Authors: Clark Ashton Smith
—Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es cierto? Apelaré ante él contra esta odiosa y horrible injusticia. Ciertamente me escuchará.
—Phenquor es el rey, pero no podría ayudarte aunque lo desease. Tu apelación no será ni tan siquiera escuchada. Mordiggian está por encima de todos los reyes y su ley es sagrada. ¡Calla...! Ya llegan los sacerdotes.
Phariom, con el corazón enfermo por el terror y la crueldad del destino que amenazaba a su joven esposa en esta desconocida ciudad de pesadilla, oyó un siniestro y constante crujir de las escaleras que conducían a la buhardilla de la posada. El sonido se acercaba con una rapidez sobrehumana y cuatro extrañas figuras entraron en la habitación, pesadamente vestidas de un fúnebre color púrpura y llevando enormes máscaras de plata esculpidas a semejanza de cráneos. Era imposible adivinar su apariencia real, porque, como había insinuado el tabernero, incluso sus manos estaban ocultas por una especie de mitones y las túnicas purpúreas descendían formando sueltos pliegues que se arrastraban por debajo como las vendas de una momia desenroscándose. Había horror en ellos, del que las macabras máscaras sólo era una parte poco importante; un horror que residía principalmente en sus innaturales actitudes agazapadas; en la agilidad bestial con que se movían, sin ser molestados por sus farragosas vestiduras.
Entre ellos portaban un curioso ataúd, hecho de cintas de cuero entrelazadas con huesos monstruosos que servían de armazón y sujeción. La piel estaba grasienta y ennegrecida, como por largos años de uso mortuorio. Sin dirigir la palabra ni a Phariom ni al posadero, y sin ningún tipo de espera o formalidad, avanzaron hacia el lecho donde yacía Elaith.
Indiferente a su más que formidable aspecto y totalmente fuera de sí de pena e ira, Phariom sacó de su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que poseía. Sin hacer caso del amenazador grito del tabernero, se lanzó salvajemente contra las embozadas figuras. Era rápido y musculoso, y además estaba vestido con un atuendo ligero y ceñido al cuerpo, lo que aparentemente le daría cierta ventaja.
Los sacerdotes estaban de espaldas, pero como si hubiesen adivinado todas sus acciones, dos de ellos se volvieron con la rapidez del tigre, dejando caer los mangos de hueso que llevaban. Uno hizo caer el cuchillo de la mano de Phariom con un movimiento que el ojo apenas podía seguir en su serpenteante descenso. Después los dos le atacaron, haciéndole retroceder con terroríficos golpes de sus brazos escondidos bajo los mantos y acosándole por la habitación hacia una esquina vacía. Atontado por la caída, yació sin sentido durante unos minutos.
Recobrándose confusamente, contempló con ojos borrosos la masa del pesado tabernero inclinándose sobre él como una luna del color del sebo. El pensamiento de Elaith, más agudo que el golpe de una daga, le devolvió a una agonizante conciencia. Escudriñó temerosamente la penumbrosa habitación y vio que los enfajados sacerdotes habían desaparecido y que la cama estaba vacía. Oyó el rotundo y sepulcral graznido del posadero:
—Los sacerdotes de Mordiggian son misericordiosos, disculpan el frenesí y la pena de los recientemente afligidos por una pérdida. Has tenido suerte de que sean compasivos y considerados con las debilidades de los mortales.
Phariom se puso en pie de un salto, como si su amoratado y dolorido cuerpo hubiese sido alcanzado por un fuego repentino. Deteniéndose únicamente para recoger su cuchillo, que continuaba en medio de la habitación, se encaminó hacia la puerta. Le detuvo la mano del posadero, agarrándole, grasienta, por el hombro.
—Ten cuidado, no sea que sobrepases los límites de la bondad de Mordiggian. No es bueno seguir a sus sacerdotes..., y es peor penetrar en la mortal y sagrada penumbra de su templo.
Phariom apenas oía el consejo. Se liberó apresuradamente de los odiosos dedos y se volvió para marcharse, pero la mano le sujetó de nuevo:
—Por lo menos, págame el dinero que me debes por la comida y el alojamiento antes de partir —pidió el posadero—. También está el asunto del salario del médico, que yo puedo arreglar por ti si me confías la suma adecuada. Paga ahora..., porque no es seguro que regreses.
Phariom sacó la bolsa que contenía toda su riqueza en el mundo y llenó la palma que se engarfiaba avariciosamente ante él con monedas que no se detuvo a contar. Sin una palabra de despedida ni una mirada hacia atrás, descendió por las desgastadas y mohosas escaleras de aquella hostelería comida por los gusanos, como si le persiguiese un íncubo, y salió a las penumbrosas y serpenteantes calles de Zul-Bha-Sair.
Quizá la ciudad se diferenciaba poco de las demás, excepto en que era más vieja y más oscura, pero para Phariom, en el extremo de la angustia, el camino que seguía era como un conjunto de corredores subterráneos que sólo conducían a un profundo y monstruoso osario. El sol había salido por encima de las apiñadas casas, pero a él le parecía que no había más luz que un resplandor perdido y engañoso, tal como el que desciende a las profundidades mortuorias. La gente seguramente era muy parecida a la de otros lugares, pero él los veía bajo un aspecto maléfico, como si fuesen vampiros y demonios que fuesen de un lado a otro con las actividades fantasmales de una necrópolis.
En medio de su pena, recordó amargamente la tarde anterior, cuando al atardecer había entrado en Zul-Bha-Sair con Elaith, la muchacha montando el único dromedario que había sobrevivido su paso por el desierto septentrional y él caminando a su lado, cansado pero contento. La ciudad les había parecido una bella y desconocida metrópoli de ensueño, con el púrpura rosado del ocaso sobre sus murallas y cúpulas y los dorados ojos de las ventanas iluminadas; habían planeado descansar allí durante un día o dos, antes de reanudar el largo y arduo viaje a Pharaad, en Yoros.
Este viaje fue emprendido únicamente por razones de necesidad. Phariom, un joven pobre de sangre noble, había sido exiliado a causa de las creencias políticas y religiosas de su familia, que no estaban de acuerdo con las del emperador reinante, Caleppos. Acompañado por su recién tomada esposa, Phariom salió en dirección a Yoros, donde algunas ramas amigas de la casa a la que pertenecía ya se habían establecido y le darían una acogida fraternal.
Viajaron con una gran caravana de mercaderes, dirigiéndose directamente al sur de Tasuun. Detrás de las fronteras de Xylac, entre las rojas arenas del desierto Celotio, la caravana había sido atacada por bandidos que mataron a muchos de sus componentes y dispersaron a los demás. Phariom y su esposa, escapando con sus dromedarios, se habían encontrado perdidos y solos en el desierto y, sin volver a encontrar el camino de Tasuun, tomaron por error otra ruta que conducía a Zul-Bha-Sair, una metrópoli rodeada de murallas en el extremo sudoriental del desierto, que no había estado incluida en su itinerario.
Al entrar en Zul-Bha-Sair, la pareja se había detenido por razones de economía en una taberna del barrio más humilde. Allí, durante la noche, a Elaith le sobrevino el tercer ataque de la enfermedad cataléptica a la que era propensa. Los primeros ataques, que habían ocurrido antes de su matrimonio con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera naturaleza por los médicos de Xylac y aliviados por un hábil tratamiento. Se esperaba que la enfermedad no volvería. Sin duda, este tercer ataque había sido provocado por las fatigas y penalidades del viaje. Phariom estaba seguro de que Elaith se recobraría, pero un doctor de Zul-Bha-Sair, llamado urgentemente por el posadero, insistió en que estaba realmente muerta, y en obediencia a la extraña ley de la ciudad, había informado sin tardanza de su muerte a los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas del esposo fueron por completo ignoradas.
Aparentemente había una diabólica fatalidad en toda la secuencia de circunstancias por la cual Elaith, todavía viva pero con el aspecto exterior de muerte que le daba su enfermedad, había caído en las garras de los devotos del dios de los muertos. Phariom ponderó esta fatalidad casi hasta la locura, mientras caminaba con una prisa furiosa y sin sentido a lo largo de las calles eternamente tortuosas y abarrotadas.
A la escalofriante información recibida del tabernero fue añadiendo las leyendas, tardíamente recordadas, que había oído en Xylac. Ciertamente, mala y dudosa era la reputación de Zul-Bha-Sair; le maravilló haberle olvidado y se maldijo a sí mismo con negras maldiciones por su temporal, pero fatal, olvido. Mejor habría sido que él y Elaith hubiesen perecido en el desierto, antes que traspasar las amplias puertas que siempre permanecían abiertas, esperando a su presa, como era la costumbre en Zul-Bha-Sair.
La ciudad era un importante centro comercial, donde viajeros de otras tierras llegaban, pero no se atrevían a quedarse a causa del repulsivo culto de Mordiggian, el invisible devorador de los muertos que se creía compartía sus provisiones con los enmascarados sacerdotes. Se decía que los cadáveres yacían durante días en el oscuro templo, sin ser devorados hasta que la corrupción hubiese comenzado. Y la gente hablaba de cosas peores que la necrofagia. Rituales blasfemos solemnemente representados en las cámaras infestadas de vampiros y cosas innombrables que hacían con los muertos antes de que Mordiggian los reclamase para sí. En todos los países alejados, el destino de aquellos que morían en Zul-Bha-Sair era una palabra horrorosa y una maldición. Pero para la gente de la ciudad, educada en la fe de aquel dios vampírico, era simplemente la forma usual y esperada de deshacerse de los muertos. Tumbas, cuevas, catacumbas, piras funerarias y otras cosas por el estilo se hacían innecesarias con una deidad tan utilitaria.
Phariom se sintió sorprendido al ver a los habitantes de la ciudad ocupados con las cotidianas tareas de la vida. Pasaban mozos de cuerda con balas de mercancía sobre los hombros. Los mercaderes se agitaban en sus puestos como todos los mercaderes. Compradores y vendedores regateaban a gritos en los mercados públicos. Las mujeres reían y charlaban a la puerta de las casas. Únicamente podía distinguir a los hombres de Zul-Bha-Sair de los que eran, como él, extranjeros por sus voluminosas túnicas rojas, negras y violetas, y por sus extraños y groseros acentos. La lobreguez de la pesadilla comenzó a desaparecer de sus sensaciones y, gradualmente, el espectáculo de humanidad cotidiana a su alrededor sirvió para calmar un poco su salvaje dolor y su desesperación. Nada podía disipar el horror de su pérdida y el abominable destino que amenazaba a Elaith. Pero ahora, con una fría lógica nacida de la cruel exigencia, comenzó a considerar el, en apariencia, imposible problema de rescatarla del templo del dios-vampiro.
Compuso un poco su expresión y refrenó su paso febril hasta convertirlo en ocioso vagabundeo, de forma que nadie pudiera adivinar las preocupaciones que le devoraban. Fingiendo estar interesado en las mercancías de un vendedor de adornos masculinos, inició una conversación el comerciante relativa a Zul-Bha-Sair y sus costumbres, haciendo el tipo de preguntas que serían lógicas en un viajero de tierras lejanas. El tratante era charlatán y Phariom pronto se enteró de la situación del templo de Mordiggian, que se alzaba en el centro de la ciudad. También se enteró de que el templo estaba abierto a todas horas y que la gente era libre de entrar y salir en su recinto. Sin embargo, no había más rituales de adoración que ciertas ceremonias privadas que eran celebradas por los sacerdotes. Pocos se atrevían a entrar en el templo, debido a una superstición de que cualquier persona viva que hollase su penumbra volvería pronto como alimento para el dios.
Mordiggian, aparentemente, era una deidad benigna a los ojos de los habitantes de Zul-Bha-Sair. Resultaba bastante curioso que no se le atribuyese ningún atributo personal determinado. Era, por así decirlo, una fuerza impersonal parecida a los elementos...; una energía que consumía y purificaba, como el fuego. Sus acólitos eran igualmente misteriosos, vivían en el templo y sólo emergían de él para ejecutar sus deberes fúnebres. Nadie conocía en qué forma eran reclutados, pero muchos creían que había tanto hombres como mujeres, renovando así su número de generación en generación, sin ningún contacto con el exterior. Otros creían que no eran seres humanos en absoluto, sino una especie de entidades terrestres subterráneas que vivían eternamente, y que, como el propio dios, se alimentaban de los cadáveres. En los últimos años, y a partir de esta creencia, había surgido una herejía de poca importancia, pues algunos sostenían que Mordiggian era una mera invención hierática y que los sacerdotes eran los únicos que se comían a los muertos. El comerciante, al mencionar esta herejía, se apresuró a condenarla con piadosa reprobación.
Phariom charló un rato sobre otros temas y después continuó su progreso por la ciudad, dirigiéndose tan directamente hacia el templo como se lo permitían las oblicuas callejuelas. No había formado un plan conscientemente, pero deseaba reconocer las proximidades. El único detalle esperanzador de todo cuanto le había dicho el tratante era que el santuario se encontraba abierto y resultaba accesible a todos los que se atrevían a entrar. Sin embargo, lo extraordinario de visitantes llamaría la atención sobre Phariom, y éste deseaba, sobre todo, no llamar la atención. Por otra parte, cualquier intento de retirar un cuerpo del templo era aparentemente algo nunca oído..., algo demasiado audaz hasta para los sueños de Zul-Bha-Sair. Debido a la misma temeridad de su designio, quizá evitase sospechas y consiguiese rescatar a Elaith.
Las calles que recorría comenzaron a inclinarse y estrecharse, eran más oscuras y tortuosas que las que atravesara antes. Durante un rato pensó que se había equivocado de camino, e iba a pedir a los transeúntes que le indicasen la dirección cuando cuatro sacerdotes de Mordiggian, llevando uno de aquellos curiosos ataúdes de hueso y cuero que parecían literas, salieron justo delante de él por una antigua calleja.
El ataúd estaba ocupado por el cuerpo de una muchacha; durante un momento de agitación y temblor convulsivo que le dejó temblando, Phariom pensó que la muchacha era Elaith. Al volver a mirar comprendió su error. La túnica de la muchacha, aunque sencilla, estaba hecha con algún extraño tejido exótico. Sus facciones, aunque tan pálidas como las de Elaith, estaban coronadas por rizos como pétalos de pesadas amapolas negras. Su belleza, caliente y voluptuosa incluso en la muerte, se diferenciaba de la rubia pureza de Elaith como las azucenas tropicales se diferencian de los narcisos.