Authors: Clark Ashton Smith
Zobal recorrió el corredor mientras el monasterio permanecía en silencio, excepto por el débil sonido producido por sus borceguíes de tirantes de piel. Al final del corredor había una puerta abierta y por ella pasó al patio. Tan pronto como salió, los animales dejaron de hacer ruido. Apenas se veía, porque todas las antorchas del patio, excepto una, habían sido apagadas o se habían consumido, y la baja y gibosa luna no había trepado todavía la muralla. Según las apariencias, todo se encontraba en orden: los dos asnos estaban tranquilos al lado de las montañas de provisiones y alforjas que habían llevado, los caballos parecían dormitar en grupo amigablemente. Zobal decidió que quizá hubiese habido alguna pelea pasajera entre su semental y la yegua de Cushara.
Siguió adelante para asegurarse de que no era otra la causa de esos problemas. Después volvió junto a los pellejos de vino, con la intención de refrescarse antes de unirse con Cushara con un suministro de bebida y comestibles. Apenas había barrido el polvo de Izdrel de su garganta con un largo trago, cuando oyó un etéreo y seco susurro, cuyo origen y distancia no pudo determinar en aquel momento. A veces parecía estar junto a su oído y después se alejaba, como si se hundiese en profundas cámaras subterráneas. Pero el sonido nunca cesaba por completo, aunque variase en su forma, y parecía formar palabras que el oyente casi comprendía; palabras que eran infundidas por la desesperada pena de un hombre muerto que había pecado hacía largo tiempo y se había arrepentido de sus pecados durante siglos negros y sepulcrales.
Mientras escuchaba la profunda angustia de aquel sonido, el pelo se erizó en el cuello del arquero y tuvo un miedo tal como no había tenido nunca en lo más grueso de las batallas. Y sin embargo, al mismo tiempo era consciente de sentir una piedad más poderosa que la que el dolor de sus camaradas moribundos había provocado nunca en su corazón. Parecía como si la voz le implorase misericordia y socorro, impulsándole con una extraña compulsión que no se atrevía a desobedecer. No podía comprender totalmente las cosas que el que susurraba le pedía que hiciera, pero de alguna forma tenía que apaciguar aquella desolada angustia.
El susurro continuaba subiendo y bajando de volumen y Zobal se olvidó de que había dejado a Cushara en una larga guardia acosado por peligros infernales; olvidó también que la misma voz podía ser un artificio del que se valiesen los demonios para atraerle lejos. Comenzó a registrar el patio con su agudo oído alerta en busca de la fuente del sonido, y tras vacilar, decidió que salía del suelo, en una esquina opuesta a la entrada. Allí, entre el empedrado en el ángulo de la muralla, encontró una enorme losa de sienita con una herrumbrosa anilla de metal en el centro. Su decisión se vio rápidamente confirmada, porque los susurros se hicieron más fuertes y articulados, y pensó que le decían: “Levanta la losa”.
El arquero tiró con ambas manos de la herrumbrosa anilla y, poniendo toda su fuerza en el empeño, consiguió echar hacia atrás la piedra, no sin esfuerzo tan grande que creyó que se le rompería la espina dorsal. Una oscura abertura fue descubierta y de ella emanaba un olor a carroña tan fuerte que Zobal apartó el rostro y estuvo a punto de vomitar. Pero el susurro vino de la oscuridad de allá abajo con una súplica lastimera y profunda, y le dijo: “Desciende”.
Zobal cogió de su soporte la única antorcha que todavía ardía en el patio. Gracias a sus lúgubres llamas vio una hilera de desgastados escalones que descendían a la maloliente penumbra del sepulcro y, resueltamente, bajó por ellos, encontrándose, cuando llegó al final, en una cámara excavada en la roca, con profundas repisas de piedra a cada lado. En ellas, que desaparecían en la oscuridad, se amontonaban los huesos humanos y los cadáveres momificados, y estaba claro que aquel lugar era la catacumba del monasterio.
El susurro había cesado y Zobal miró a su alrededor con un asombro no exento de terror.
“Estoy aquí”, continuó la seca y susurrante voz, que salía de entre los montones de restos mortales de la repisa a su lado. Sobresaltado y sintiendo cómo se le volvían a erizar los cabellos de la nuca, Zobal iluminó la baja repisa con la antorcha, mientras buscaba al que hablaba. En un nicho estrecho, entre montones de huesos desarticulados, divisó la macilenta cabeza, semejante a la de una momia, sobre la que se pudría algo que había sido en un tiempo la mitra de un abad. El cadáver era negro como el ébano y resultaba evidente que pertenecía a un negro enorme. Tenía un aspecto de vejez increíble, como si hubiese yacido allí durante siglos, pero era de allí de donde provenía el hedor de podredumbre fresca que había provocado las náuseas de Zobal al levantar la losa de sienita.
Mientras permanecía mirando aquello, a Zobal le pareció que el cadáver se agitaba ligeramente, como si intentase levantarse de la posición en que estaba, y vio un resplandor semejante al de unos globos oculares en las cuencas sumergidas en la sombra; los labios, que se curvaban dolorosamente, se retrajeron todavía más, y de entre los desnudos dientes salió aquel horroroso susurro que le había conducido hasta la catacumba.
—Escucha bien —dijo el susurro—; tengo muchas cosas que decirte y tú tienes mucho que hacer cuando yo termine.
“Yo soy Uldor, el abad de Puthuum. Hace más de mil años que llegué a Yoros con mis monjes procedente de Ilcar, el imperio negro del norte. El emperador de Ilcar nos había expulsado porque nuestro culto al celibato, nuestra adoración a la diosa virgen, Ojhal, le resultaban insufribles. Construimos nuestro monasterio aquí, en medio del desierto de Izdrel, y vivimos sin ser molestados.
“Al principio éramos muy numerosos, pero los años fueron pasando y, uno a uno, los hermanos fueron depositados en la catacumba que habíamos excavado para tener un lugar donde reposar. Murieron y nadie les reemplazó. Al final solamente pude sobrevivir yo, porque gané la santidad que asegura días de longevidad y me había convertido también en un maestro en las artes de la hechicería. El tiempo era un demonio que yo mantenía a raya, como alguien que está en el centro de un círculo encantado. Mis fuerzas continuaban intactas, y sin daño, y viví en el monasterio como un ermitaño.
“Al principio, la soledad no me resultó irritante, y me absorbí completamente en mis estudios de los arcanos de la naturaleza. Pero después de un cierto tiempo, pareció que mis estudios y otras cosas semejantes no me satisfacían ya. Me di cuenta de mi soledad y fui muy asediado por los demonios del desierto, que me habían molestado poco hasta entonces. Durante las terribles vigilias de la noche, súcubos bellos pero malvados, lamias con los redondos y suaves cuerpos de las mujeres, vinieron a tentarme.
“Resistí... Pero hubo un demonio hembra, más inteligente que las demás, que se deslizó en mi celda con el aspecto de una muchacha que yo había amado hacía mucho tiempo, antes de haber tomado los votos de Ojhal. Ante ella sucumbí, y de aquella nefanda unión nació el semihumano demonio Ujuk, que desde entonces se ha hecho llamar el Abad de Puthuum.
“Después del pecado, deseé la muerte... Y este deseo cobró fuerza multiplicada cuando contemplé la descendencia de aquella falta. Pero había ofendido grandemente a Ojhal y se me condenó a un castigo aterrador. Viví... para ser perseguido y castigado diariamente por el monstruo, Ujuk, que creció rápidamente, según lo hacen los de su estirpe. Pero cuando Ujuk hubo alcanzado su tamaño actual, me sentí sobrecogido por una debilidad y decrepitud tales que esperé morir. En mi impotencia, apenas podía moverme, y Ujuk, aprovechándose de esta ventaja, me llevó en sus horribles brazos a la catacumba y me tendió entre los muertos. Desde entonces he permanecido aquí, muriendo y pudriéndome eternamente..., y eternamente vivo. Durante casi un milenio he sufrido sin dormir la horrible angustia del arrepentimiento que no produce la expiación.
“Por medio de los poderes videntes santos y mágicos que nunca me han abandonado, estuve condenado a ver las hazañas malvadas, las iniquidades de Ujuk, negras como el Infierno. Disfrazado con el atuendo de un abad, dotado de extraños poderes infernales, junto con una especie de inmortalidad, ha gobernado Puthuum a través de los siglos. Sus encantamientos han conservado escondido el monasterio..., excepto de aquellos que desea atraer al alcance de su hambre de vampiro, y de sus deseos, semejantes a los de un íncubo. A los hombres los devora y a las mujeres las obliga a servir su lujuria... Y además estoy condenado a ver sus vicios, y el verlos es el más pesado de mis castigos.
El susurro se debilitó, y Zobal, que había escuchado con horrorizado asombro, como el que escucha las palabras de un hombre muerto, dudó durante un momento de que Uldor todavía viviese. Después la marchita voz continuó:
—¡Arquero, solicito una merced de ti, y a cambio te ofrezco algo que te ayudará contra Ujuk! En tu carcaj llevas flechas encantadas y la magia del que las encantó era buena. Esas flechas pueden acabar con los poderes infernales, por otra parte inmortales. Pueden acabar con Ujuk... y también con el mal que sobrevive en mí y me impide morir. Arquero, concédeme una flecha en el corazón, y si eso no es suficiente, una flecha en el ojo derecho y otra en el izquierdo. Y déjalas en su agujero, porque pienso que bien puedes desprenderte de ese número. Para Ujuk sólo necesitas una. En cuanto a los monjes que has visto, te diré un secreto. Parecen ser doce, pero...
Zobal apenas hubiese creído lo que ahora le contaba Uldor, si los sucesos de aquel día no le hubiesen dejado más allá de toda incredulidad. El abad continuó:
—Cuando esté completamente muerto, toma el talismán que pende de mi cuello. Es una piedra de toque que disolverá cualquier encantamiento que tenga una consistencia material, si se aplica contra éste con la mano.
Por primera vez, Zobal percibió el talismán, que era un óvalo plano de piedra gris que descansaba sobre el consumido pecho de Uldor pendiente de una cadena de plata negra.
—Apresúrate, oh arquero —imploró el susurro.
Zobal había colocado su antorcha en la pila de mondos huesos que había al lado de Uldor. Con un sentimiento mezcla de compulsión y reluctancia, sacó una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó sin temblar hacia el corazón de Uldor. El dardo fue directa y profundamente al blanco; Zobal esperó. Pero pronto, de los hundidos labios del negro abad, salió un vago susurro:
—¡Otra flecha, arquero!
De nuevo el arco fue tensado y un dardo se clavó, certeramente, en la hueca órbita del ojo derecho de Uldor. Y otra vez, después de un intervalo, llegó una petición casi inaudible:
—Arquero, una flecha más.
El arco cantó una vez más en el silencio de la cámara, y en el ojo izquierdo de Uldor apareció una flecha que temblaba por la fuerza de su propulsión. Esta vez ningún susurro salió de los podridos labios; Zobal oyó un curioso crujido, y un suspiro como el de la arena cuando cae. El oscuro cuerpo se desmoronó rápidamente bajo su vista, el rostro y la cabeza se encogieron y las tres flechas se inclinaron a un lado, puesto que ahora no había nada excepto una pila de polvo y de huesos separados que las mantuviera en su lugar.
Dejando las flechas como Uldor le había pedido que hiciera, Zobal cogió el talismán gris, que estaba ahora enterrado entre aquellos restos caídos. Cuando lo encontró, lo colgó cuidadosamente de su cinturón, al lado de la larga y recta espada que siempre llevaba. Quizá, pensó, aquello serviría de algo antes de que terminase la noche.
Rápidamente se volvió y subió por las escaleras hasta encontrarse en el patio. Una luna desmochada y amarilla como el azafrán se asomaba por la muralla, y por esto supo que había estado mucho tiempo ausente de su guardia junto a Cushara. Sin embargo, todo parecía tranquilo: los soñolientos animales no se movían y el monasterio estaba oscuro y silencioso. Cogiendo un pellejo lleno de vino y una bolsa conteniendo las provisiones que Cushara le había pedido, Zobal se apresuró a volver al corredor.
Mientras entraba en el edificio, el alfombrado silencio se rompió en un aterrador escándalo. En medio del clamor distinguió los alaridos de Rubalsa, los chillidos de Simbam y los furiosos bramidos de Cushara, pero, por encima de todo aquello, ahogándolo, se elevaba sin cesar una risa obscena, como una corriente de oscuras aguas subterráneas, espesas y pestilentes, con las grasas de la podredumbre.
Zobal dejó caer el pellejo de vino y la bolsa de comestibles y echó a correr, preparando su arco mientras lo hacía. Los gritos de sus compañeros continuaban, pero ahora los oía más vagamente entre la maldita risa demoniaca, que creció hasta llenar todo el monasterio. Cuando llegó a la zona ante el aposento de Rubalsa, vio a Cushara golpeando con el mango de su lanza una pared oscura donde ya no había ninguna entrada cubierta por una cortina de cáñamo. Detrás de la muralla, los chillidos de Simbam cesaron con un gorgoteante gemido, como el de un becerro sacrificado, pero los gritos de profundo terror de la muchacha se hicieron todavía más fuertes entre la tenebrosa risotada.
—Esta pared ha sido construida por los demonios —rugió el lancero, mientras golpeaba en vano los pulidos ladrillos—. Yo he vigilado lealmente, pero ellos la han construido a mis espaldas en un silencio igual al de la muerte. Y dentro de esa habitación está pasando algo todavía peor.
—Contén tu ira —dijo Zobal, mientras intentaba recobrar el mando sobre sus propias facultades, entre la locura que amenazaba con dominarle. En aquel momento se acordó del talismán gris ovalado de Uldor, que colgaba de su cinturón por la cadena de plata negra, y pensó que la pared cerrada era probablemente un encanto irreal contra el que podría utilizarse el talismán, como Uldor había dicho.
Rápidamente, tomó la piedra entre sus dedos y la apoyó sobre la oscura superficie donde había estado la puerta. Cushara miraba con aire estupefacto, como pensando que el arquero se había vuelto loco. Pero mientras el sonido del talismán contra la pared todavía podía oírse, la pared pareció disolverse dejando únicamente un grosero tapiz que se cayó en pedazos, como si tampoco hubiese sido más que una ilusión mágica. Aquella extraña desintegración continuó extendiéndose; todo el tabique se deshizo dejando unos cuantos bloques erosionados, y la gibosa luna brilló sobre ellos mientras la abadía de Puthuum se desmoronaba silenciosamente convirtiéndose en una ruina llena de agujeros y sin tejado.
Todo esto había ocurrido en unos instantes, pero los guerreros no tuvieron tiempo para sentirse maravillados. A la lívida luz de la luna que les contemplaba desde arriba como el rostro de un cadáver comido por los gusanos, vieron una escena tan odiosa que les hizo olvidar todo lo demás. Ante ellos, sobre un suelo agrietado en cuyos intersticios crecían las hierbas del desierto, yacía muerto el eunuco Simbam. Su túnica estaba rota en pedazos y oscura sangre borboteaba de su desgarrada garganta. Hasta las bolsas de cuero que llevaba a la cintura estaban destrozadas, y monedas de oro, redomas medicinales y otros objetos estaban desparramados a su alrededor.