Authors: Clark Ashton Smith
—Vinimos a coger el tesoro —replicó Mior Lumivix—. Había pensado matarte, pero sólo en un combate leal, de hombre a hombre y de mago a mago, sin nadie más que el neófito Manthar y las rocas de Iribos como testigos.
—Ya, y tu neófito también va armado con una arthame. Sin embargo, no importa. Me comeré tu hígado, Mior Lumivix, y me haré más fuerte con el poder y la magia que había en ti.
Aparentemente el Maestro no prestó atención a esto.
—¿Qué locura has conjurado ahora? —preguntó rápidamente, señalando los cangrejos que continuaban depositando sus trozos de carne sobre el repugnante montón.
Sarcand levantó la mano en cuyo dedo índice relucía la inmensa esmeralda, engarzada, según vimos en aquel momento, en un anillo que estaba forjado en la forma de los tentáculos de un kraken rodeando la gema de forma de globo.
—Entre el tesoro encontré este anillo —se enorgulleció—. Estaba guardado en un cilindro de un metal desconocido, junto con un pergamino que me informó de los usos del anillo y de su poderosa magia. Es el anillo-señal de Basatan, el dios del mar. El que mire durante largo tiempo con fijeza a la esmeralda puede contemplar escenas y sucesos distantes a voluntad. El que lleva el anillo puede ejercer control sobre los vientos y las corrientes del mar y sobre las criaturas del mar, describiendo en el aire ciertas señales con su dedo.
Mientras Sarcand hablaba, daba la impresión de que la verde piedra se abrillantaba, se oscurecía y se hacía más profunda de una forma extraña, como si fuese una ventana diminuta que contuviese todos los misterios marinos y toda la inmensidad que yace detrás. Extasiado y en trance, olvidé las circunstancias de nuestra situación, porque la joya bloqueó mi vista ocultando los negros dedos de Sarcand con un remolino como de mareas y de agallas y tentáculos sombríos allá abajo en la reluciente verdosidad.
—Cuidado, Manthar —me murmuró el Maestro en el oído—. Nos enfrentamos a una magia terrible y debemos conservar el mando sobre todas nuestras facultades. Aparta los ojos de la esmeralda.
Obedecí el susurro que había oído confusamente. La visión se agitó, desvaneciéndose rápidamente, y la forma y los rasgos de Sarcand fueron visibles otra vez. Sus labios se curvaban en una amplia y sardónica mueca, enseñando sus fuertes dientes blancos, que eran puntiagudos como los de un tiburón. Dejó caer la gigantesca mano que portaba la señal de Basatan y la metió en el cofre a sus espaldas, sacándola llena de gemas de muchos colores, perlas, ópalos, zafiros, diamantes, heliotropos tornasolados. La dejó caer en sus dedos formando un río relampagueante y reanudó su perorata:
—Llegué a Iribos muchas horas antes que vosotros. Yo sabía que sólo podía entrarse sin riesgos en la caverna con la marea baja y el mástil tumbado.
“Quizá hayáis ya deducido todo lo que os podría decir. En cualquier caso, el conocimiento de ello morirá con vosotros muy pronto.
“Después de aprender los usos del anillo, pude contemplar los mares alrededor de Iribos en la joya. Aquí tumbado, con mi pierna rota, vi la llegada del ladrón y su amigo. Llamé a la corriente marina que hizo que su bote fuese arrastrado a la inundada caverna, hundiéndose rápidamente. Hubiesen podido nadar hasta la playa, pero, bajo mis órdenes, los cangrejos de la ensenada les arrastraron al fondo y les ahogaron, dejando que la marea llevase después sus cuerpos a la playa... ¡Ese maldito ladrón! Le había pagado bien el mapa robado, que era demasiado ignorante para leer, sospechando solamente que se refería a una cueva del tesoro...
“Más tarde os atrapé a vosotros en la misma forma, después de retrasaros por un rato con vientos contrarios y una calma adversa. Sin embargo, os he reservado otro destino en lugar de ahogaros.
La voz del hechicero se hundió entre profundos ecos, dejando un silencio fraguado con un suspense insufrible. Me parecía estar en el vértice de unos torbellinos desconocidos, en un lugar de horrible oscuridad, iluminado únicamente por los ojos de Sarcand y el talismán de la joya del anillo.
El encanto que había caído sobre mí fue roto por los poderosos e irónicos tonos del Maestro.
—Sarcand, hay otra brujería que no has mencionado.
La risa de Sarcand fue como el sonido de una ola al romper.
—Yo sigo la costumbre del pueblo de mi madre y los cangrejos me sirven con lo que pido, llamados y obligados por el anillo del dios del mar.
Diciendo esto, levantó la mano y describió un signo peculiar con el dedo índice, sobre el que el anillo brillaba como un planeta en órbita. Por un momento, la doble columna de cangrejos suspendió su movimiento. Después, moviéndose como por un solo impulso, comenzaron a arrastrarse hacia nosotros, mientras otros aparecían por la boca de la cueva y de sus recodos internos, aumentando su número rápidamente. Se lanzaron sobre nosotros a una velocidad increíble, asaltando nuestros tobillos y canillas con sus pinzas, tan agudas como cuchillos, como si estuviesen animados por demonios. Me incliné, golpeándoles con mi arthame, pero los pocos que aplasté de esta forma fueron reemplazados por decenas, mientras otros, alcanzando el borde de mi manto, comenzaron a trepar por detrás y a abrumarme con su peso. Ante este asedio, perdí pie sobre el resbaladizo suelo y caí de espaldas entre la bulliciosa multitud.
Allí tumbado, mientras los cangrejos se lanzaban sobre mí como una ola crujiente, vi al Maestro desgarrar su pesado manto y tirarlo a un lado. Después, mientras el ejército convocado por el hechizo le asediaba, trepando unos sobre las espaldas de los otros y cubriendo sus rodillas y muslos, lanzó su arthame con un extraño movimiento circular contra el brazo, que Sarcand tenía en alto. La hoja voló directamente, dando vueltas como un disco de luz, y la mano del hechicero negro fue limpiamente cortada por la muñeca y el anillo relampagueó sobre su dedo índice como una estrella al caer al suelo.
La sangre saltó de la muñeca sin mano como de una fuente, mientras Sarcand, lleno de estupor y sentado, mantenía por un breve instante el gesto de su conjuro. Después el brazo cayó a un lado y la sangre corrió sobre el manto, extendiéndose velozmente sobre las piedras preciosas, las monedas y los libros, manchando el montón de trozos de carne depositados por los cangrejos. Como si el movimiento del brazo hubiese sido otra señal, los cangrejos se apartaron de mí y del Maestro y se lanzaron como una marea larga e innumerable contra Sarcand. Cubrieron sus piernas, treparon por su enorme torso, se peleaban por un lugar sobre sus hombros. Él los apartaba con la otra mano, rugiendo terribles maldiciones e imprecaciones que rodaban por la caverna en infinitos ecos. Pero los cangrejos le asaltaban como si estuviesen empujados por un frenesí demoniaco y la sangre salía más y más copiosamente de las pequeñas heridas que habían hecho, coloreando sus pinzas y marcando sus caparazones con crecientes riachuelos carmesíes.
Pareció que pasaron largas horas mientras el Maestro y yo permanecimos mirando. Al fin, la cosa yacente que había sido Sarcand cesó de moverse y agitarse bajo el sudario viviente que lo había engullido. Únicamente la pierna vendada y la mano cortada con el anillo de Basaran permanecieron intocadas por los horribles y ocupados cangrejos.
—¡Vaya! —exclamó el Maestro—. Cuando vino aquí dejó sus demonios detrás, pero encontró otros... Ya es hora de que salgamos a dar un paseo por el sol. Manthar, mi buen y bobalicón aprendiz, me gustaría que hicieses un fuego de leña en la playa. No seas tacaño al recoger el combustible, para hacer un lecho de brasas profundo, caliente y tan rojo como el corazón del Infierno donde asarnos una docena de cangrejos. Pero ten cuidado en escoger los que hayan venido recientemente del mar.
“¡Negro señor del miedo y del terror, dueño de toda confusión! Por ti, dijo tu profeta, el nuevo poder es dado a los magos después de la muerte, y las brujas, pudriéndose, exhalan un aliento prohibido, y tejen encantos salvajes e ilusiones tales, como nadie, excepto las lamias, pueden utilizar. Y por tu gracia los cuerpos corrompidos pierden su horror y se encienden amores nefandos en cámaras fétidas, largo tiempo oscurecidas. Y los vampiros te dedican sus sacrificios vomitando sangre, como si enormes urnas hubieran derramado su brillante tesoro bermellón sobre nuevos y antiguos sepulcros”.
Letanía a Thasaidón de Ludar.
Según la costumbre en el antiguo Tasuun, las exequias de Ilalotha, dama de honor de la reina viuda Xantlicha, habían sido ocasión de abundante jolgorio y prolongada fiesta. Durante tres días había yacido vestida con atavíos de gala en medio del gran salón de banquetes del palacio real de Miraab, en un ataúd formado por sedas orientales de diversos colores y bajo un dosel de tonos rosados que bien podría haber coronado algún lecho nupcial. A su alrededor, desde la penumbra del amanecer hasta el ocaso, desde el frío atardecer hasta la tórrida y resplandeciente aurora, la febril marea de las orgías fúnebres había crecido y aumentado sin descanso. Nobles, oficiales de la corte, guardianes, escuderos, astrólogos, eunucos y todas las damas nobles, camareras y esclavas de Xantlicha habían tomado parte de aquel pródigo libertinaje que se pensaba era lo que honraba más apropiadamente a la difunta. Se cantaron locas canciones y dísticos obscenos y las bailarinas giraron con un frenesí vertiginoso al lascivo sollozo de flautas incansables. Vinos y licores eran derramados torrencialmente de monstruosas ánforas, las mesas humeaban con las gigantescas bolas de carnes picantes, constantemente repuestas. Los bebedores ofrecieron libaciones a Ilalotha hasta que las telas de su ataúd estuvieron manchadas de tonos oscuros por los líquidos derramados. Por todas partes a su alrededor, yacían aquellos que se habían rendido a la licencia del amor o a la fuerza de sus intoxicaciones, en actitudes desordenadas o del mayor abandono. Con los ojos medio cerrados y los labios ligeramente separados, en la rosada sombra que arrojaba el catafalco la muchacha no tenía aspecto de estar muerta, sino que parecía una emperatriz dormida que gobernaba imparcialmente sobre los vivos y los muertos. Esta apariencia, junto con un extraño aumento de su natural belleza, fue algo que muchos observaron y algunos dijeron que parecía esperar el beso de un amante, más que los besos del gusano.
La tercera noche, cuando las lámparas broncíneas de muchos brazos estaban encendidas y los rituales se acercaban a su fin, volvió a la corte el señor de Thulos, amante oficial de la reina Xantlicha, que había partido una semana antes a visitar su dominio en la frontera occidental y no conocía la muerte de Ilalotha. Sin saber nada, entró en el salón en el momento en que la orgía comenzaba a flaquear y los asistentes, por el suelo, comenzaban a sobrepasar en número a aquellos que todavía se movían, bebían y hacían fiesta.
Observó con poca sorpresa el desordenado salón, puesto que escenas semejantes le eran familiares desde los tiempos de su infancia. Después, acercándose al ataúd, reconoció a su ocupante con no poco asombro. Entre las numerosas damas de Miraab que habían atraído sus libertinos afectos, Ilalotha le había retenido durante más tiempo que la mayoría y se decía que había llorado más apasionadamente su abandono que ninguna otra. Hacía un mes que había sido sucedida por Xantlicha, que había mostrado favor a Thulos en forma nada ambigua, y éste, quizá, la había abandonado con cierto pesar, porque el puesto de amante de la reina, aunque lleno de ventajas y no del todo desagradable, era algo precario. Se creía generalmente que Xantlicha se había desembarazado del fallecido rey Archain por medio de una dosis de veneno descubierta en una tumba que debía su peculiar sutileza y violencia a la ciencia de antiguos hechiceros. Después de esto había tomado muchos amantes, y aquellos que no llegaban a complacerla habían tenido invariablemente un final no menos violento que el de Archain. Era exigente y exorbitante, exigiendo una fidelidad estricta que a Thulos le resultaba algo irritante; éste, alegando asuntos urgentes en sus remotos dominios, se había alegrado bastante de estar una semana alejado de la corte.
Ahora, de pie al lado de la mujer muerta, Thulos olvidó a la reina y rememoró ciertas noches veraniegas, engalanadas por la fragancia del jazmín y la belleza de Ilalotha, tan blanca como aquella flor. Todavía le resultaba más difícil que a los demás tomarla por muerta, porque su aspecto actual no se diferenciaba en nada del que había asumido a menudo durante su antigua relación. Para complacer sus caprichos, ella había fingido algunas veces la inercia y tranquilidad de la muerte, y en tales momentos la había amado con un ardor no atenuado por la vehemencia felina con la que, otras veces, ella estaba dispuesta a devolver o invitar sus caricias.
Momento a momento, como si fuese la obra de alguna poderosa magia, cayó sobre él una curiosa alucinación y le pareció que de nuevo era el amante de aquellas noches perdidas y que había entrado en aquel pabellón de los jardines del palacio donde Ilalotha le esperaba sobre un lecho sembrado de pétalos, yaciendo con el pecho inmóvil, como sus manos y su rostro. Ya no vio más el abarrotado salón; las luces llameantes, los rostros, enrojecidos por el vino, se habían convertido en parterre de flores perezosamente inclinadas, iluminados por la luna, y las voces de los cortesanos no eran más que el débil suspiro del viento entre los cipreses y el jazmín. Los tibios y afrodisiacos perfumes de la noche de junio le rodearon, y otra vez, como antes, le pareció que salían de la persona de Ilalotha no menos que de las mismas flores. Presa de un intenso deseo, se inclinó y sintió cómo su frío brazo se estremecía involuntariamente bajo su beso.
Entonces, con la estupefacción de un sonámbulo despertado rudamente, oyó una voz que silbaba en su oído con un dulce veneno.
—¿Te has olvidado de ti mismo, mi señor Thulos? En realidad, poco me maravilla, porque muchos de mis cortesanos la consideran más hermosa muerta que viva.
Y apartándose de Ilalotha, mientras el extraño encanto desaparecía de sus sentidos, encontró a Xantlicha a su lado. Sus trajes estaban en desorden, su cabello caído y desgreñado y se tambaleaba ligeramente, agarrándose a su hombro con dedos de puntiagudas uñas. Sus labios llenos, rojos como las amapolas, se curvaban con la furia de una arpía, y en sus ojos amarillos de largas pestañas brillaban los celos de un gato enamorado.
Thulos, sobrecogido por una extraña confusión, sólo recordaba parcialmente el encanto al que había sucumbido y no estaba seguro de haber besado realmente a Ilalotha y de haber sentido su carne temblar bajo su boca. En verdad, pensó, esto no puede haber sucedido, había sido presa de un sueño estando despierto. Pero le preocupaban las palabras de Xantlicha y su ira y las furtivas risas de los borrachos y los murmullos obscenos que oyó entre la gente que estaba en el salón.