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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (10 page)

Al salir del puerto, un viento refrescó a nuestra espalda soplando sobre Mirouane, desde campos, huertos y reinos desiertos. Arreció, hasta que la vela se hinchó como el ala de un dragón. Los surcos de espuma se curvaban altos a los lados de nuestra aguda proa, mientras seguíamos a Capricornio hacia el oeste.

A lo lejos, sobre las aguas delante nuestro, algo parecía moverse en la vaga claridad lunar, danzando y agitándose como un fantasma. Quizá fuese el bote de Sarcand... o de algún otro. Sin duda el Maestro también lo vio, pero únicamente dijo:

—Ahora puedes dormir.

Así yo, Manthar, el aprendiz, me preparé a dormir, mientras Mior Lumivix atendía el timón, y los estrellados cuernos y cascos de la Cabra se hundían en el mar.

Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre la popa. El viento continuaba soplando, fuerte y favorable, empujándonos hacia el oeste con una velocidad que no disminuía. Habíamos perdido de vista la línea de la costa de Zothique. En el cielo no se veía una nube, ni en el mar una vela, y se extendía ante nosotros como un vasto pergamino de azul oscuro, adornado únicamente por las crestas de espuma que se formaban y desaparecían para reaparecer en otro lugar.

El día pasó, extendiéndose más allá del horizonte que continuaba vacío, y la noche cayó sobre nosotros como la vela color púrpura de algún dios que nos ocultase el cielo, sembrado con los signos y los planetas. La noche también pasó y llegó una segunda aurora.

Durante todo este tiempo, el Maestro había dirigido el bote sin dormir, con ojos que escudriñaban implacablemente el oeste como los de un halcón marinero; yo estaba muy maravillado ante esta resistencia. Ahora durmió un rato, sentado muy erguido al timón. Pero sus ojos continuaban vigilando por debajo de sus párpados y su mano todavía mantenía derecha la barra sin aflojarse.

Después de unas cuantas horas, el Maestro abrió los ojos, pero apenas se movió de la postura que había mantenido durante todo el tiempo.

Había hablado poco durante nuestro viaje. Yo no le pregunté, sabiendo que, a su debido tiempo, me diría lo que fuese necesario. Pero estaba lleno de curiosidad y no sin miedo y dudas en lo referente a Sarcand, cuyas rumoreadas hechicerías podían aterrorizar no sólo a un simple aprendiz. No podía adivinar ninguno de los pensamientos del Maestro, excepto que se referían a asuntos oscuros y secretos.

Habiendo dormido por tercera vez desde nuestro embarque, me despertó la voz del Maestro. En la penumbra de la tercera aurora, una isla se elevaba ante nosotros, cerrando el mar durante varias leguas al norte y al sur, y amenazadora con desgarrados y salientes acantilados. Tenía una forma vagamente parecida a la de un monstruo que mirase al norte. Su cabeza era un promontorio de altas cimas que sumergía en el océano un gran pico parecido al de un buitre.

—Esto es Iribos —me dijo el Maestro—. El mar a su alrededor es fuerte, con extrañas corrientes y peligrosas mareas. En este lado no hay ningún lugar donde podamos desembarcar y no debemos acercarnos demasiado. Tenemos que rodear la punta norte. Entre los acantilados occidentales hay una pequeña cala, a la que únicamente se entra por una caverna abierta al mar. Allí está el tesoro.

Nos dirigimos hacia el norte, lentamente y con dificultad a causa del viento contrario, a una distancia de tres o cuatro tiros de arco de la isla. Se necesitó de todos nuestros conocimientos de navegación para avanzar, porque el viento arreciaba salvajemente, como si estuviera formado por el aliento de un demonio. Sobre su ulular oíamos el clamor del oleaje sobre aquellas rocas monstruosas que se elevaban desnudas y tétricas de la espuma.

—La isla está deshabitada —dijo Mior Lumivix—. Los marineros la evitan y también las aves marinas. Los hombres dicen que los dioses del mar lanzaron hace tiempo una maldición sobre ella, prohibiéndola para todos excepto para las criaturas de las profundidades submarinas. Sus calas y cavernas son frecuentadas por los cangrejos y los pulpos... y quizá por cosas más extrañas.

Navegábamos en un tedioso curso serpenteante, empujados hacia atrás algunas veces y otras arrastrados peligrosamente cerca de la costa por los cambiantes remolinos que se nos cruzaban como demonios. El sol trepaba por el oriente, brillando con fuerza sobre la desolación de acantilados y escarpaduras que era Iribos. Virábamos y virábamos y me pareció sentir el principio de una extraña intranquilidad en el Maestro. Pero si esto era así, no daba ninguna muestra.

Cuando, al fin, rodeamos el largo pico del promontorio septentrional, era casi mediodía. Allí, cuando viramos al sur, el viento se convirtió en una extrañísima calma y el mar se calmó milagrosamente como si un brujo hubiese echado aceite sobre él. Nuestra vela colgaba, lacia e inútil, sobre aguas como espejos en las que parecía que la imagen del bote y nuestra, reflejadas, podrían flotar por siempre entre el constante reflejo de la isla en forma de monstruo. Comenzamos a manejar los remos, pero incluso así el bote se arrastraba con una singular lentitud.

Miré fijamente la isla mientras la bordeábamos, observando varias ensenadas, donde, por todas las apariencias, una nave podría haber desembarcado fácilmente.

—Hay mucho peligro por aquí —dijo Mior Lumivix, sin explicar esta afirmación.

Al continuar, los acantilados volvieron a ser una muralla, rota únicamente por arrecifes y grietas. En algunos lugares estaban coronados por una vegetación escasa y de un color fúnebre que apenas servía para suavizar su formidable aspecto. En alto sobre las hendidas rocas, donde parecía que ninguna corriente o tempestad naturales pudiera haberlos lanzado, observé los esparcidos maderos y mástiles de antiguas naves.

—Rememos más cerca —apremió el Maestro—. Nos estamos acercando a la cueva que conduce a la ensenada escondida.

Al virar hacia tierra entre la cristalina calma, hubo un repentino hervor y agitación a nuestro alrededor, como si algún monstruo se hubiese levantado debajo nuestro. El bote salió disparado a gran velocidad hacia los acantilados, el mar a nuestro alrededor espumaba y formaba una corriente como si algún kraken nos estuviese arrastrando a su cavernosa guarida. Arrastrados como una hoja en una catarata, nos opusimos en vano con nuestros remos a la ineluctable corriente.

Viéndose más altos por momentos, los acantilados parecieron esconder el cielo sobre nosotros, inexpugnables, sin salientes ni lugares donde apoyar el pie. Entonces, en la enhiesta muralla, apareció el ancho y bajo arco de la boca de una cueva que no habíamos distinguido hasta aquel momento, y hacia allí era arrastrado el bote con una rapidez terrorífica.

—¡Es la entrada! —gritó el Maestro—. Pero algún mago la ha inundado.

Retiramos nuestros inútiles remos y nos acurrucamos bajo los bancos al acercarnos a la hendidura; parecía que lo bajo del arco no permitiría el paso de mástil, que se rompió instantáneamente como una caña cuando, sin detenernos, fuimos lanzados en una ciega y torrencial oscuridad.

Medio atontado y luchando para librarme de la vela y el mástil caídos, percibí la frialdad del agua cayendo sobre mí y supe que el bote se llenaba de agua y se hundía. Un momento más y el agua me entró por los oídos, los ojos y la nariz, pero mientras me hundía y me ahogaba percibía todavía un movimiento hacia delante. Después advertí vagamente unos brazos que me rodeaban en la asfixiante oscuridad, y de golpe salí, tosiendo y jadeando, a la luz del sol.

Cuando hube librado mis pulmones del salitre y reganado mis sentidos más completamente, vi que Mior Lumivix y yo flotábamos en una pequeña cala, en forma de media luna, y rodeada por acantilados y pináculos de roca de color sombrío. Cerca, en una pared cortada a pico, estaba la boca interior de la caverna por la que nos había llevado la misteriosa corriente, unas ligeras arrugas se extendían a su alrededor y se deshacían sobre el agua que estaba en calma y verde como un mosaico de jade. En el lado opuesto del puerto, justo enfrente, se veía la larga curva de una plataforma arenosa bordeada de rocas y maderos. Un bote parecido al nuestro, con un mástil desarbolado y una vela enrollada del color de la sangre fresca, estaba varado sobre la playa. Cerca y sobre un banco arenoso sobresalía del agua el roto mástil de otro bote, cuya hundida silueta distinguimos confusamente. Dos objetos que tomamos por figuras humanas yacían mitad dentro y mitad fuera del agua, un poco más lejos en la orilla. A aquella distancia difícilmente podíamos ver si eran hombres vivos o cadáveres. Sus contornos estaban medio escondidos, por lo que parecía ser una curiosa especie de tejido amarillo pardo, que se extendía también sobre las rocas y parecía moverse y cambiar y agitarse incesantemente.

—Aquí hay algún misterio —dijo Mior Lumivix en voz baja—. Debemos proceder con cuidado y circunspección.

Nadamos hasta la costa en el extremo más próximo de la playa, donde se estrechaba como la punta de un creciente lunar y se unía a la muralla. Sacando su arthame de la vaina, el Maestro la secó con el borde de su túnica, diciéndome a mí que hiciese lo mismo con mi propia arma para que el salitre no la atacara. Después, escondiendo las armas mágicas bajo nuestras vestiduras, seguimos la playa hacia el bote varado y las dos figuras tumbadas.

—Éste es sin duda el sitio señalado en el mapa de Zothique, Omvor —observó el Maestro—. El bote con la vela color de sangre pertenece a Sarcand. Sin duda ha encontrado la caverna que está oculta en algún lugar entre las rocas. Pero ¿quiénes son estos otros? No creo que hayan venido con Sarcand.

Cuando nos acercamos a las figuras, la apariencia de un paño pardo amarillento que les había cubierto se reveló en su verdadera naturaleza. Se trataba de un gran número de cangrejos que trepaban sobre sus cuerpos medio sumergidos e iban y volvían a un montón de rocas inmensas.

Nos acercamos y nos detuvimos cerca de los cuerpos, de los cuales los cangrejos desgarraban velozmente trozos de carne ensangrentada. Uno de los cuerpos yacía sobre el rostro, el otro miraba al sol con rasgos medio comidos. Su piel, o lo que quedaba de ella, era de un amarillo oscuro. Ambos vestían calzones cortos púrpura y botas de marinero y no llevaban encima ninguna otra cosa.

—¿Qué cosa infernal es ésta? —preguntó el Maestro—. Estos hombres acaban de morir... y ya se los comen los cangrejos. Estas criaturas siempre esperan a que la descomposición los ablande. Y mira..., ni siquiera devoran los trozos que han cogido, sino que los llevan a otro lugar.

Esto era ciertamente verdad, porque ahora veía que una constante procesión de cangrejos se alejaba de los cuerpos, llevando cada uno un trozo de carne y desapareciendo detrás de las rocas, mientras otra procesión venía, o quizá volvía, con las pinzas vacías.

—Creo —dijo Mior Lumivix— que el hombre con el rostro vuelto hacia arriba es el marinero que vi saliendo de la habitación de Sarcand, el ladrón que robó el mapa a su dueño para Sarcand.

Presa del horror y del asco, yo había cogido un fragmento de roca y lo iba a lanzar para aplastar a alguno de los cangrejos con su odiosa carga al alejarse de los cadáveres.

—No —me detuvo el Maestro—, sigámosles.

Rodeando el gran montón de rocas, vimos que la procesión entraba y salía de la boca de una caverna que hasta entonces había permanecido oculta a la vista.

Con las manos alrededor de las empuñaduras de nuestras arthames nos dirigimos con cautela y prudentemente hacia la caverna y nos detuvimos a una corta distancia de la entrada. Sin embargo, desde aquí nada era visible en su interior, excepto las hileras de cangrejos arrastrándose.

—¡Entrad! —gritó una voz sonora que parecía prolongar y repetir la palabra en ecos que se alejaban lentamente, como la voz de un vampiro resonando en alguna profunda cámara sepulcral.

La voz era la del hechicero Sarcand. El Maestro me miró, con volúmenes de aviso en sus ojos entornados, y entramos en la caverna.

El lugar tenía una alta cúpula y una extensión indeterminada. La luz provenía de una gran hendidura en la bóveda, a través de la cual, en aquella hora, los rayos directos del sol se filtraban cayendo con un resplandor dorado sobre el fondo de la caverna y tiñendo de luz los grandes colmillos de las estalactitas y estalagmitas en la oscuridad. A un lado había un estanque de agua, alimentado por un fino hilillo que provenía de una fuente que venía de algún lugar en la oscuridad.

Sarcand reposaba, medio sentado, medio tumbado con la espalda contra un cofre abierto de bronce oscurecido por el tiempo y el resplandor de la hendidura luminosa caía de lleno sobre él. Su gigantesco cuerpo, negro como el ébano, de músculos poderosos, aunque inclinado a la corpulencia, estaba desnudo, excepto por un collar de rubíes del tamaño del huevo de un chorlito cada uno, que pendía de su garganta. Su sarong carmesí, curiosamente desgarrado, dejaba al descubierto sus piernas que yacían extendidas entre el polvo de la caverna. La pierna derecha estaba claramente rota en algún punto por debajo de la rodilla, porque estaba toscamente vendada con trozos de madera y bandas arrancadas del sarong.

El manto de Sarcand, de seda color lázuli, estaba extendido a su lado. Se hallaba repleto de gemas y amuletos grabados, monedas de oro y vasos sagrados incrustados con joyas, que brillaban y relucían entre libros de pergamino y papiro. Un libro, con cubiertas de metal negro, estaba abierto, como si lo hubiesen usado recientemente, mostrando ilustraciones dibujadas con brillantes tintas antiguas.

Al lado del libro, al alcance de los dedos de Sarcand, había un montón de pingajos crudos y ensangrentados. Por el manto, sobre las monedas, pergaminos y joyas, trepaban la hilera de cangrejos, que venía cada uno con su trozo que añadía en el montón para volver después y reunirse con la hilera de los que se iban.

Me sentí inclinado a creer las historias referentes a los progenitores de Sarcand. Indudablemente, parecía que se parecía por completo a su madre, porque su cabello y sus rasgos, así como su piel, eran los de los caníbales negros de Naat, tal como yo los había visto dibujados en los relatos de viajeros. Nos afrontaba inescrutablemente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Advertí una gran esmeralda que brillaba oscuramente sobre el dedo índice de su mano derecha.

—Sabía que me seguirías —dijo—, de la misma forma que sabía que el ladrón y su amigo también lo harían. Todos vosotros habéis pensado en matarme y robar el tesoro. Es cierto que he sufrido una herida: un fragmento de roca se desprendió y cayó del techo de la caverna, rompiéndome la pierna cuando me incliné a inspeccionar los tesoros del cofre abierto. Debo permanecer aquí hasta que el hueso haya curado. Mientras tanto, estoy bien armado..., y bien servido y guardado.

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