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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (29 page)

Detrás, junto a la pared exterior medio derrumbada, yacía Rubalsa entre un montón de trapos y maderos podridos que habían sido la cama de ébano con sus suntuosas colgaduras. Con las manos levantadas, estaba intentando apartar de sí la forma monstruosamente hinchada que pendía horizontalmente sobre ella, como si estuviese sostenida por los flotantes pliegues en forma de ala de su túnica color azafrán. Los guerreros reconocieron esta forma como la del abad Ujuk.

La sobrecogedora risa del demonio negro se detuvo y volvió hacia los intrusos un rostro distorsionado por la rabia y su diabólico deseo. Sus dientes chasquearon en forma audible, sus ojos brillaron en las bolsas como cuentas de algún metal al rojo vivo, mientras se retiraba de su posición sobre la muchacha y se erguía, monstruosamente erecto, ante ella, en medio de las ruinas del aposento.

Antes de que Zobal pudiese colocar una de sus flechas en el arco, Cushara se le adelantó con la pica levantada. Pero antes de que el lancero cruzase el umbral, fue como si la siniestra e inflada forma de Ujuk se multiplicase en una docena de formas vestidas de amarillo que surgieron para hacer frente a la acometida de Cushara. Los monjes de Puthuum se habían reunido para ayudar a su abad, como llamados por algún infernal toque a rebato.

Zobal profirió un grito de aviso, pero las formas se lanzaron a una sobre Cushara, esquivando los golpes de su arma y atacando ferozmente las placas de su armadura con sus terroríficas garras de tres pulgadas de largo. Él luchó valientemente, sólo para caer en poco tiempo y desaparecer de la vista como si hubiese sido derribado por una manada de hienas enfurecidas.

Recordando algo, muy difícil de creer, que le había dicho Uldor, Zobal no malgastó flechas con los monjes. Con el arco dispuesto, esperó a tener a tiro a Ujuk, por detrás de la ardiente cuadrilla que estaba malignamente enzarzada sobre el caído lancero. En un movimiento de retroceso del montón, apuntó rápidamente al enorme íncubo, que parecía estar completamente absorto en aquella lucha cruel, como dirigiéndola de alguna forma sin decir palabra ni hacer un gesto. Sin torcerse ni desviarse, la flecha dio en el blanco con un alegre zumbido, y la magia de Amdok, que la forjara, resultó buena, porque Ujuk se tambaleó y cayó, con sus horribles dedos intentando vanamente arrancarse el dardo, que se había clavado en su cuerpo casi hasta las barbillas de pluma de águila.

Entonces ocurrió algo extraño, porque mientras el demonio caía y se agitaba en las convulsiones de la agonía, los doce monjes se apartaron de Cushara, retorciéndose convulsivamente en el suelo como si no fuesen más que meras sombras de la cosa que estaba muriendo. A Zobal le pareció que sus formas se volvían vagas y transparentes y vio detrás de ellas las grietas de las losas de piedra; sus movimientos se hicieron más débiles según lo hacían los de Ujuk, y cuando éste, por fin, yació inmóvil, las borrosas siluetas de las figuras se desvanecieron, como borradas de la tierra y del aire. Nada quedó, excepto el horrible bulto de aquel enemigo que había sido la descendencia del abad Uldor y la lamia. Y de instante en instante el bulto se hundía visiblemente bajo sus flotantes vestiduras; un olor a descomposición reciente se elevó de allí, como si toda la parte humana de aquella cosa infernal se estuviese pudriendo rápidamente.

Cushara consiguió ponerse en pie y miraba a su alrededor con aire de atontamiento. Su pesada armadura le había salvado de las garras de sus atacantes, pero la propia armadura estaba señalada desde las canilleras hasta el casco con innumerables arañazos.

—¿Dónde están los monjes? —inquirió—. Hace un instante se hallaban todos sobre mí como una manada de perros salvajes devorando un bisonte caído.

—Los monjes no eran más que emanaciones de Ujuk —dijo Zobal—. Eran simples fantasmas que lanzaba al exterior y retiraba a voluntad y no tenían existencia real separados de él. Con la muerte de Ujuk se han convertido en algo menos que sombras.

—Verdaderamente, estas cosas son prodigiosas —comentó el arquero.

Los guerreros volvieron entonces su atención a Rubalsa, que había conseguido sentarse entre los destrozados restos de su lecho. Los harapos de telas medio podridas, que sujetó contra sí con dedos rápidos por la vergüenza al acercarse ellos, sirvieron de bien poco para ocultar su marfileña y bien redondeada desnudez. Tenía un aire de terror y confusión mezclados, como un durmiente que acabara de despertar de una atroz pesadilla.

—¿Te ha hecho algún daño el demonio? —inquirió Zobal con ansiedad.

Se sintió consolado por su débil y asustada negativa. Bajando los ojos ante el tierno desorden de su juvenil belleza, sintió en su corazón un enamoramiento más profundo que nada que hubiese sentido anteriormente, una pasión en la que había un toque de ternura que nunca conociera en los ardientes y breves amoríos de sus azarosos días. Mirando de soslayo a Cushara, comprendió con desaliento que su camarada compartía esta emoción por completo.

Los guerreros se retiraron entonces a una pequeña distancia y se volvieron decorosamente de espaldas mientras Rubalsa se vestía.

—Me parece —dijo Zobal en voz baja, de forma que la muchacha no pudiese oírle— que tú y yo esta noche nos hemos topado y hemos vencido unos peligros que no figuraban en nuestro contrato de servicio a Hoaraph. Y me parece que pensamos también lo mismo en lo que concierne a la muchacha y que la amamos demasiado tiernamente para entregarla a la quisquillosa lujuria de un rey saciado. Por tanto, no podemos volver a Faraad. Echaremos suertes por la muchacha, si está de acuerdo, y el que pierda será un verdadero camarada para el ganador hasta el momento en que hayamos salido de Izdrel y cruzado la frontera de algún país que no esté sometido a Hoaraph.

Cushara estuvo de acuerdo con esto. Cuando Rubalsa hubo terminado de vestirse, los dos comenzaron a buscar a su alrededor algunos objetos que pudiesen servirles en el sorteo propuesto. Cushara quería lanzar al aire una de las monedas de oro, con la imagen de Hoaraph, que había rodado fuera del desgarrado monedero de Simbam. Pero Zobal negó con la cabeza ante aquella sugerencia, habiendo divisado ciertos objetos que serían exquisitamente apropiados para lo que querían: las garras del demonio, cuyo cadáver se había reducido de tamaño y estaba horriblemente putrefacto, con toda la cabeza llena de odiosas arrugas y un verdadero empequeñecimiento de las extremidades. En este proceso, las garras de manos y pies se habían desprendido y estaban sueltas sobre el pavimento. Quitándose el casco, Zobal se inclinó y colocó en su interior las cinco garras de la mano derecha, de infernal aspecto, y de las cuales la más larga era la del dedo índice. Movió vigorosamente el casco, como el que sacude un cubilete de dado mientras las garras resonaban fuertemente. Después tendió el casco a Cushara, diciendo:

—El que saque la garra del dedo corazón será el que gane la muchacha.

Cushara introdujo la mano y la retiró rápidamente, sosteniendo en alto el pesado pulgar, que era el más corto de todos. Zobal sacó la uña del dedo anular, y Cushara, en su segundo intento, la del meñique. Después, y con profundo desencanto del lancero, Zobal sacó el codiciado corazón.

Rubalsa, que había estado mirando este original procedimiento con abierta curiosidad, preguntó a los guerreros:

—¿Qué estáis haciendo?

Zobal comenzó a explicárselo, pero antes de que hubiera terminado, la muchacha gritó indignada:

—Ninguno de vosotros ha consultado mis preferencias en este asunto.

Después, y haciendo un precioso mohín, se alejó del desconcertado arquero y lanzó los brazos alrededor del cuello de Cushara.

EL FRUTO DE LA TUMBA

La noche había venido a Faraad desde el desierto trayendo consigo a los últimos rezagados de las caravanas. En una taberna, cerca de la puerta septentrional, un buen número de mercaderes procedentes de tierras lejanas, sucios y cansados, estaban refrescándose con los famosos vinos de Yoros. Entre el tintineo de las copas de vino, se oía la voz de un narrador de cuentos que les distraía de su fatiga.

—Grande era Ossaru, siendo al mismo tiempo rey y mago. Gobernaba sobre la mitad del continente de Zothique. Sus ejércitos eran como torbellinos de arena empujados por el simún. Era el señor de los genios de las tormentas y la noche, llamaba a los espíritus del sol. Los hombres conocían su magia, de la misma forma que los verdes cedros conocen la descarga del relámpago.

“Era semiinmortal y pasaba de un siglo a otro, acrecentando su poder y sabiduría hasta el final. Thasaidón, el negro dios de la maldad, hacía prosperar todos sus conjuros y empresas. Y durante sus últimos años fue acompañado por el monstruo Nioth Korghai, que bajó a la tierra desde un mundo extraño, montado en un cometa impulsado por el fuego.

“Gracias a su conocimiento de la astrología, Ossaru había adivinado la llegada de Nioth Korghai. Salió él solo al desierto a esperar al monstruo. La gente de muchos países vio la caída del cometa, como un sol que descendiese por la noche sobre el desierto, pero sólo el rey Ossaru contempló la llegada de Nioth Korghai. Volvió en las negras horas sin luna antes del amanecer, cuando todos dormían, llevando al extraño monstruo a su palacio y alojándole en una cámara, bajo el salón del trono, que había preparado para que sirviese de morada a Nioth Korghai.

“A partir de aquel momento habitó siempre en la cámara y, por tanto, el monstruo permaneció desconocido e invisible. Se decía que aconsejaba a Ossaru y le instruía en la sabiduría de los planetas exteriores. En algunos períodos de las estrellas, mujeres y jóvenes guerreros eran enviados como sacrificio a Nioth Korghai, y éstos nunca volvían para contar lo que habían visto.

“Nadie podía adivinar su aspecto, pero todos los que entraron en el palacio oyeron alguna vez un ruido sordo, como de lentos tambores, y una regurgitación como la que produciría una fuente subterránea, escuchándose a veces un siniestro cloqueo, como el de un basilisco enloquecido.

“Durante muchos años, el rey Ossaru fue servido por Nioth Korghai y sirvió a su vez al monstruo. Después Nioth Korghai enfermó con una extraña enfermedad y nadie volvió a escuchar aquel cloqueo en la sepultada cámara, y los ruidos que recordaban fuentes y tambores cesaron. Los conjuros del rey mago fueron impotentes para impedir su muerte, pero cuando el monstruo murió, Ossaru rodeó su cuerpo con una doble zona de encantamiento en dos círculos, y cerró la cámara. Más tarde, cuando Ossaru murió, la cámara fue abierta desde arriba y la momia del rey fue descendida por sus esclavos para que reposase eternamente al lado de lo que quedaba de Nioth Korghai.

“Desde entonces los ciclos se han sucedido y Ossaru es solamente un nombre en los labios de los narradores de historias. El palacio donde vivió y la ciudad que lo rodeaba están perdidos; algunos dicen que estaba en Yoros y otros en el imperio de Cincor, donde Yethlyreom fue construida más tarde por la dinastía de Nimboth. Y sólo esto es cierto: que en algún punto todavía, en la tumba sellada, el monstruo alienígena permanece en la muerte al lado del rey Ossaru. Y a su alrededor está el círculo interior del encantamiento de Ossaru, conservando sus cuerpos incorruptibles entre la decadencia de ciudades y reinos y, alrededor de esto, hay otro círculo, resguardándoles de todas las intrusiones, puesto que cualquiera que entre allí por la entrada de la tumba morirá instantáneamente y se pudrirá en el momento de la muerte, cayendo convertido en polvo antes de llegar al suelo.

“Ésta es la leyenda de Ossaru y Nioth Korghai. Ningún hombre ha encontrado su tumba, pero el mago Namirrha, en una oscura profecía, predijo hace muchos siglos que ciertos viajeros, pasando por el desierto, la encontrarían sin darse cuenta algún día. Y dijo que estos viajeros, descendiendo al interior de la tumba por un sitio distinto de la entrada, contemplarían un extraño prodigio. Y no habló sobre la naturaleza de este prodigio, sino que solamente dijo que Nioth Korghai, al ser una criatura extraña procedente de algún mundo lejano, estaba sujeto a leyes extrañas tanto en la vida como en la muerte. Y nadie ha adivinado todavía el secreto de lo que Namirrha quiso decir”.

Los hermanos Milab y Marabac, que eran mercaderes de joyas procedentes de Ustaim, habían escuchado absortos al narrador.

—En verdad, es una extraña historia —dijo Milab—. Sin embargo, como todo el mundo sabe, en los viejos tiempos hubo grandes magos, fabricantes de profundos conjuros y maravillas, también hubo verdaderos profetas. Y las arenas de Zothique están llenas de tumbas y ciudades perdidas.

—Es una buena historia —dijo Marabac—, pero le falta el final. Te lo suplico, oh tú que conoces la historia, ¿no puedes decirnos más que esto? ¿Con el monstruo y el rey no había ningún tesoro de metales y joyas preciosas? Yo he visto sepulcros donde los muertos estaban encerrados entre lingotes de oro y sarcófagos que escupían rubíes como gotas de sangre de vampiros.

—Yo cuento la leyenda como mis padres me la contaron —afirmó el narrador—. Aquellos que estén destinados a encontrar la tumba dirán el resto... Si, por casualidad, vuelven de allí.

Milab y Marabac habían vendido en Faraad, consiguiendo un buen provecho, todas sus piedras en bruto, sus talismanes esculpidos y los idolillos de jaspe y cornalina. Ahora viajaban hacia el norte, en dirección a Tasuun, cargados con perlas rosadas y negro-purpúreas de los golfos meridionales y con los negros zafiros y vinosos granates de Yoros, acompañados por otros mercaderes en el largo y sinuoso viaje hasta Ustaim, junto al mar Oriental.

Su ruta les conducía por una región moribunda. Ahora, mientras la caravana se acercaba a las fronteras de Yoros, el desierto comenzó a adquirir una desolación más profunda. Las colinas eran oscuras y desnudas, como recostadas momias de gigantes. Cursos de agua secos corrían hasta los lechos de unos lagos leprosos por la sal. Ondulaciones de arena grisácea se amontonaban a gran altura contra los desmoronados acantilados donde, en un tiempo, se habían arrugado las tranquilas aguas. Se levantaban y agitaban columnas de polvo como fantasmas fugitivos. Por encima de todo, el sol era una monstruosa brasa en un cielo calcinado.

En este desierto, que parecía completamente deshabitado y vacío de vida, entró cautelosamente la caravana. Los mercaderes prepararon sus lanzas y espadas y escudriñaron con ojos ansiosos las estériles montañas, mientras urgían a los camellos a un rápido trote por los estrechos y profundos desfiladeros. Porque allí, en cavernas escondidas, se agazapaba un pueblo salvaje y semibestial, conocido como los Ghorii. Semejantes a vampiros y chacales, eran devoradores de carroña y también antropófagos, subsistiendo preferentemente de los cuerpos de los viajeros y bebiendo su sangre en lugar de agua o vino. Eran temidos por todos aquellos que tenían ocasión de viajar entre Yoros y Tasuun.

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