Authors: Clark Ashton Smith
—Ten coraje, rey Fulbra, porque hay quien te ayudará.
Aparentemente, las palabras no fueron oídas o entendidas por los guardias, que sólo conocían el duro y sibilante lenguaje de Uccastrog.
Después de bajar por muchas escaleras, llegaron a una poderosa puerta de bronce, que fue abierta por uno de los guardianes. Fulbra fue obligado a entrar y la puerta se cerró con estruendo detrás de él.
La cámara a la que había sido arrojado estaba rodeada por tres de sus lados por la oscura roca de la isla y en el cuarto por un vidrio pesado e irrompible. Detrás del cristal vio las brillantes aguas submarinas de un azul verdoso iluminadas por fanales que pendían de la cámara y en el agua había grandes peces-demonio, cuyos tentáculos se enroscaban a lo largo de la pared y gigantescos pitones con fabulosos anillos dorados que se perdían en la oscuridad y los flotantes cadáveres de hombres que le contemplaban con ojos de los que habían sido arrancados los párpados.
En una esquina del calabozo, cerca de la pared de vidrio, había un lecho, y comida y bebida habían sido dispuestas para Fulbra en recipientes de madera.
El rey se tendió, cansado y desesperado, sin probar la comida. Después, con los ojos fuertemente cerrados mientras los muertos y los monstruos marinos le miraban a la luz de los faroles, intentó olvidar sus penas y el doloroso destino que le amenazaba. Y entre el terror y la pena que le asfixiaban, le pareció ver el atractivo rostro de la muchacha que le sonrió compasivamente y que, la única de toda la gente que había visto en Uccastrog, le dirigiera palabras amables. El rostro volvía una vez y otra, con un suave acoso, una gentil hechicería; por primera vez en mucho tiempo, Fulbra sintió el vago agitarse de su enterrada juventud y un confuso y oscuro deseo de vivir. Así pues, después de un rato se durmió y el rostro de la muchacha siguió apareciéndosele en sus sueños.
Los fanales continuaban ardiendo por encima de él con llamas que no habían disminuido cuando despertó, y el mar, al otro lado de la pared de cristal, estaba poblado por los mismos monstruos que antes, o por otros parecidos. Pero entre los cadáveres que flotaban, vio ahora los cuerpos despellejados de sus propios esclavos, que después de haber sido torturados por los isleños habían sido arrojados a la caverna submarina que lindaba con su mazmorra para que pudiese verlos al despertar.
Ante aquella visión se sintió enfermo con un nuevo horror, pero mientras miraba los rostros muertos, la puerta de bronce se abrió con un chirrido lúgubre y entraron los guardias. Viendo que no había consumido la comida y el agua dispuestas para él, le forzaron a comer y beber un poco, amenazándole con sus anchas y curvadas hojas, hasta que él consintió en hacerlo. Después le sacaron de la mazmorra y le llevaron ante el rey Ildrac, en el gran salón de torturas.
Por la dorada luz que penetraba por las ventanas del palacio y por las alargadas sombras de las columnas y las máquinas de tormento, Fulbra comprendió que la aurora estaba comenzando. El salón estaba abarrotado de torturadores y sus mujeres; muchos parecían mirar, mientras que otros, de ambos sexos, estaban ocupados por amenazadores preparativos. Fulbra vio que una alta estatua de bronce, con rostro cruel y demoníaco, como algún implacable dios del otro mundo, estaba ahora de pie al lado derecho de Ildrac, que se sentaba en solitario sobre su silla de bronce.
Fulbra fue lanzado hacia delante por sus guardias e Ildrac le saludó brevemente, con una sonrisa irónica que precedió a las palabras y permaneció después. Cuando Ildrac hubo hablado, la imagen de bronce también comenzó a hablar, dirigiéndose a Fulbra con el lenguaje de Yoros en tonos estridentes y metálicos, diciéndole, con todo detalle y minuciosidad, las diversas torturas infernales a que iba a ser sometido durante aquel día.
Cuando la estatua hubo terminado de hablar, Fulbra oyó un suave susurro en su oído y vio a su lado a la bella muchacha a quien se había encontrado previamente en los corredores más profundos. La muchacha, aparentemente no oída por los torturadores, le dijo:
—Ten coraje y soporta bravamente todo lo que te hagan, porque yo te libertaré antes de mañana, si eso es posible.
Fulbra fue reconfortado por la afirmación de la muchacha y le pareció que era más bella que antes; pensó que sus ojos le miraban con ternura y los deseos gemelos de amor y vida fueron extrañamente resucitados en su corazón para fortificarle contra las torturas de Ildrac.
No estaría bien mencionar detalladamente lo que le hicieron al rey Fulbra para dar un malvado placer al rey Ildrac y su pueblo. Pues los habitantes de Uccastrog habían designado tormentos innumerables, curiosos y sutiles para exacerbar y atormentar los cinco sentidos, pudiendo atormentar hasta al propio cerebro, empujándolo a extremos más terribles que la locura, y apoderarse de los tesoros más preciosos de la memoria, dejando en su lugar una locura indescriptible.
Sin embargo, aquel día no torturaron a Fulbra todo lo que podían hacerlo. Pero desgarraron sus oídos con sonidos cacofónicos, con siniestras flautas que helaban la sangre y la hacían cuajarse dentro de su corazón, con profundos tambores que parecían resonar dolorosamente en todos sus tejidos y con finos tambores que rompían sus huesos. Después le obligaron a respirar los humeantes vapores de unos braseros donde ardían juntamente la bilis seca de los dragones, la grasa de caníbales muertos, y una madera fétida. Después, cuando el fuego se hubo consumido, lo avivaron con aceite de murciélagos-vampiros y Fulbra se desmayó, incapaz de soportar el hedor durante más tiempo.
Más tarde le despojaron de sus regias vestiduras y ciñeron a su cuerpo un cinturón de seda que había sido sumergido hacía poco en un ácido corrosivo únicamente para la piel humana, y el ácido le corría lentamente, agujereando su piel con infinitos y feroces pinchazos.
Después de retirar el cinturón para que no le causase la muerte, los torturadores trajeron a varias criaturas que tenían forma de serpientes, pero que estaban recubiertas de la cabeza a la cola con espinas negras, parecidas a las de los ciempiés. Estas criaturas se enroscaron fuertemente alrededor de los brazos y piernas de Fulbra y, aunque impulsado por el asco, luchó salvajemente contra ellas, no pudo soltárselas con las manos, y los cabellos que cubrían sus tensos anillos comenzaron a perforar sus extremidades como un millón de diminutas agujas, hasta que chilló a causa del dolor. Cuando le faltó el aliento y no podía gritar más, las peludas serpientes fueron persuadidas para que abandonaran su presa por una lánguida melodía de flauta cuyo secreto conocían los isleños. Se soltaron de él y se alejaron, pero la señal de sus anillos estaba estampada en rojo sobre sus extremidades, y alrededor de su cuerpo se veía la marca en carne viva del cinturón de ácido.
El rey Ildrac y su pueblo le contemplaban con terrible glotonería, porque con estas cosas se divertían e intentaban apaciguar un implacable y oscuro deseo. Pero al ver que Fulbra no podía soportar más, y deseando hacer su voluntad con él durante muchos días en el futuro, le devolvieron a su calabozo.
Enfermo por el horror de lo que recordaba, febril a causa del dolor, no anhelaba la clemencia de la muerte, sino que esperaba la llegada de la muchacha que habría de libertarle, como le prometiera. Las largas horas pasaban con un tedio medio delirante y los fanales, cuyas llamas habían cambiado al carmesí, parecían llenar sus ojos con sangre en movimiento; los muertos y los monstruos marinos parecían nadar en sangre detrás de la pared de cristal. Entonces, por fin, oyó abrirse la puerta, suavemente y no con el fuerte estruendo que había anunciado la entrada de sus guardias.
Volviéndose, vio a la muchacha que se acercaba rápidamente de puntillas a su cama, el dedo levantado en señal de silencio. Con suaves susurros, le dijo que su plan había fallado, pero que seguramente a la noche siguiente sería capaz de drogar a los guardianes y obtener las llaves de las puertas exteriores y Fulbra podría escapar del palacio y llegar a una cueva escondida donde un bote lleno de agua y provisiones estaba listo para su uso. Le suplicó que soportase durante otro día los tormentos de Ildrac, y a esto, por fuerza, tuvo que consentir. Pensó que la muchacha le amaba, porque ella acarició con ternura su enfebrecida frente y frotó sus miembros, torturados por la quemadura, con un aceite suavizante. Pensó que sus ojos eran dulces, con una compasión que era algo más que piedad. Así pues, Fulbra creyó en la muchacha y confió en ella armándose de valor para el horror del día siguiente. Su nombre era Ilyaa y su madre era una mujer de Yoros que se había casado con uno de los isleños, escogiendo esta repugnante unión como alternativa a los cuchillos de Ildrac.
La muchacha se marchó muy pronto, invocando el gran peligro de ser descubierta, y cerró la puerta con suavidad. Después de un rato, el rey se durmió, y entre las delirantes abominaciones de sus sueños, Ilyaa volvió y le sostuvo contra los terrores de extraños infiernos.
Al amanecer llegaron los guardias con sus armas engarfiadas y le condujeron ante Ildrac. Otra vez, la satánica estatua de bronce, con estridente voz, anunció las terribles pruebas a que iba a ser sometido. En esta ocasión vio que otros cautivos, incluyendo la tripulación y mercaderes de la galera, esperaban también las maléficas atenciones de los torturadores en el amplio salón.
Una vez más, entre el remolino de los que le miraban, la muchacha se acercó a él, sin que los guardias le dijeran nada, y murmuró palabras de consuelo, de forma que Fulbra cobró ánimos contra las enormidades que la imagen oracular de bronce le había anunciado. E indudablemente, un corazón bravo y esperanzado era necesario para soportar las torturas de aquel día...
Entre otras cosas, menos adecuadas de mencionar, los torturadores pusieron ante Fulbra un espejo dotado de una extraña magia donde su propio rostro se reflejaba como visto después de la muerte. Mientras los contemplaba, los rígidos rasgos se marcaron con el veteado verde-azulado de la descomposición y la reseca carne se desprendió de los huesos y dejó al descubierto el trabajo visible de los gusanos. Oyendo mientras tanto los dolorosos gemidos y agonizantes gritos de sus compañeros de cautividad por todo el salón, vio otros rostros, muertos, hinchados, sin párpados y despellejados que parecían acercarse por detrás y apiñarse alrededor de su propio rostro en el espejo. Su aspecto era húmedo y goteante, como el cabello de los cadáveres recobrados del mar, y las algas marinas se mezclaban con sus rizos. Entonces, volviéndose al sentir un contacto frío y pegajoso, vio que estos rostros no eran ilusión, sino el verdadero reflejo de unos cadáveres rescatados de las profundidades marinas por arte de magia y que habían entrado en el salón de Ildrac caminando como hombres vivientes y estaban mirando por encima de su hombro.
Sus propios esclavos, a quienes los habitantes del mar habían roído hasta los huesos, estaban entre ellos. Se le aproximaron con ojos brillantes que sólo veían la nada de la muerte. Y bajo el control mágico de Ildrac, sus cadáveres, malsanamente animados, comenzaron a asaltar a Fulbra, arañando su rostro y sus vestiduras con dedos medio podridos. Fulbra, débil a causa del asco, luchó contra sus esclavos muertos que no conocían la voz de su amo y eran tan sordos como las ruedas y las parrillas de tormento utilizadas por Ildrac...
Al rato, los cadáveres ahogados y chorreantes se marcharon y Fulbra fue desnudado y sujeto sobre el suelo del palacio con anillas de hierro que le ligaban fuertemente a las losas por las rodillas, muñecas, codos y tobillos. Después, los torturadores trajeron el cuerpo desenterrado y medio comido de una mujer donde bullían una miríada de larvas sobre los huesos y piltrafas de oscura podredumbre y colocaron este cuerpo sobre la mano derecha de Fulbra. Trajeron también la carroña de una cabra negra que estaba comenzando a pudrirse y la depositaron a su lado sobre su mano izquierda. Entonces, los gusanos hambrientos reptaron de derecha a izquierda sobre Fulbra, formando una oleada larga y ondulante...
Después de la consumación de este suplicio, vinieron muchos más, igualmente ingeniosos y atroces, bien pensados para la diversión del rey Ildrac y su pueblo. Fulbra soportó valientemente las torturas, sostenido por el recuerdo de Ilyaa.
Sin embargo, en la noche que siguió a aquel día esperó en su calabozo en vano que viniera la muchacha. Los fanales ardían con un color carmesí más sangriento y nuevos cadáveres habían sido añadidos a los despellejados y flotantes muertos de la caverna submarina; extrañas serpientes de cuerpo doble surgieron de las aguas más profundas con un incesante movimiento y sus cabezas armadas de cuernos parecían chocar sin medida contra la pared de cristal. Sin embargo la muchacha, Ilyaa, no vino a liberarle como había prometido, y la noche pasó. Pero aunque la desesperación volvió a adquirir su antiguo dominio sobre el corazón de Fulbra, y el terror venía con sus garras afiladas en veneno fresco, se negó a desconfiar de Ilyaa, diciéndose a sí mismo que habría sido retrasada o molestada por algún infortunio imprevisto.
Al amanecer del tercer día fue llevado de nuevo a presencia de Ildrac. La imagen de bronce que le anunciaba las torturas del día le dijo que iba a ser atado sobre una rueda de adamanto y que, yaciendo sobre la rueda, iba a beber un vino drogado que le despojaría para siempre de sus recuerdos reales y que conduciría su alma desnuda por un largo peregrinaje a través de infiernos monstruosos y nefandos antes de volver al salón de Ildrac y al destrozado cuerpo de la rueda.
Entonces ciertas mujeres de la isla, riendo incesantemente, se adelantaron y ataron al rey Fulbra a la rueda de adamanto con correas de intestino de dragón. Después de haber hecho esto, Ilyaa, sonriendo con el desvergonzado regocijo de la crueldad, apareció ante Fulbra y se colocó a su lado, sosteniendo una copa dorada que contenía el vino drogado. Se burló de él por su locura y credulidad al creer en sus promesas, y las otras mujeres y los torturadores masculinos, incluido Ildrac desde su sillón de bronce, se rieron fuertemente con siniestras risotadas y alabaron a Ilyaa por la perfidia que había practicado con él.
Así el corazón de Fulbra enfermó con una desesperación más profunda que ninguna que hubiera conocido nunca. El breve y tierno amor que había nacido entre la pena y la agonía pereció, dejando sólo cenizas mojadas en hiel. Sin embargo, mirando a Ilyaa con ojos tristes no profirió ni una palabra de reproche. No tenía deseos de vivir y, anhelando una muerte rápida, se acordó de Vemdeez y de lo que éste le había dicho que sucedería si se quitaba del dedo el anillo mágico. Los torturadores lo habían considerado una bagatela sin importancia y todavía lo llevaba puesto. Pero sus manos estaban fuertemente atadas a la rueda y no podía quitárselo.