mármol.

Como los vómitos de un cadáver, las abominaciones de lo que había oído surgieron ante él a la luz del sol y de nuevo estuvo al borde de la locura sabiendo que Elaith tenía que yacer entre los muertos, en el templo, con la pestilente sombra de cosas semejantes sobre ella, y que él, consumido por un frenesí inagotable, tenía que esperar el manto favorable de la oscuridad antes de poder ejecutar su nebuloso y dudoso plan de rescate. Mientras tanto, ella podría despertarse y morir ante el horror mortal de lo que la rodeaba..., o podría pasar algo todavía peor, si las historias que se susurraban eran ciertas...

Abnón-Tha, hechicero y nigromante, se felicitaba a sí mismo por el trato que había hecho con los sacerdotes de Mordiggian. Le parecía, y quizá con justicia, que nadie menos inteligente que él podría haber concebido y ejecutado los diversos procedimientos que habían hecho este trato posible, por el que Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría en su indudable esclava. Ningún otro amante, se dijo a sí mismo, podría haber sido lo bastante resuelto como para obtener a la mujer deseada de esta forma. Arctela, prometida a Alos, un joven noble de la ciudad, estaba aparentemente más allá de las aspiraciones de un hechicero. Sin embargo, Abnón-Tha no era un mago vulgar, sino un adepto grandemente versado en los más terribles y profundos secretos de las negras artes. Conocía los conjuros que matan a distancia con más rapidez y seguridad que el cuchillo o el veneno, y conocía también los conjuros más poderosos por los que los muertos pueden ser reanimados, incluso después de siglos de podredumbre. Había asesinado a Arctela de forma que nadie podría detectar, con una invocación extraña y sutil que no había dejado marca, y su cuerpo se encontraba ahora entre los muertos, en el templo de Mordiggian. Esta noche, con el permiso tácito de los sacerdotes, la volvería de nuevo a la vida.

Abnón-Tha no había nacido en Zul-Bha-Sair, sino que vino muchos años antes de la infame y semimítica isla de Sotar, que se encontraba en algún punto al este del gigantesco continente de Zothique. Como un astuto y joven buitre, se estableció a la propia sombra del santuario de los muertos y había prosperado mucho, tomando alumnos y asistentes. Sus tratos con los sacerdotes eran largos y extensos y el trato que acababa de hacer estaba lejos de ser el primero de su clase. Le habían permitido el uso temporal de los cuerpos reclamados por Mordiggian, estipulando únicamente que aquellos cuerpos no serían sacados del templo durante el curso de ninguno de sus experimentos en nigromancia. Puesto que el privilegio era ligeramente irregular desde su punto de vista, había hallado necesario sobornarles, no con oro, sin embargo, sino con la promesa de un generoso suministro de algo más siniestro y corruptible que el oro. El pacto había sido bastante satisfactorio para todos los implicados: desde la llegada del hechicero, los cadáveres entraban en el templo en más abundancia de lo normal, al dios no le habían faltado provisiones, y a Abnón-Tha nunca le faltaron sujetos sobre los que emplear sus siniestros conjuros.

En general, Abnón-Tha no estaba descontento de sí mismo. Reflexionó además que, aparte de su maestría en la magia y su ingenuidad llena de artificios, estaba a punto de manifestar un coraje inigualado. Había planeado un robo que equivaldría a un horrible sacrilegio; sacar el cuerpo reanimado de Arctela del templo. Robos semejantes, de cadáveres animados o inanimados, y el castigo que merecían era únicamente un asunto de leyenda, porque en los últimos siglos no había ocurrido ninguno. Según la creencia general, el destino de aquellos que lo habían intentado y habían fallado era tres veces terrible. El nigromante no era ciego a los riesgos de su empresa, ni, por otra parte, se sentía disuadido o intimidado por ellos.

Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, advertidos de su intención, habían realizado, con todo el secreto debido, los preparativos para la fuga de Zul-Bha-Sair. Seguramente, la fuerte pasión que el mago había concebido por Arctela no era el único motivo para abandonar la ciudad. Estaba deseoso del cambio, porque se había cansado un poco de las extrañas leyes que, en realidad, servían para restringir sus prácticas nigrománticas, aunque en otro sentido las facilitasen. Planeaba viajar hacia el sur y establecerse en una de las ciudades de Tasuun, un imperio famoso por el número y antigüedad de sus momias.

El momento del ocaso se acercaba. Cinco dromedarios, entrenados para correr, esperaban en el patio interno de la casa de Abnón-Tha, una mansión alta y desmoronada que parecía inclinarse hacia delante sobre la abierta zona circular que pertenecía al templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo conteniendo los libros más valiosos, manuscritos y otros utensilios mágicos del hechicero. Sus compañeros llevarían a Abnón-Tha, los dos ayudantes... y a Arctela.

Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante su amo para decirle que todo estaba dispuesto. Ambos eran mucho más jóvenes que Abnón-Tha, pero, como él, eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pertenecían al atezado pueblo de Naat, una isla cuya mala fama casi igualaba a la de Sotar, poblada por gente de ojos estrechos.

—Está bien —dijo el nigromante, mientras permanecían con los ojos bajos ante él, después de anunciar esto—. Sólo tenemos que esperar la hora favorable. A medio camino entre el ocaso y la salida de la luna, cuando los sacerdotes estén cenando en la sala interior, entraremos en el templo y haremos lo que haya que hacer para la resurrección de Arctela. Ellos comerán bien esta noche, porque sé que muchos de los muertos están maduros sobre la gran mesa del santuario superior, y quizá Mordiggian también coma. Nadie vendrá a vigilar lo que hagamos.

—Pero amo —dijo Narghai, estremeciéndose un poco por debajo de su túnica, de rojo nacarado—, después de todo, ¿es sabio hacer una cosa así? ¿Debes arrancar la muchacha del templo? Antes de esto, siempre te has contentado con el breve préstamo permitido por los sacerdotes y les ha devuelto los muertos en el estado requerido de inanimación. En verdad, ¿es bueno violar la ley del dios? Se dice que la ira de Mordiggian, aunque pocas veces provocada, es más terrible que la ira de todas las demás deidades. Por esta razón, nadie ha intentado engañarle durante los últimos años, ni ha osado retirar ningún cadáver de su santuario. Se dice que, hace mucho tiempo, un alto personaje de la ciudad se llevó de allí el cuerpo de una mujer a la que había amado y huyó con él al desierto, pero los sacerdotes le persiguieron, corriendo a más velocidad que los chacales...; el destino que le correspondió es algo sobre lo que aún las leyendas susurran débilmente.

—Yo no temo ni a Mordiggian ni a sus criaturas —dijo Abnón-Tha con una solemne vanagloria en su voz—. Mis dromedarios pueden correr más que los sacerdotes..., incluso concediendo que los sacerdotes no sean hombres, sino vampiros, como dicen algunos. Y no hay muchas probabilidades de que nos sigan; después de su festín de hoy, dormirán como buitres ahítos. La mañana nos encontrará lejos en el camino de Tasuun, antes de que despierten.

—El amo tiene razón —interpoló Vemba-Tsith—. No tenemos nada que temer.

—Pero se dice que Mordiggian no duerme —insistió Narghai—, y que lo vigila todo eternamente desde la negra cámara bajo el templo.

—Eso he oído —dijo Abnón-Tha, con aire seco y suficiente—. Pero considero que tales creencias son simples supersticiones. En la verdadera naturaleza de las entidades que se alimentan de cadáveres, no hay nada que las confirme. Hasta ahora yo nunca he visto a Mordiggian, ni dormido ni despierto, pero por todas las probabilidades, se trata simplemente de un vampiro vulgar. Conozco esos demonios y sus costumbres. Sólo difieren de las hienas por su forma monstruosa, su tamaño y su inmortalidad.

—Aun así, considero que engañar a Mordiggian no es cosa buena —musitó Narghai por lo bajo.

Las palabras fueron captadas por el fino oído de Abnón-Tha.

—No, no se trata de un engaño. He servido bien a Mordiggian y sus sacerdotes y he aprovisionado generosamente su negra mesa. Además, en cierto modo guardaré lo pactado en lo que se refiere a Arctela: enviaré un nuevo cadáver a cambio de mi privilegio nigromántico. Mañana, el joven Alos, el prometido de Arctela, ocupará su lugar entre los muertos. Ahora marchaos y dejadme, porque debo pensar un conjuro interior que pudra el corazón de Alos, como un gusano que se despierte en el corazón de un fruto.

A Phariom, enfebrecido y desesperado, le parecía que aquel día sin nubes transcurría con la lentitud de un río atestado de cadáveres. Incapaz de calmar su agitación, deambuló sin rumbo por los concurridos bazares hasta que las torres occidentales se oscurecieron sobre un cielo azafranado, y el atardecer surgió como un mar gris y encrespado sobre las casas. Después volvió a la posada donde Elaith había sido atacada por la enfermedad y reclamó el dromedario que había dejado en el establo. Cabalgando a través de penumbrosas callejuelas, iluminadas únicamente por el débil resplandor de lámparas o velas que venían de las ventanas medio cerradas, encontró, una vez más, el camino hacia el centro de la ciudad.

La penumbra se había espesado hasta convertirse en oscuridad cuando llegó al área despejada que rodeaba el templo de Mordiggian. Las ventanas de las mansiones que daban a la zona estaban cerradas y sin luz, como si fuesen ojos muertos, y el mismo santuario, una colosal masa de negrura, estaba tan oscuro como cualquier mausoleo bajo las apiñadas estrellas. No parecía que nadie se moviese en el exterior, y aunque la quietud era favorable a sus proyectos, Phariom tembló con un estremecimiento de mortal amenaza y desolación. Los cascos de su camello sonaban sobre el pavimento con un sonido inquietante y sobrenatural y pensó que los oídos de los ocultos vampiros, escuchando alertas detrás del silencio, tendrían que oírlos.

Sin embargo, en aquella oscuridad sepulcral no había atisbos de vida. Alcanzando el asilo de uno de los espesos grupos de viejos cedros, desmontó y ató el dromedario a una rama que crecía baja. Escondiéndose entre los árboles, como una sombra entre sombras, se aproximó al templo con infinita cautela y lo rodeó lentamente, viendo que sus cuatro partes, que correspondían a los cuatro cuadrantes de la Tierra, estaban todas igualmente abiertas, oscuras y desiertas. Volviendo por fin a la puerta oriental, donde había dejado su camello, se envalentonó para entrar en los negros y amenazadores portales.

Al cruzar el umbral se vio inmediatamente envuelto por una oscuridad muerta y pegajosa, aromatizada por un vago hedor de podredumbre y el olor a carne y huesos quemados. Advirtió que se encontraba en un pasillo gigantesco, y palpando el camino hacia delante por la pared de la derecha, pronto llegó a un repentino recodo y vio un resplandor azulado mucho más adelante, como si fuese algún salón central donde terminaba el corredor. Contra el resplandor se silueteaban unas columnas impresionantes, y al acercarse más vio cruzar a varias figuras oscuras y embozadas, que presentaban el perfil de unos cráneos enormes. Dos de ellos compartían la carga de un cuerpo humano que llevaban en sus brazos. A Phariom, que se había detenido en el sombrío salón, le pareció que el vago olor de putrescencia que flotaba en el aire se hacía más fuerte durante unos cuantos minutos después de que las figuras desaparecieron.

Ninguna otra figura les seguía y el santuario recuperó su tranquilidad de mausoleo. Pero el joven esperó durante varios minutos, dudoso y temblando, antes de atreverse a seguir adelante. Una opresión de misterio sepulcral espesaba el aire y le ahogaba como los terribles efluvios de las catacumbas. Sus oídos se volvieron intolerablemente agudos y oyó un confuso zumbido, un sonido de voces profundas y viscosas indistinguiblemente mezcladas que parecían salir de la cripta bajo el templo.

Escurriéndose al fin hasta el extremo del salón, escudriñó lo que obviamente era el santuario mayor: una sala baja y con muchos pilares, cuya amplitud era revelada a medias por los fuegos azulados que brillaban y parpadeaban en numerosos vasos en forma de urnas sostenidos en solitario sobre esbeltas estelas.

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