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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (26 page)

Entre las naves solitarias y bañadas por la luna que formaban las lápidas mortuorias, llegó a un majestuoso mausoleo que se erguía con pocas señales de ruina, en el centro del cementerio. Bajo él, le habían dicho, había extensas cámaras que alojaban las momias de una extinta familia real que había gobernado sobre las ciudades gemelas de Umbri y Psiom en siglos anteriores. A esta familia había pertenecido la princesa Morthylla.

Para asombro suyo, una mujer, o lo que parecía serlo, se sentaba sobre el fuste caído al lado del mausoleo. No podía verla con claridad, pues la sombra de la tumba la envolvía todavía desde los hombros hasta abajo. Sólo el rostro, resplandeciendo débilmente, se elevaba hacia la luna que estaba subiendo en el cielo. Su perfil era como el que había visto en monedas antiguas.

—¿Quién eres tú? —preguntó con una curiosidad que sobrepasaba su cortesía.

—Soy la lamia Morthylla —contestó ella.

EL ABAD NEGRO DE PUTHUUM

“Que la uva nos ceda su llama purpúrea, y el rosado amor abandone su doncellez; en tierras sin nombre, bajo lunas cubiertas, hemos acabado con el Demonio y con todo su linaje”.

Canción de los arqueros del rey Hoaraph.

Zobal, el arquero, y Cushara, el lancero, habían derramado más de una libación a su amistad con los sanguíneos licores de Yoros y la sangre de los enemigos del reino. Unidos por aquella larga y vigorosa amistad, rota únicamente por peleas efímeras con relación a la división de un pellejo de vino o al reparto de alguna mujer, habían servido durante una fatigosa década entre la soldadesca del rey Hoaraph. Les habían tocado en suerte salvajes batallas y sucesos extraños y azarosos. Últimamente, la fama de su valor atrajo sobre ellos el honor de la atención de Hoaraph y habían sido escogidos para servir entre los lanceros que guardaban su palacio de Faraad. Algunas veces, los dos eran enviados juntos en misiones para las que era necesario poseer una valentía nada común y una lealtad sin mácula hacia el rey.

Ahora, en compañía del eunuco Simbam, principal proveedor del bien surtido harén de Hoaraph, Zobal y Cushara habían emprendido un tedioso viaje a través de la pista conocida en Izdrel, que hendía la parte occidental de Yoros con su cuña desolada de color amarillento. El rey les enviaba para que se enterasen si por casualidad había algo de verdad en ciertas historias de viajeros con relación a una joven doncella de belleza celestial que fue vista entre los pueblos de pastores al otro lado de Izdrel. Simbam llevaba en el cinto una bolsa de monedas de oro con la que, si la belleza de la muchacha fuese igual en alguna forma al renombre que tenía, estaba autorizado para negociar su compra. El rey había considerado que Zobal y Cushara formarían una escolta apropiada para cualquier contingencia, porque Izdrel era una tierra notoriamente libre de bandoleros, o, indudablemente, de cualquier habitante humano. Sin embargo, se decía que duendes malignos, tan altos como gigantes y jorobados como los camellos, habían atacado a menudo a los que viajaban por Izdrel, y que bellas, pero malintencionadas lamias, los atraían a una horrible muerte. Simbam, temblando corpulentamente en su silla, cabalgaba no de muy buena gana, pero el arquero y el lancero, con un total escepticismo, dividieron sus groseros chistes entre el tímido eunuco y los escurridizos demonios.

Sin otro infortunio que la rotura de un pellejo de vino debido a la fuerza de la nueva cosecha que contenía, llegaron a los verdes pastos al otro lado de aquel lúgubre desierto. Allí, en los bajos valles por los que discurrían los meandros del curso medio del río Vos, apacentaba dromedarios y otros ganados una tribu de pastores que cada dos años enviaba a Hoaraph el tributo de sus copiosos rebaños. Simbam y sus compañeros encontraron a la muchacha, que vivía con su abuela en un pueblo al lado del Vos, y hasta el eunuco reconoció que el viaje había valido la pena.

Cushara y Zobal, por su parte, fueron instantáneamente embrujados por los encantos de la muchacha, de nombre Rubalsa. Era esbelta y de regia estatura, de piel pálida como los pétalos de las mariposas blancas, y la ondulante negrura de su pesado cabello se poblaba de pardos reflejos cobrizos bajo el sol. Mientras Simbam regateaba a gritos con la arrugada abuela, los guerreros observaban a Rubalsa con prudente ardor y le dirigieron tales galanterías como estimaron discretas, sin que el eunuco les escuchara.

Por fin el pacto se formalizó y se pagó el precio, quedando la bolsa de Simbam completamente vacía. El eunuco estaba ansioso ahora por regresar a Faraad con el botín y parecía haber olvidado su miedo del hechizado desierto. Zobal y Cushara fueron arrancados de su sueño por el impaciente eunuco antes del amanecer y los tres partieron con Rubalsa, todavía soñolienta, antes de que el pueblo despertase a su alrededor.

El mediodía, con su sol de cobre candente en un cenit negro azulado, los encontró lejos entre las herrumbrosas arenas y los promontorios de dientes ferrosos de Izdrel. El camino que seguían era poco más que un sendero, porque, aunque Izdrel tenía sólo unas treinta millas de anchura en aquel punto, pocos viajeros se atrevían a cruzar aquellas leguas infestadas de demonios, y la mayoría preferían una carretera que daba una vuelta inmensa, utilizada por los pastores, que corría al sur de aquella siniestra desolación, siguiendo el Vos casi hasta su desembocadura en el mar Indaskiano.

Cushara, espléndido en su armadura de bronce, conducía la comitiva sobre una gigantesca yegua policroma, con una montura de cuero sellada con cobre. Rubalsa, que llevaba el rojo vestido hilado en el hogar de las mujeres de los pastores, le seguía sobre un negro caballo castrado que Hoaraph había enviado para su uso. Detrás, y próximo, iba el vigilante eunuco, ataviado de cendales multicolores y montado pesadamente, rodeado de rellenas alforjas, sobre el asno gris de edad incierta que, debido a su temor a caballos y camellos, insistía siempre en montar. Llevaba en la mano la guía de otro asno que casi se arrastraba por los suelos debido a los pellejos de vino, vasijas de agua y otras provisiones. Zobal guardaba la retaguardia, con el arco preparado, esbelto y nervudo en su atuendo de fina malla, sobre un nervioso semental que se resistía incesantemente a las riendas. Llevaba a su espalda un carcaj lleno de dardos que el hechicero de la corte, Amdok, había preparado con singulares conjuros e inmersiones en desconocidos fluidos para su posible uso contra demonios. Zobal aceptó las flechas cortésmente, pero se había asegurado más tarde y por sí mismo de que sus barbillas de hierro no estuviesen en forma alguna impregnadas por el tratamiento de Amdok. Una lanza, hechizada de forma similar, había sido ofrecida por Amdok a Cushara, que la rehusó rudamente diciendo que su propia arma, bien probada ya, era apropiada para los escupitajos de cualquier número de demonios.

A causa de Simbam y los dos asnos, el grupo no podía ir a mucha velocidad. Sin embargo, esperaban cruzar la parte más salvaje y desolada de Izdrel antes de la noche. Simbam, aunque continuaba ojeando miedosamente el melancólico desierto, estaba claramente más preocupado por su preciosa carga que con imaginarios demonios y lamias. Cushara y Zobal, ambos extasiados en amorosos ensueños que se centraban en la voluptuosa Rubalsa, dedicaban únicamente una despreocupada atención a sus alrededores.

La muchacha había cabalgado toda la mañana en grave silencio. Repentinamente gritó, con voz cuya dulzura la alarma volvía estridente. Los demás refrenaron sus monturas y Simbam balbució unas preguntas. Rubalsa contestó señalando hacia el horizonte meridional, donde, como sus compañeros vieron ahora, una extraña oscuridad, negra como la tinta, había cubierto una gran porción del cielo y las colinas, ocultándolas por completo. Esta oscuridad, que no parecía debida ni a una nube ni a una tormenta de arena, se extendía a cada lado en forma de creciente y se acercaba rápidamente a los viajeros. En el curso de un minuto, o menos, había bloqueado el sendero por delante y por detrás, como una niebla negra, y los dos arcos de sombra, corriendo hacia el norte, se habían unido, dejando al grupo dentro de un círculo. La oscuridad se hizo entonces estacionaria, sus paredes, situándose a no más de cien pies por cada lado, enhiestas e impenetrables, rodeaban a los viajeros, dejando sobre ellos un espacio claro desde el que el sol continuaba brillando, remoto, pequeño y descolorido, como visto desde el fondo de un profundo pozo.

—¡Ay, ay, ay! —gimió Simbam, acurrucándose entre sus alforjas—. Bien sabía que alguna maldad nos atacaría.

En ese instante, los dos asnos comenzaron a rebuznar fuertemente, y los caballos, con relinchos y cabriolas frenéticas, temblaron bajo sus jinetes. Sólo a costa de muchos y crueles espolonazos pudo forzar Zobal a su semental hacia delante, al lado de la yegua de Cushara.

—Quizá sea sólo una niebla pestilente —dijo Cushara.

—Nunca he visto una niebla semejante —replicó Zobal dudosamente—. Y no hay vapores como éste en Izdrel. Creo que esto es como el humo de los Siete Infiernos del que hablan los hombres por debajo de Zothique.

—¿Seguimos hacia delante? —dijo Cushara—. Me gustaría saber si esta lanza penetra o no esa oscuridad.

Diciendo a Rubalsa algunas palabras de tranquilidad, los dos intentaron espolear sus monturas hacia la oscura muralla. Pero después de unos cuantos pasos nerviosos, la yegua y el caballo retrocedieron salvajemente, sudando y echando espuma, y no quisieron continuar avanzando. Cushara y Zobal desmontaron y siguieron su avance a pie.

No conociendo la fuente o naturaleza del fenómeno con el que tenían que lidiar, los dos se aproximaron cautelosamente. Zobal puso un dardo en la cuerda y Cushara sostuvo su enorme lanza de cabeza broncínea ante sí como cargando contra un enemigo en batalla. Ambos se sentían cada vez más confusos por la oscuridad, que no retrocedía ante ellos como lo haría la niebla, sino que mantuvo su opacidad cuando estuvieron muy próximos a ella.

Cushara estaba a punto de arrojar su arma contra la muralla. Entonces, sin el menor preludio, surgió en la oscuridad, aparentemente justo delante suyo, un horrible clamor multitudinario como de tambores, trompetas, címbalos, armaduras chasqueando, voces vibrantes y pies cubiertos de mallas, que iban de un lado a otro sobre el suelo pedregoso con un fuerte estrépito. Mientras Cushara y Zobal retrocedían asombrados, el clamor aumentó y se extendió hasta llenar con una babel de ruidos guerreros el círculo de misteriosa noche que aprisionaba a los viajeros.

—Verdaderamente, estamos completamente sitiados —gritó Cushara a su camarada, mientras volvían junto a sus caballos—. Se diría que algún rey del norte ha enviado sus mirmidones contra Yoros.

—Sí —dijo Zobal—. Pero es extraño que no les hayamos visto antes de que llegase la oscuridad. Y es seguro que ésta no se debe a algo natural.

Antes de que Cushara pudiese hacer alguna observación, los gritos y estruendos marciales cesaron abruptamente. Todos a su alrededor escucharon el rechinamiento de innumerables sistros, el silbido de incontables serpientes gigantescas, los broncos gritos de pájaros de mal agüero que se hubiesen reunido por millares. A aquellos sonidos, indescriptiblemente odiosos, añadieron ahora los caballos un continuo relinchar y los asnos sus rebuznos más frenéticos, sobre los que los gritos de Rubalsa y Simbam eran escasamente audibles.

Cushara y Zobal intentaron en vano apaciguar a sus monturas y consolar a la muchacha, que estaba loca de terror. Estaba claro que ningún ejército de hombres mortales les sitiaba, porque los ruidos cambiaban de minuto en minuto y ahora se oían unos gruñidos siniestros y el rugir de bestias, nacidas en el Infierno, que los ensordecían con su volumen.

Sin embargo, en la penumbra nada era visible y el oscuro círculo comenzó entonces a moverse con rapidez, sin ampliarse ni contraerse. Para mantener su posición en el centro, los guerreros y sus acompañantes se vieron obligados a abandonar el sendero y a huir hacia el norte entre las ásperas elevaciones y cañadas. A su alrededor continuaban los siniestros ruidos, conservando, al menos eso parecía, el mismo intervalo de distancia.

El sol, cayendo hacia el oeste, no brillaba ya sobre aquel pozo que se movía fantasmalmente, y una profunda penumbra rodeó a los viajeros. Zobal y Cushara cabalgaron al lado de Rubalsa lo más cerca posible que permitía lo áspero del terreno, forzando sus ojos constantemente en busca de alguna señal visible de las cohortes que parecían acompañarles. Los dos eran presa de las más oscuras aprensiones, porque estaba demasiado claro que unos poderes sobrenaturales les obligaban a internarse en el desconocido desierto.

La gruesa oscuridad parecía cerrarse momento a momento y detrás de la cortina se percibieron palpablemente unos movimientos y un bullicio como los producidos por formas monstruosas. Los caballos tropezaban con pedruscos y protuberancias de rocas minerales, y los asnos, pesadamente cargados, se veían obligados a avanzar a una velocidad desconocida para ellos, para mantener la distancia con el círculo que los amenazaba con su hórrido clamor. Rubalsa había dejado de gritar, como si estuviera exhausta, o se hubiese resignado al horror de su situación, y los agudos chillidos del eunuco habían bajado de tono, convirtiéndose en miedosos resoplidos y jadeos.

De cuando en cuando parecía como si unos ojos grandes y feroces brillasen en la oscuridad, bien flotando cerca de la tierra o moviéndose en solitario a gigantesca altura. Zobal comenzó a disparar sus flechas encantadas contra aquellas apariciones, y cada lanzamiento fue jaleado por un asombroso estruendo de risas y alaridos satánicos.

De esta forma continuaron adelante, perdiendo toda medida del tiempo y del sentido de orientación. Los animales estaban derrengados y con los cascos doloridos. Simbam estaba medio muerto de miedo y fatiga, Rubalsa se tambaleaba sobre su silla y los guerreros, aterrorizados y confusos ante aquella situación en la que sus armas parecían no tener valor, comenzaban a flaquear presos de un sombrío cansancio.

—Nunca volveré a dudar de la leyenda de Izdrel —dijo Cushara sombríamente.

—No creo que tengamos mucho tiempo ni para dudar ni para creer —replicó Zobal.

Para aumentar su desgracia, el terreno se hacía más áspero y pendiente y tuvieron que ascender por empinadas colinas y descender hacia lúgubres valles. Pronto llegaron a un espacio abierto, llano y pedregoso. Allí, y de repente, el pandemónium de ruidos siniestros retrocedió por todos lados, alejándose y desvaneciéndose hasta convertirse en unos débiles y fugaces susurros que murieron a gran distancia. Simultáneamente, la noche que les rodeaba se aclaró, unas cuantas estrellas brillaron en el cielo y las ásperas colinas del desierto se recortaron severamente sobre un resplandor bermellón. Los viajeros se detuvieron, mirándose interrogativamente unos a otros, en una penumbra que sólo era causada por la natural oscuridad de la noche.

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