Authors: Clark Ashton Smith
—¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo? —y a continuación acercó la copa a sus labios.
Así, el emperador bebió el licor, como impulsado por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue como si el emperador muriese y su alma flotase libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz azafrán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo también, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos copas caídas.
En este estado contempló algo extraño: al rato su propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el del nigromante permanecía inmóvil como la muerte. Zotulla contempló sus propios rasgos y su figura con el corto manto de brocado azul sembrado de perlas negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él, aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una maldad mayor de los que eran característicos en él. Entonces, sin oídos corpóreos. Zotulla oyó hablar a la figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha, diciendo:
—Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo lo que yo te mande.
Zotulla siguió al hechicero como una sombra invisible y los dos descendieron por las escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de negra armadura, mientras las siete lámparas en forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concubina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de estremecer su saciado corazón, atada con correas a los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que había formado grandes charcos entre las columnas.
Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del emperador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:
—Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza para liberarte ni para moverte en forma alguna.
Totalmente obediente a la voluntad del nigromante, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si se encontrase en el interior de un rígido sarcófago; miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos que se escondían bajo el esculpido casco.
Mirando así, pudo contemplar el cambio que sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica posesión de Namirrha, porque las piernas que salían por debajo del corto manto de color azul se habían convertido, repentinamente, en las patas traseras de un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía humo.
Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a Obexah caminando altivamente sobre el negro altar, y dejando tras sí huellas humeantes.
Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que eran estanques de helado horror, levantó uno de los relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo, entre las diminutas copas de filigrana de oro adornadas de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo en el Infierno el alma de algún nuevo condenado y el casco resplandeció con intolerable brillantez, como si estuviese recién salido de un horno donde se forjasen las armas de los demonios.
En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en la imagen de adamanto, se despertó la hombría que había dormitado inconsciente ante la ruina de su imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente, surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas poderse servir de su brazo derecho y tener una espada en la mano.
Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y terrible hablaba dentro de él, como si la propia estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la voz le dijo:
—Yo soy Thasaidón, señor de los Siete Infiernos bajo la tierra y de los infiernos del corazón del hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas con la estatua que se me parece a la manera en que el alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza y golpea.
Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su interior y de estar rodeado por unos músculos gigantescos que se estremecían de poder y respondían ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada mano derecha el mango de la gigantesca maza de pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le pareció un peso agradable. Entonces, elevando la maza como un guerrero en una batalla, golpeó aterradoramente aquella cosa impía que tenía su propio cuerpo unido a las patas y cascos de un caballo demoniaco. La cosa se derrumbó al instante y yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante azabache. Las patas temblaron un poco y después se inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose lentamente.
Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido, excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida por el dolor y el terror de todos los prodigios que había presenciado. Después, la terrible voz de Thasaidón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma con aquellos gritos.
—Vete, porque no puedes hacer nada más.
Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad de la nada y del olvido.
Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado, ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confusamente, no en la forma que el mago había planeado, a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los rituales malditos y las transmigraciones prohibidas. Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible confusión en su mente y una amnesia parcial porque la maldición de Thasaidón había caído sobre él a causa de sus blasfemias.
Nada había claro en su mente, excepto un maligno y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por aquel oscuro ánimo, se levantó, y ciñéndose a la cintura una espada encantada con ópalos y zafiros rúnicos en la empuñadura, descendió por las escaleras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde continuaba la estatua tan impasible como antes, con la maza en su inmóvil mano derecha y el doble sacrificio debajo sobre el altar.
El velo de una extrañísima oscuridad había caído sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de patas de caballo que yacía muerto con los cascos ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las variables redes del engaño, tomó el rostro por el del emperador Zotulla. Insaciable como las mismas llamas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el reflejo. A veces, a causa de la maldición que había caído sobre él y de la impía transmigración que había realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigromante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era Namirrha luchando contra el emperador; después, sin tener un nombre, luchó contra un enemigo sin nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba templada por conjuros formidables, se rompió cerca de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras medio olvidadas de una tremenda maldición, invalidada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la pesada empuñadura de la espada, hasta que los zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.
Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha batallando contra su imagen, y el espectáculo le produjo una risa enloquecida como el roto repique de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como el rugido de una tormenta que surge velozmente, el estruendo producido por los caballos macrocósmicos de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y pasando por Ummaos para arrasar la única casa que habían perdonado la primera vez.
Las luces resplandecían con brillantez deslumbradora en Umbri, la ciudad del delta, después de la puesta del sol, que se había convertido por entonces en una estrella en decadencia, roja como una brasa y antigua más allá de las crónicas, más allá de la leyenda. Las más brillantes y deslumbradoras de todas eran las luces que iluminaban la casa del viejo poeta Famurza, cuyas canciones anacreónticas le habían proporcionado la riqueza que ahora dilapidaba en orgías para sus amigos y sicofantes. ¡En los pórticos, salones y cámaras, los fanales eran tan espesos como las estrellas en un cielo sin nubes! Parecía que Famurza desease disipar todas las sombras, excepto aquellas que cubrían las alcobas separadas por tapices, dispuestas para los convenientes amoríos de sus invitados.
Para encender tales amores había vinos, licores, afrodisiacos. Había carnes y frutos que impulsaban los pulsos fláccidos. Había drogas extrañas y exóticas que despertaban el placer y lo prolongaban. En nichos medio velados se veían curiosas estatuillas y en la pared paneles pintados con amores bestiales, humanos o sobrehumanos. Cantantes alquilados de todos los sexos cantaban diversos dísticos eróticos y había unas bailarinas cuyas contorsiones estaban calculadas para reanimar los fatigados sentidos cuando todo lo demás hubiera fallado.
Pero Valzaín, discípulo de Famurza y famoso tanto como poeta como por voluptuoso, permanecía insensible ante todas aquellas incitaciones.
Con indiferencia que tendía al disgusto y una copa medio vacía en la mano, observaba desde una esquina la multitud engalanada que bullía a su alrededor e, involuntariamente, apartaba la vista de ciertas parejas que eran demasiado desvergonzadas o estaban demasiado bebidas para buscar las sombras de la intimidad para sus abrazos. Una repentina saciedad había hecho presa en él. Se sentía extrañamente retirado del cenagal de vino y carne en que no mucho antes se había sumergido con deleite. Tenía el aspecto de alguien que se encuentra en una costa extranjera, detrás de aguas de profunda desesperación.
—¿Qué te aqueja, Valzaín? ¿Te ha chupado la sangre algún vampiro?
Era Famurza, con el rostro enrojecido, el cabello gris y ligeramente corpulento, quien estaba a su lado. Posando una mano cariñosa sobre el hombro de Valzaín, sostenía en alto con la otra un vaso de fascinantes esculturas en el que sólo bebía vino, evitando los violentos y drogados licores preferidos a menudo por los sibaritas de Umbri.
—¿Tienes un ataque de bilis? ¿O algún amor no correspondido? Aquí tenemos remedio para ambas cosas. Sólo tienes que nombrar tu medicina.
—No hay medicina para lo que me aflige —contestó Valzaín—. En cuanto al amor, ha dejado de importarme si es correspondido o no. Sólo puedo saborear las heces de las copas. Y el tedio se agazapa en medio de todos los besos.
—Realmente, el tuyo es un caso de melancolía —en la voz de Famurza había preocupación—. He estado leyendo alguno de tus últimos versos. Sólo escribes sobre tumbas y tejos, sobre gusanos, fantasmas y amores inmateriales. Esas cosas me producen cólicos. Necesito por lo menos medio galón de buen vino después de cada poema.
—Aunque no lo he sabido hasta recientemente —admitió Valzaín—, hay en mí curiosidad hacia lo desconocido; un deseo de cosas más allá del mundo material.
Famurza movió la cabeza conmiserativamente.
—Aunque no haya alcanzado más que a doblarte la edad, todavía me contento con lo que veo, oigo y toco. Carnes buenas y jugosas, mujeres, vino, las canciones de gente de buena garganta son suficiente para mí.
—Soñando cuando duermo —musitó Valzaín—, he abrazado súcubos que eran más que la carne, he conocido placeres demasiado fuertes para que el cuerpo consciente los soporte. ¿Tienen alguna fuente esos sueños, aparte del cerebro ligado a la tierra? Daría mucho por encontrar su origen, si es que existe. Mientras tanto, no me queda nada más que la desesperación.
—Tan joven... ¡y ya tan cansado! Bien, si estás cansado de las mujeres y quieres fantasmas a cambio, puedo aventurar una sugerencia. ¿Conoces la antigua necrópolis a medio camino entre Umbri y Psiom, a unas tres millas, digamos, de aquí? Los pastores de cabras dicen que es frecuentada por una lamia..., el espíritu de la princesa Morthylla, que murió hace varios siglos y fue enterrada en un mausoleo que todavía está ahí, sobresaliendo entre las otras tumbas de menos importancia. ¿Por qué no salimos esta noche y visitamos la necrópolis? Se acomodaría mejor que mi casa a tu humor. Y quizá Morthylla se te aparezca. Pero no me culpes si no vuelves nunca más. Después de todos estos años la lamia continúa ávida de amantes humanos y quizá pudiera aficionarse a ti.
—Por supuesto, conozco el lugar —dijo Valzaín—... Pero creo que estás bromeando.
Famurza se encogió de hombros y siguió su camino entre los juerguistas. Una alegre danzarina, rubia y flexible, se acercó a Valzaín y lanzó un collar de flores entrelazadas sobre su cuello, reclamándole como su prisionero. Suavemente, rompió la guirnalda y dio un frío beso a la muchacha, lo que hizo que ésta hiciese una mueca. Inobstrusiva, pero rápidamente, antes de que otros juerguistas intentasen atraerle, salió de la casa de Famurza.
Sin otros impulsos que los de un deseo urgente de soledad, volvió sus pasos hacia los suburbios, evitando la vecindad de tabernas y lupanares, donde se apiñaba el populacho. Música, risas y fragmentos de canciones le seguían desde iluminadas mansiones donde todas las noches los ciudadanos más ricos de la ciudad daban reuniones. Pero en las calles se encontró a pocos merodeadores, pues era demasiado tarde para la reunión y demasiado pronto para la desbandada de los invitados a tales entretenimientos.