Authors: Clark Ashton Smith
—Yo te he ayudado en todo hasta este momento —dijo la imagen, con acentos secos y sonoros que resonaban metálicamente en las siete lámparas plateadas—. Sí, los gusanos eternos del fuego y la oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada y las alas de los genios interiores se han elevado hasta ocultar el sol cuando tú les llamaste. Pero, en verdad, no te ayudaré en esta venganza que has planeado, porque el emperador Zotulla no me ha ofendido nunca y me ha servido bien, aunque inconscientemente, y los habitantes de Xylac, debido a sus vicios, no son los menos importantes de sus adoradores en la Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú vivieses en paz con Zotulla y olvidases esta antigua ofensa infligida al mendigo Narthos cuando era un muchacho. Porque los caminos del destino son extraños y la forma en que actúan sus leyes está algunas veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida habría sido distinta y la fama y renombre de Namirrha hubiesen yacido en el olvido como un sueño no imaginado. Sí, tú serías todavía un mendigo de Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendigo y nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías convertido en discípulo del sabio y erudito Ouphaloc, y yo, Thasaidón, hubiese perdido el más poderoso de todos los nigromantes que han aceptado servirme y han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Namirrha, y considera estas cosas, porque, aparentemente, nosotros dos estamos en deuda con Zotulla y le debemos gratitud por haberte pisoteado con su caballo.
—Sí, estoy en deuda con él —gruñó Namirrha implacable—, y en verdad que mañana pagaré la deuda, en la forma en que había planeado... Existen aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a mi llamada, aun a pesar tuyo.
—No es bueno enfrentarte conmigo —dijo la imagen, tras un intervalo—, y tampoco es bueno llamar a aquellos que has insinuado. Sin embargo, veo claramente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso, testarudo y vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero no me culpes por el resultado.
Después de esto, en el salón donde Namirrha se sentaba ante el ídolo se hizo el silencio y las llamas se consumieron oscuramente cambiando de colores sobre las lámparas de forma de cráneo mientras las sombras huían y regresaban sin detenerse sobre los rostros de la estatua y de Namirrha. Después, hacia la medianoche, el hechicero se levantó y ascendió por numerosos escalones en espiral hasta llegar a una alta cúpula en la casa donde había una única y pequeña ventana redonda, que permitía contemplar las constelaciones. La ventana estaba dispuesta en lo más alto de la cúpula, pero Namirrha había conseguido, por medio de su magia, que una entrada junto a la última vuelta de la escalera pareciese descender repentinamente en lugar de subir para, alcanzando el peldaño final, mirar hacia abajo por la ventana, mientras las estrellas pasaban bajo él en una corriente vertiginosa. Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto en el mármol, y el panel circular retrocedió sin ningún sonido. Después, yaciendo de espaldas sobre el curvado interior de la cúpula, con el rostro sobre el abismo y su larga barba colgando rígida en el espacio, susurró versos más antiguos que la raza humana y habló con ciertos seres que no pertenecían ni al Infierno ni a los elementos mundanos y cuya invocación era más terrible que los genios infernales o los demonios de la tierra, aire, agua y fuego. Desafiando la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos, mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces y la escarcha se amontonaba pálida sobre su oscura barba a causa del frío que producía su aliento al inclinarse sobre la tierra.
Lento y renuente fue el despertar de Zotulla del sopor del vino; antes de abrir los ojos, la luz del día se vio envenenada para él por el pensamiento de aquella invitación que temía aceptar o rechazar. Pero habló con Obexah, diciendo:
—Después de todo, ¿quién es este perro hechicero para que yo tenga que obedecer sus invitaciones como un mendigo al que algún gran señor manda llamar de la calle?
Obexah, una muchacha de piel dorada y ojos oblicuos, procedente de Uccastrog, la Isla de los Torturadores, observó sutilmente al emperador, y dijo:
—Oh, Zotulla, eres tú quien debe aceptar o rehusar, según lo que estimes apropiado. Y, en realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac, el ir o el quedarse es un asunto sin importancia, puesto que nada puede poner en entredicho tu soberanía. Por tanto, ¿por qué no ir?
Obexah, aunque temerosa del mago, sentía curiosidad con respecto a aquella casa construida por el demonio, de la que tan poco se sabía, y además, según es característico de las mujeres, deseaba contemplar al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto era sólo una leyenda en Ummaos, traída de muy lejos.
—En lo que dices hay algo de razón —admitió Zotulla—. Pero un emperador debe, en su conducta, tener siempre en cuenta el bien público, y hay asuntos de estado que no se puede esperar que entienda una mujer.
Así pues, más tarde, por la mañana, después de un desayuno amplio y bien remojado, llamó a sus mayordomos y cortesanos y les pidió consejo. Algunos le aconsejaron que ignorase la invitación de Namirrha y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que un mal más grave que el pisoteo de unos cascos fantasmales fuese enviado sobre la ciudad y el palacio.
Entonces llamó ante sí a la reunión de todos los sacerdotes e intentó volver a llamar a aquellos magos y adivinos que habían escapado sigilosamente durante la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que respondiese al grito de su nombre por las calles de Ummaos, y esto causó una cierta maravilla.
Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que antes y abarrotaron el salón de audiencias, de forma que las barrigas de los que estaban delante chocaban contra el estrado imperial y las nalgas de los de atrás se aplastaban contra la pared y los pilares del fondo. Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez anterior, que Namirrha no tenía nada que ver con las apariciones, y su invitación, dijeron, no suponía daño ni amenaza alguna contra el emperador; estaba claro, según los términos del mensaje, que el mago pronunciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un verdadero archimago, este oráculo confirmaría su propia sabiduría sagrada, establecería la fuente divina de la aparición y de nuevo los dioses de Xylac serían glorificados.
Tras escuchar el consejo de los sacerdotes, el emperador dio instrucciones nuevamente a sus tesoreros para que les llenasen de nuevas ofrendas, y los sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las delegadas bendiciones de sus varios dioses sobre Zotulla y su corte. El día continuó y el sol pasó nuevamente por el meridiano, cayendo lentamente más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde que estaban formados por desiertos que limitaban con el mar. Zotulla continuaba irresoluto y llamó a sus coperos, pidiéndoles que le sirviesen de la cosecha más fuerte y magistral, pero no halló en el vino ni la certeza ni la decisión.
Entonces, una comitiva de altas momias cubiertas con vendas regias color púrpura y escarlata, y llevando coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró en el salón, caminando una detrás de otra. Tras la comitiva, y a manera de servidores, venían unos esqueletos gigantes vestidos con taparrabos de brillante color naranja y con la parte superior del cráneo cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y ébano que se habían enrollado allí a manera de turbante. Las momias se inclinaron ante Zotulla, diciéndole con voz fina y seca:
—Nosotros, que en tiempos antiguos hemos sido reyes del gran país de Tasuun, hemos sido enviados como guardia de honor del emperador Zotulla para atenderle como es propio cuando se dirija al banquete preparado por Namirrha.
Después hablaron los esqueletos, entre secos chasquidos de dientes y produciendo silbidos semejantes al aire, atravesando desgastadas mamparas de marfil.
—Nosotros, que hemos sido guerreros gigantes de una raza olvidada, somos enviados también por Namirrha para que la corte del emperador Zotulla esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y vaya acompañada del séquito que le corresponde y es apropiado.
Presenciando estos prodigios, los coperos y otros servidores se protegieron en el estrado imperial o se ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla, cuyas pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre, con la cara abotargada y espectralmente pálida, permanecía inmóvil sobre el trono, sin poder pronunciar ni una palabra de réplica a los ministros de Namirrha.
Entonces las momias se adelantaron y dijeron con polvorientos acentos:
—Todo está listo y el banquete aguarda la llegada de Zotulla.
Las vendas de las momias se agitaron y se abrieron por delante; pequeños monstruos roedores del color del betún, con ojos semejantes a rubíes malditos, aparecieron en los roídos corazones de las momias como las ratas en sus agujeros y chillaron estridentemente repitiendo las palabras en lenguaje humano. A su vez, los esqueletos repitieron la solemne frase y las serpientes azafranes y negras silbaron desde sus cráneos, y repitieron, por último, las palabras con siniestro alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y de forma dudosa que Zotulla no había visto hasta entonces y que estaban sentadas detrás de las costillas de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de mimbre blanco.
Como un durmiente que obedece la fatalidad de los sueños, el emperador se levantó del trono y se adelantó; las momias le rodearon como una escolta. Cada uno de los esqueletos sacó de los pliegues amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas flautas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron a tocar una melodía dulce, siniestra y mortal, mientras el emperador salía de palacio. En la música había un hechizo fatal, porque los mayordomos, las mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron arrancados como una procesión de noctámbulos de las habitaciones y alcobas donde se habían vanamente ocultado. Dirigidos por los flautistas, siguieron a Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver aquella numerosa compañía dirigiéndose a la casa de Namirrha con un cortejo de reyes muertos a su alrededor y el aliento de los esqueletos temblando horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla no se sintió muy consolado cuando vio a su lado a la muchacha Obexah moviéndose, como él mismo, en un éxtasis de involuntario horror, con el resto de las mujeres siguiéndola de cerca.
Al acercarse a las abiertas puertas de la casa de Namirrha, el emperador vio que estaban guardadas por grandes cosas de barbillas carmesíes, mitad humanas mitad dragones, que se inclinaron ante él, rozando sus barbillas como escobas ensangrentadas contra las losas de oscuro ónice. El emperador pasó con Obexah entre los rústicos monstruos, con las momias, los esqueletos y su propia gente a sus espaldas formando una extraña comitiva, y entró en un amplio salón de muchas columnas, donde la luz del día, penetrando tímidamente, era dominada por la siniestra y arrogante claridad procedente de un millar de lámparas.
Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió maravillado de la amplitud de la cámara, que difícilmente podía reconciliar con las medidas exteriores de la mansión, aunque éstas, indudablemente, fueran de una amplitud palaciega. Le parecía contemplar grandes salas sostenidas por columnas a las que no se veía el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de amontonadas viandas y urnas de vino dispuestas en hilera que se extendían a lo lejos en la distancia, en una penumbra luminosa como la de una noche estrellada.
En los amplios intervalos entre las mesas, los sirvientes de Namirrha iban de un lado para otro incesantemente, como si una fantasmagoría de pesadillas hubiera cobrado cuerpo delante del emperador. Regios cadáveres con túnicas de brocado podridas por el tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de gusanos, servían un vino color de sangre en copas fabricadas con el opalescente cuerno de los unicornios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro pechos entraban con humeantes fuentes sostenidas en alto por sus garras broncíneas. Demonios de cabeza de perro con la lengua en llamas corrían a ofrecerse como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla y Obexah apareció un curioso ser con las opulentas caderas y extremidades inferiores de una enorme mujer negra y los mondos huesos de algún mitológico mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a entender, por medio de ciertos indescriptibles chasquidos de los huesos de sus dedos, que el emperador y su odalisca le siguieran.
Verdaderamente, a Zotulla le dio la impresión de haber recorrido una larga distancia por alguna maligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de aquella inmensidad de mesas y columnas por la que les había conducido el monstruo. Aquí, en el extremo de la habitación, y separado de los demás, se sentaba Namirrha solo en una mesa, con las llamas de las siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardiendo incesantemente a sus espaldas y la negra imagen de Thasaidón en su armadura dominándolo todo desde el altar de azabache a su derecha. Algo separado del altar había un espejo de diamante, sostenido por las garras de unos basiliscos de hierro.
Namirrha se puso en pie para saludarles, observando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en las ojeras formadas en extrañas y aterradoras vigilias. Sus labios eran como un sello rojo pálido sobre un pergamino del destino cerrado. Su barba flotaba rígida sobre la parte delantera de su túnica bermellón, dividida en bucles negros y aceitosos como una masa de serpientes negras y tiesas. Zotulla sintió que la sangre se le detenía y espesaba en su corazón, como congelándose hasta formar hielo. Obexah, mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida y asustada por el visible horror que emanaba de este hombre, y le rodeaba de la misma forma que la realeza a un rey. Pero a pesar de su miedo tuvo tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en su relación con las mujeres.
—Te doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitalidad como puedo ofrecerte —dijo Namirrha con el férreo sonido de alguna oculta campana fúnebre en su profunda voz—. Por favor, sentaos a mi mesa.
Zotulla vio que enfrente de Namirrha había sido dispuesta una silla de ébano para él, y que otra silla, menos majestuosa e imperial, había sido colocada a la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y Zotulla vio que su gente se sentaba a su vez a otras mesas a través del enorme salón, con los espantosos servidores de Namirrha sirviéndoles atareadamente, como los demonios atienden a los condenados.