Authors: Clark Ashton Smith
—Ten cuidado, Thulos —murmuró la reina, mientras su extraña ira parecía desaparecer—. Se dice que era una bruja.
—¿Cómo murió? —preguntó Thulos.
—Se rumorea que fue la fiebre del amor quien la mató.
—Entonces seguramente no era una bruja —dijo Thulos con una ligereza que estaba lejos de sus pensamientos y de sus sentimientos—, porque una verdadera magia hubiese encontrado la solución.
—Fue de amor por ti —dijo Xantlicha oscuramente—; y, como todas las mujeres sabemos, tu corazón es más negro y más duro que el diamante negro. Ninguna magia, por poderosa que sea, puede prevalecer ahí.
Mientras hablaba, su humor pareció ablandarse repentinamente, y continuó:
—Tu ausencia ha sido muy larga, mi señor. Ven a verme a medianoche, te esperaré en el pabellón del sur.
Después, mirándole de forma bochornosa por un instante bajo los entornados párpados, y pellizcando su brazo de forma que sus uñas atravesaron tela y piel como las uñas de un gato, dejó a Thulos para dirigirse a saludar a ciertos eunucos del harén.
Thulos, cuando la atención de la reina le dejó, se aventuró a mirar de nuevo a Ilalotha, sopesando, mientras tanto, las curiosas observaciones de Xantlicha. Sabía que Ilalotha, como muchas de las damas de la corte, había sido aficionada a hechizos y filtros, pero su brujería nunca le interesó, puesto que no sentía interés en otros encantos o hechizos que aquellos con los que la naturaleza ha dotado el cuerpo de la mujer. Y le era completamente imposible creer que Ilalotha había muerto de una fatal pasión, puesto que, en su experiencia, las pasiones no eran nunca fatales.
Mientras la contemplaba con emociones confusas, fue asaltado de nuevo por la sensación de que no estaba muerta en absoluto. No se repitió aquella extraña y medio recordada alucinación sobre otro tiempo y otro lugar, pero le pareció que ella se había movido de su primitiva posición sobre el catafalco manchado por el vino, volviendo su rostro ligeramente hacia él, como una mujer se vuelve hacia un amante esperado, y que el brazo que había besado, fuese en sueños o en realidad, se había separado un poco de su costado.
Thulos se inclinó más cerca, fascinado por el misterio y empujado por una atracción más extraña que no podría haber nombrado. Seguramente, otra vez se había equivocado. Pero mientras sus dudas aumentaban, le pareció que el pecho de Ilalotha se estremecía con una débil respiración, y oyó un susurro casi inaudible, pero sobrecogedor: “Ven a verme a medianoche. Te esperaré... en la tumba”.
En aquel instante aparecieron al lado del catafalco varias personas vestidas con el sobrio y raído atavío de los sepultureros, que habían entrado silenciosamente en el salón, sin ser advertidos por Thulos o por los demás de la compañía. Entre ellos transportaban un sarcófago de finas paredes y de bronce, soldado y bruñido recientemente. Su oficio era retirar a la mujer muerta y llevarla a las cámaras sepulcrales de su familia, que estaban situadas en la antigua necrópolis, al norte de los jardines del palacio.
Thulos hubiese querido gritar para impedirles su propósito, pero su lengua no salió de su boca ni pudo mover ninguno de sus miembros. Sin saber si estaba dormido o despierto, vio cómo la gente del cementerio colocaba a Ilalotha en el sarcófago y se la llevaba del salón con rapidez, sin que nadie les siguiera, pues los soñolientos juerguistas ni siquiera les habían advertido. Sólo cuando el sombrío cortejo hubo partido fue él capaz de moverse de su posición, junto al catafalco vacío. Sus pensamientos eran perezosos y llenos de oscuridad e indecisión. Presa de una inmensa fatiga, que no era extraña después de viajar durante todo el día, se retiró a sus aposentos y cayó instantáneamente en un sopor tan profundo como la muerte.
Liberándose gradualmente de las ramas de los cipreses, que parecían los largos y extendidos dedos de una bruja, una luna descolorida y malformada brillaba horizontalmente sobre la ventana del este cuando Thulos se despertó. Por esta señal, supo que era cerca de la medianoche y recordó la cita que tenía con la reina Xantlicha; una cita que sería difícil de romper sin incurrir en el mortal enojo de la reina. También, y con singular claridad, recordó la otra cita... a la misma hora, pero en un lugar diferente. Aquellos incidentes y las impresiones del funeral de Ilalotha que, en su momento, le habían parecido tan dudosos y propios de un sueño, volvieron a él con una profunda sensación de realidad, como si estuviesen grabados en su mente por alguna poderosa química del sueño... o por la fuerza de algún encanto hechicero. Le pareció que, indudablemente, Ilalotha se había agitado en su ataúd y le había hablado, que los sepultureros se la habían llevado a la tumba con vida. Quizá su supuesto óbito había sido solamente una especie de catalepsia, o quizá ella habría fingido deliberadamente su muerte en un último esfuerzo para reavivar su pasión. Estos pensamientos despertaron en su interior una avasalladora fiebre de curiosidad y deseo, y vio ante él su belleza pálida, inerte y lujuriosa, al igual que si se la presentase un encantamiento.
Terriblemente preocupado, bajó las oscuras escaleras y atravesó los corredores hasta llegar al laberinto de los jardines, iluminado por la luz de la luna. Maldijo la inoportuna exigencia de Xantlicha. Se dijo a sí mismo que, sin embargo, era más que probable que la reina, bebiendo continuamente los licores de Tasuun, hubiese alcanzado hacía largo tiempo una condición en la que ni acudiría ni recordaría la cita.
Este pensamiento le dio seguridad; pronto llegó a ser una realidad en su mente, que estaba arrobada de una forma extraña, y en lugar de apresurarse hacia el pabellón sur deambuló vagamente entre el pálido y sombrío follaje.
Cada vez le parecía más improbable que nadie, excepto él mismo, estuviese fuera, porque las largas y poco iluminadas alas del palacio se extendían en un vacío sopor y en los jardines sólo había sombras muertas y estanques de tranquila fragancia donde los vientos iban a ahogarse. Y por encima de todo, como una pálida y monstruosa amapola, la luna destilaba una somnolencia blanca como la muerte.
Thulos, sin acordarse ya de su cita con Xantlicha, cedió sin más a la urgencia que le impulsaba hacia otra meta. En verdad, era sólo obligado que visitase las tumbas y se enterase de si se había equivocado o no en su creencia con respecto a Ilalotha. Quizá, si él no acudía, ella se ahogaría en el sarcófago cerrado y su fingida muerte se convertiría rápidamente en realidad. De nuevo, como si pronunciadas delante de él y la luz de la luna, oyó las palabras que ella había susurrado, o parecido pronunciar, desde el ataúd: “Ven a verme a medianoche. Te esperaré en la tumba”.
Con los rápidos pasos y pulsaciones de alguien que se dirige hacia el tibio lecho, dulce como los pétalos, de una amante dorada, salió del recinto del palacio por un portillo septentrional que no tenía vigilancia y cruzó el prado, lleno de arbustos, entre los jardines reales y el antiguo cementerio. Sin sentir ni el frío ni el desmayo, entró en aquellos portales de la muerte, siempre abiertos, donde monstruos de cabeza de vampiro en mármol negro, que miraban con ojos horriblemente hundidos, mantenían sus posturas sepulcrales delante de los ruinosos pilones.
La misma tranquilidad de las tumbas, de baja altura, el rigor y palidez de los fustes, las espesas sombras de la plantación de cipreses, la inviolabilidad de la muerte que reviste todas las cosas, sirvió para acrecentar la singular excitación que había incendiado la sangre de Thulos. Era como si hubiera bebido un filtro, condimentado con polvo de momia. Todo a su alrededor, el mortuorio silencio le parecía arder y temblar con mil recuerdos de Ilalotha, junto con aquellas expectaciones a las que todavía no había dado imagen formal...
Una vez, con Ilalotha, había visitado la tumba subterránea de sus antepasados, y recordando claramente su situación llegó sin perderse a la entrada, formada por un bajo arco que el cedro ennegrecía. Espesas ortigas y fétidas fumitorias que crecían abundantemente alrededor de la poco frecuentada entrada estaban aplastadas por las pisadas de los que habían entrado allí antes de Thulos, y la herrumbrosa puerta de hierro se abrió pesadamente hacia dentro sobre sus sueltos goznes. A sus pies yacía una antorcha extinguida, abandonada, sin duda, por los sepultureros al partir. Viéndola comprendió que no había llevado con él ni una vela ni un fanal para la exploración de las tumbas, y consideró aquella providencial antorcha como un buen augurio.
Llevando la antorcha encendida, comenzó su investigación. No prestó atención a los amontonados y polvorientos sarcófagos de las primeras filas del subterráneo, porque durante su última visita Ilalotha le había enseñado un nicho en el extremo más interno donde ella también, a su debido tiempo, hallaría sepultura entre los miembros de aquel decadente linaje. Extraña, insidiosamente, como el aliento de algún jardín venenoso, el lánguido y exuberante olor del jazmín vino a su encuentro por el enmohecido aire, entre la entronada presencia de los muertos, y le condujo hasta el sarcófago, que estaba abierto y rodeado por otros herméticamente cerrados. Allí contempló a Ilalotha, yaciendo con el alegre atavío de su funeral, los ojos medio cerrados y los labios semiabiertos y mostrando la misma extraña y radiante belleza, la misma voluptuosa palidez y tranquilidad que había seducido a Thulos con su encanto mortal.
—Sabía que vendrías, oh Thulos —murmuró, estremeciéndose un poco, como involuntariamente bajo el creciente ardor de sus besos, que descendieron rápidamente del cuello al pecho...
La antorcha, que había caído de la mano de Thulos, se apagó entre el espeso polvo...
Xantlicha, retirándose pronto a su aposento, había dormido mal. Quizá había bebido demasiado, o demasiado poco, del oscuro y ardiente vino, o quizá su sangre estuviese enfebrecida por el regreso de Thulos, y sus celos, a causa del ardiente beso que él había depositado sobre el brazo de Ilalotha durante las exequias, todavía le turbaban. Se sentía presa de una gran inquietud y se levantó mucho antes de la hora de su encuentro con Thulos, apoyándose en la ventana de la cámara, buscando la frescura que sólo el aire de la noche podía proporcionarle.
Sin embargo, el aire parecía caliente por el incendio de unos hornos ocultos; su corazón parecía aumentar de tamaño dentro de su pecho y ahogarle y su intranquilidad y agitación eran aumentadas, más que disminuidas, por el espectáculo de los jardines arrullados por la luna. Habría corrido al encuentro del pabellón, pero a pesar de su agitación le pareció mejor hacer que Thulos esperase un poco. De esta forma, apoyada en el antepecho de la ventana, pudo verle cuando éste atravesaba los parterres y arbustos. El apresuramiento y urgencia de sus pasos la sobresaltaron como algo poco normal y se maravilló ante su dirección, que únicamente podía llevarle a lugares muy apartados de la cita que ella había fijado. Desapareció de su vista por la avenida bordeada de cipreses, que llevaba a la puerta norte del jardín, y su asombro se mezcló pronto con alarma y rabia al ver que no regresaba.
Para Xantlicha era incomprensible que Thulos, o cualquier hombre en su sano juicio, se hubiese atrevido a olvidar la cita, y buscando una explicación, supuso que se trataba probablemente de la obra de alguna poderosa y siniestra hechicería. Tampoco fue difícil para ella identificar a la hechicera, a la luz de ciertos incidentes que había presenciado y de mucho más que había sido rumoreado. La reina sabía que Ilalotha había amado a Thulos hasta el frenesí y que lamentó inconsolablemente su deserción. La gente decía que había realizado, sin éxito, varios conjuros para hacerle volver a ella y que, en vano, había invocado y sacrificado a los demonios y fabricado inútiles hechizos y conjuros de muerte contra Xantlicha. Había muerto, finalmente, de pura melancolía y desesperación, o quizá se hubiese matado a sí misma con algún desconocido veneno. Pero según la creencia más extendida en Tasuun, cuando una bruja moría de esta forma, con deseos insatisfechos y ambiciones frustradas, podía convertirse en una lamia o en un vampiro y conseguir de esta manera la consumación de todas sus hechicerías...
La reina tembló al recordar tales cosas y al recordar también la horrible y maligna transformación que se decía acompañaba la consecución de fines semejantes, ya que los que utilizaban de esta manera el poder del Infierno debían tomar el verdadero carácter y el aspecto real de los seres infernales. Comprendió demasiado bien el destino de Thulos y el peligro al que iba a exponerse si sus sospechas resultasen ciertas. Y sabiendo que podía enfrentarse a un peligro igual, Xantlicha decidió seguirle.
No hizo muchos preparativos, porque no había tiempo que perder, pero sacó bajo los sedosos cojines de su lecho una daga pequeña y de recta hoja que guardaba siempre al alcance de la mano. La daga había sido untada con un veneno que se suponía eficaz contra los vivos y contra los muertos desde la punta hasta la empuñadura. Apretándola en su mano derecha y llevando, en la otra, un fanal que podría necesitar más tarde, Xantlicha salió velozmente del palacio.
Los últimos vapores del vino de la tarde se borraron por completo de su cerebro y surgieron terrores vagos y fantasmales, avisándole como si fuesen las voces de los espíritus ancestrales. Pero firme en su determinación, siguió el sendero tomado por Thulos, el sendero que tomaron antes aquellos enterradores que habían conducido a Ilalotha a su lugar de sepultura. Revoloteando de árbol en árbol, la luna le acompañaba como un rostro agujereado por los gusanos. El suave y rápido sonido de sus coturnos rompiendo el blanco silencio parecía desgarrar la delgada telaraña que la separaba de un mundo de abominaciones espectrales. Y recordó más y más cosas sobre las leyendas que se referían a seres semejantes a Ilalotha y su corazón se encogió porque sabía que no encontraría una mujer mortal, sino una cosa resucitada y animada por el Séptimo Infierno. Pero entre el pavor de estos horrores, el pensamiento de Thulos en brazos de la lamia era como una marca al rojo que quemase su pecho.
La necrópolis se abría ahora ante Xantlicha y el sendero se adentraba por la cavernosa penumbra de los árboles funerales de altas copas, como pasando entre bocas sombrías y monstruosas que tuviesen por colmillos los blancos monumentos. El aire se volvió pesado y horrible, como si estuviese contaminado por el aliento de las criptas abiertas. Aquí la reina fue más despacio, porque parecía que unos demonios negros e invisibles la rodeaban surgiendo del suelo de la tumba, sobresaliendo más altos que fustes y troncos, listos a atacarla si iba más lejos. Sin embargo, pronto llegó a la oscura entrada que buscaba. Trémulamente, encendió el cabo de la linterna y, desgarrando la espesa oscuridad subterránea que se extendía ante ella con su rayo de luz, entró con terror y repugnancia mal dominados en aquella horrible morada de la muerte... y quizá de algo que había vuelto de ella.