Authors: Clark Ashton Smith
Habiendo oído esta profecía de los descoloridos labios de su antepasado, Illeiro se lo pensó un rato, y luego dijo:
—Recuerdo ahora una tarde en mi juventud cuando buscando ociosamente por las cámaras no utilizadas de nuestro palacio, como hacen los muchachos, llegué a la última y encontré allí una polvorienta y extraña imagen de barro, cuya forma y posición me parecieron extrañas. Y sin conocer la profecía, me marché desilusionado y me volví tan perezosamente como había entrado, buscando la luz del sol.
Entonces, apartándose sin ser advertidos de sus compañeros y llevando ricas lámparas que habían cogido del salón, Hestaiyón e Illeiro bajaron por unas escaleras subterráneas hasta encontrarse debajo del palacio y, recorriendo como implacables y furtivas sombras el laberinto de oscuros corredores, llegaron al fin a la cripta inferior.
Aquí, entre el negro polvo y los montones de telarañas de un pasado inmemorial, encontraron, como había sido decretado, la imagen de arcilla, cuyos rudos rasgos eran los de un dios de la tierra olvidado. Illeiro rompió la imagen con un trozo de piedra y él y Hestaiyón sacaron de su hueco interior una gran espada de acero que no se había oxidado y una pesada llave de bronce brillante y tabletas de cobre reluciente sobre las que estaban inscritas las diversas cosas que había que hacer para que Cincor se librase del oscuro reinado de los nigromantes y la gente pudiese volver de nuevo al olvido de la muerte.
Así, con la llave de bronce, Illeiro abrió, según las tabletas enseñaban a hacer, una puerta baja y estrecha al final de la cámara, detrás de la rota imagen, y él y Hestaiyón vieron, según estaba profetizado, los enroscados escalones de sombría piedra que conducían a un abismo no descubierto, donde continuaban ardiendo los escondidos fuegos de la tierra. Y dejando a Illeiro de guardia ante la puerta abierta, Hestaiyón cogió la espada de acero inoxidado y volvió al salón donde dormían los magos, yaciendo extendidos sobre los lechos rosa y púrpura, con los pálidos muertos sin sangre a su alrededor en pacientes hileras.
Sostenido por la antigua profecía y por la autoridad de las relucientes tablas, Hestaiyón levantó la espada y cortó la cabeza de Mmatmuor y la de Sodosma de un solo golpe. Después, según le había sido ordenado, cuarteó los restos con poderosos golpes. Y los nigromantes rindieron sus sucias vidas y yacieron sin un solo movimiento, añadiendo un rojo más brillante al rosa y un tono más brillante al triste púrpura de sus lechos.
Después, la venerable momia de Hestaiyón habló a los suyos que permanecían silenciosos e indiferentes, sin ser conscientes de su liberación, en un suave murmullo, pero con autoridad, como un rey que da órdenes a sus hijos. Los emperadores y emperatrices muertos se estremecieron, como hojas de otoño ante una repentina ráfaga de viento, y un susurro pasó entre ellos y salió del palacio, para ser comunicado al fin, de muchas formas, a todos los muertos de Cincor.
Toda aquella noche, y durante el día, oscuro como la sangre, que siguió a la luz de las temblorosas antorchas o del pálido sol, un interminable ejército de esqueletos comidos por la peste, de cadáveres destrozados, pasó en un torrente fantasmal por las calles de Yethlyreom a lo largo del salón del palacio donde montaba guardia junto a los cuerpos de los magos. Sin detenerse, con ojos fijos y vagos, siguieron adelante como sombras, buscando las cámaras subterráneas debajo del palacio, atravesando la puerta abierta en la última cámara donde Illeiro montaba guardia y descendiendo después un millón de peldaños hasta llegar al borde de aquel precipicio donde hervían los interminables fuegos de la tierra. Allí, desde el borde, se lanzaron a una segunda muerte y a la limpia destrucción de las llamas sin fondo.
Pero después de que todos hubiesen encontrado su liberación, Hestaiyón permaneció todavía, solo en el descolorido atardecer, al lado de los destrozados cadáveres de Mmatmuor y Sodosma. Allí, según las tablillas le habían enseñado, probó aquellos conjuros mágicos que había conocido en su antigua sabiduría y maldijo a los desmembrados cuerpos con aquella perpetua vida en muerte que Mmatmuor y Sodosma habían intentado infligir en la gente de Cincor. Y las maldiciones salieron de los pálidos labios, las cabezas rodaron horriblemente con ojos vidriosos y los torsos y las extremidades se retorcieron en los imperiales lechos entre la sangre coagulada. Después, sin mirar hacia atrás, sabiendo que todo se había hecho como estaba dispuesto y ordenado desde el principio, la momia de Hestaiyón abandonó a los magos a su destino y recorrió fatigadamente el oscuro laberinto de cámaras para reunirse con Illeiro.
Así, en un tranquilo silencio y sin decirse ni una palabra más, Illeiro y Hestaiyón entraron por la puerta abierta en la cámara, e Illeiro la cerró con la llave de bronce. Y de allí, por las sinuosas escaleras recorrieron el camino hasta el borde de las profundas llamas y se unieron con su pueblo y sus antepasados en la última y profunda nada.
Pero de Mmatmuor y Sodosma se dice que sus cuerpos destrozados reptan de un lado a otro hasta ahora en Yethlyreom, sin encontrar paz o respiro de su destino de vida en muerte, y buscan en vano entre el negro laberinto de cámaras interiores la puerta que fue cerrada por Illeiro.
Recuerdo que gruñí un poco cuando Mior Lumivix me despertó. La tarde anterior había sido tediosa, con la desagradable vigilia habitual, durante la cual había cabeceado más de una vez. Desde la caída del sol hasta que Escorpio se hubo fijado, lo que en esta estación ocurría bastante después de la medianoche, mi obligación había consistido en cuidar la gradual condensación de un cocimiento de escarabajos, muy apreciada por Mior Lumivix para componer sus pociones amorosas, que gozaban de gran fama. Muchas veces me había avisado de que este licor no debía espesarse ni demasiado despacio ni demasiado deprisa, manteniendo en el hornillo un fuego igual, y me había maldecido más de una vez por estropearla. Por tanto, no cedí a mi somnolencia hasta que la cocción estuvo a salvo, escurrida y pasada tres veces por el tamiz de piel de tiburón agujereada.
Taciturno en grado sumo, el Maestro se había retirado temprano a su cámara. Sabía que algo le preocupaba, pero estaba muy cansado para hacer demasiadas conjeturas y no me atreví a preguntarle.
Parecía que no había hecho más que dormir durante el período de unas cuantas pulsaciones..., y aquí estaba el Maestro, lanzándome al rostro el amarillento ojo de su fanal y arrastrándome lejos del catre. Supe que no iba a dormir más aquella noche, porque el Maestro llevaba puesto su puntiagudo gorro y su túnica estaba ceñida estrechamente a la cintura; la antigua arthame pendía del cinturón enfundada en su vaina chagrén, ennegrecida por el tiempo y las manos de muchos magos.
—¡Aborto engendrado por un gandul! —gritó—. ¡Cachorro de una cerda que ha comido mandrágora! ¿Dormirás hasta el día final? Tenemos que darnos prisa; me he enterado que Sarcand se ha procurado el mapa de Omvor y ha salido solo hacia los muelles. Sin duda piensa embarcarse en busca del tesoro del templo. Debemos seguirle rápidamente, porque ya hemos perdido mucho tiempo.
Me levanté sin demorarme más y me vestí rápidamente, conociendo bien la urgencia del asunto. Sarcand, que había llegado no hacía mucho tiempo a la ciudad de Mirouane, ya se había convertido en el más formidable de los competidores de mi amo. Se decía que había nacido en Naat, en medio del sombrío océano occidental, habiendo sido engendrado por un hechicero de aquella isla en una mujer del pueblo de caníbales negros que habitaban las montañas centrales. Combinaba la salvaje naturaleza de su madre con la oscura ciencia mágica de su padre, y además había adquirido gran cantidad de conocimientos y dudosa reputación durante sus viajes por los reinos orientales antes de establecerse en Mirouane.
El fabuloso mapa de Omvor, que databa de eras remotas, era algo que muchas generaciones de hechiceros habían soñado con encontrar. Omvor, un antiguo pirata todavía famoso, había realizado con éxito un acto de impío atrevimiento. Navegando de noche por un estuario fuertemente guardado, con su pequeña tripulación disfrazada de sacerdotes en unas barcazas robadas pertenecientes al templo, había saqueado el santuario de la diosa Luna, en Faraad, y se había llevado a muchas de sus vírgenes, junto con piedras preciosas, oro, vasos sagrados, talismanes, filacterias y libros de una horrible magia antigua. Estos libros constituían la peor pérdida de todo, puesto que ni siquiera los sacerdotes se habían atrevido a copiarlos. Eran únicos e irremplazables y contenían la sabiduría de los eones enterrados.
La hazaña de Omvor había dado lugar a muchas leyendas. Él, su tripulación y las vírgenes secuestradas, en dos pequeños bergantines, se habían desvanecido para siempre en los mares occidentales. Se creía que habían sido arrastrados por el río Negro, esa terrible corriente oceánica que lleva con irresistible fuerza al fin del mundo, detrás de Naat. Pero antes de ese viaje final, Omvor descargó de sus naves el tesoro robado y había hecho un mapa donde estaba indicada la localización de su escondite. Le dio el mapa a un viejo camarada que se había vuelto demasiado viejo para viajar.
Nadie pudo encontrar nunca el tesoro. Pero se decía que el mapa todavía existía después de los siglos, oculto en algún lugar no menos seguro que el botín del templo de la diosa Luna. Últimamente se rumoreaba que algún marinero, heredándolo de su padre, había llevado el mapa a Mirouane. Mior Lumivix, por medio de agentes tanto humanos como sobrenaturales, había intentado en vano descubrir al marinero, sabiendo que Sarcand y los otros magos de la ciudad le estaban buscando también.
Todo esto era conocido por mí, y el Maestro me contó más, mientras, siguiendo sus órdenes, yo recogía apresuradamente las provisiones que necesitaríamos para un viaje de varios días.
—He vigilado a Sarcand como un águila blanca su nido —dijo—. Mis servidores me dijeron que había averiguado quién era el poseedor del mapa y que alquiló a un ladrón para que se lo robara, pero poco más pudieron decirme. Hasta los ojos de mi gato-demonio, mirando por sus ventanas, fueron engañados por la oscuridad, como tinta de calamar, con la que sus poderes le rodean cuando él quiere.
“Esta noche he hecho una cosa peligrosa, puesto que no había otra forma. Bebiendo el jugo del dedaim púrpura, que induce un trance profundo, proyecté mi ka en su cámara guardada por los elementos. Éstos advirtieron mi presencia, se reunieron a mi alrededor en formas de fuego y sombra y me amenazaron de manera que no se puede explicar. Se opusieron a mí, me expulsaron de allí..., pero yo había visto bastante.
El Maestro se detuvo, pidiéndome que me ciñera una espada mágica consagrada, similar a la suya pero menos antigua, que nunca me había permitido llevar anteriormente. Para entonces, yo había reunido la provisión requerida de comida y bebida, poniéndola en una resistente red que podía llevar con facilidad sobre las espaldas. La red se empleaba fundamentalmente para capturar ciertos reptiles marinos, de los que Mior Lumivix extraía un veneno poseedor de virtudes únicas.
El Maestro no reanudó su relato hasta que no hubimos cerrado todas las puertas y nos habíamos lanzado a las oscuras calles que serpenteaban hacia el mar.
—En el momento de mi entrada, un hombre abandonaba la cámara de Sarcand. Le vi brevemente, antes de que el tapiz negro se separase y se cerrase, pero le reconoceré. Era joven y regordete, con anchos pómulos bajo la gordura, ojos oblicuos en un rostro femenino y la tostada piel amarillenta de un hombre de las islas del sur. Llevaba los cortos calzones y botas por encima del tobillo que usan los marineros; por lo demás iba desnudo.
“Sarcand estaba sentado dándome a medias la espalda, sujetando una hoja de papiro desenrollada, tan amarillenta como el rostro del marinero, a la luz de esa siniestra lámpara de cuatro brazos que alimenta con aceite de cobras. La lámpara brillaba como el ojo de un vampiro. Pero yo miré por encima de su hombro... durante el tiempo suficiente... antes de que sus demonios consiguiesen echarme de la habitación. El papiro era, indudablemente, el mapa de Omvor. Estaba rígido por la antigüedad y manchado de sangre y agua del mar. Pero su título, propósito y explicaciones eran todavía legibles, aunque grabadas con una escritura arcaica que pocos pueden leer en nuestros días.
“Mostraba la costa occidental del continente de Zothique y los mares detrás. Una isla que yacía al oeste de Mirouane estaba indicada como el lugar del enterramiento del tesoro. En el mapa se le denominaba la Isla de los Cangrejos, pero está claro que no es otra que la que ahora es llamada Iribos, que aunque pocas veces es visitada, se encuentra sólo a la distancia de dos días de viaje. En un centenar de leguas no hay otra isla, ni al norte ni al sur, si exceptuamos unas cuantas rocas desoladas y atolones desiertos.
Urgiéndome para que me apresurara más, Mior Lumivix continuó:
—Me desperté demasiado tarde del sueño producido por el dedaim. Un adepto menos versado nunca hubiese despertado.
“Mis sirvientes me avisaron de que Sarcand había abandonado la casa hacía una hora. Iba preparado para un viaje y se dirigía hacia el puerto. Pero le venceremos. Creo que irá a Iribos sin compañía, deseoso de ocultar el tesoro por completo. Indudablemente es fuerte y terrible, pero sus demonios pertenecen a una especie que no puede cruzar el agua, estando completamente ligados a la tierra. Los ha dejado detrás con la mitad de su magia. No temas el resultado de este viaje.
Los muelles estaban tranquilos y casi desiertos, excepto unos cuantos marineros dormidos que habían sucumbido al rancio vino y aguardiente de las tabernas. Bajo la luna menguante, que se curvaba y afilaba en una fina cimitarra, desamarramos el bote y nos alejamos, manejando el Maestro el timón, mientras yo me inclinaba sobre los remos de pala ancha. De esta forma, pasamos por el enmarañado laberinto de naves de lejanos países, de jabeques y galeras, de barcazas de río, lanchones y faluchos que se apiñaban en aquel puerto inmemorial. El perezoso aire, que apenas agitaba nuestra alta vela latina, estaba cargado de aromas marinos, con el olor de los botes de pesca cargados y las especias de los mercantes exóticos. Nadie nos saludó; sólo oíamos la llamada de los vigilantes sobre las sombrías cubiertas, anunciando las horas en lenguas extrañas.
Nuestro bote, aunque pequeño y abierto, estaba construido sólidamente de maderas orientales. Con una aguda proa y una profunda quilla, dotado de altos antepechos, había demostrado ser marinero incluso en tempestades que no eran de esperar en aquella estación.