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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (38 page)

Ahora bien, aquella mañana los policías de la ciudad llevaron ante el rey Euvorán sólo unos cuantos ladronzuelos y sospechosos de vagabundear y no había casos de felonía tales que hubiesen hecho necesario el descenso de la maza o la utilización de los instrumentos de tortura. Así pues, el rey, que había estado esperando una sesión placentera, se sintió defraudado y desilusionado e interrogó con mucha severidad a los pequeños culpables que estaban ante él, intentando extraer de cada uno, por turnos, una admisión de algún crimen más grave que aquel de que se les acusaba. Pero parecía que los ladrones eran inocentes de todo lo que no fuera robar y los vagabundos no eran culpables de nada peor que vagabundear, y Euvorán comenzó a pensar que la mañana no ofrecería demasiado entretenimiento. Porque, legalmente, los azotes eran el castigo más pesado que podía imponer a aquellos delincuentes de poca monta.

—¡Llevaos de aquí a estos bribones! —gritó a los oficiales mientras su corona temblaba con la indignación y el alto pájaro gazolba parecía asentir e inclinarse—. Sacadlos de aquí porque ensucian mi presencia. Dadles a cada uno cien azotes con la dura madera del sauce sobre las plantas desnudas de los pies, sin olvidarse de los talones. Después expulsadles de Aramoam hacia los terrenos donde viven los exiliados y pinchadles con tridentes de hierro al rojo vivo si se demoran cuando se arrastren hacia allí.

Entonces, y antes de que los oficiales pudiesen obedecerle, entraron en el salón de justicia dos policías rezagados arrastrando entre ellos a un individuo peculiar y muy estrafalario, con los ganchos de largo mango y muchas puntas que se usaban en Aramoam para la captura de malhechores y sospechosos. Y aunque los ganchos estaban aparentemente clavados no sólo en los sucios harapos con los que iba vestido, sino también en su carne, el prisionero saltaba constantemente como si fuese una cabra y sus captores se veían obligados a seguirle en estas vivaces y poco dignas cabriolas, de forma que los tres ofrecían un aspecto de saltimbanquis. El increíble personaje se detuvo ante Euvorán con una evolución final en la que los oficiales fueron arrastrados por el aire como las colas de un cometa. El rey le contemplaba asombrado y no le causó buena impresión la singular agilidad con que aterrizó sobre el suelo, alterando el apenas recobrado equilibro de los policías, que cayeron cuan largos eran sobre el suelo ante el rey.

—¡Eh! ¿Qué tenemos aquí ahora? —dijo el rey con voz amenazadora.

—Señor, es otro vagabundo —replicaron los oficiales sin aliento, cuando hubieron recobrado una postura inclinada más respetuosa—. Hubiese atravesado Aramoam por la avenida principal de la forma que acabáis de contemplar, sin detenerse y sin tan siquiera disminuir la altitud de sus saltos, si no le hubiésemos detenido.

—Tal conducta es altamente sospechosa —dijo Euvorán lleno de esperanza—. Prisionero, declara tu nombre, natividad y ocupación, y los infames crímenes de que sin duda alguna eres culpable.

El cautivo, que era bizco, parecía contemplar a Euvorán, al macero real y al torturador y sus instrumentos todos de una simple mirada. Era feo hasta un grado extravagante, su nariz, orejas y demás rasgos poseían una movilidad innatural y continuamente hacía muecas, de forma que su sucia barba se agitaba y enroscaba como las algas en un pozo hirviendo.

—Tengo muchos nombres —replicó con voz insolente cuyo tono era particularmente desagradable para Euvorán, haciéndole doler los dientes como cuando se escucha el rechinar del metal sobre el vidrio—. En cuanto a mi natividad y ocupación, saberlos, oh rey, no te servirá de mucho.

—Por Sirrah, que eres mal hablado. Contesta o serán lenguas de hierro al rojo las que te interrogarán —rugió Euvorán.

—Sabe pues que soy un nigromante y nací en ese reino donde las auroras y el ocaso vienen al mismo tiempo y la luna es tan brillante como el sol.

—¡Vaya! ¡Un nigromante! —resopló el rey—. ¿No sabes que la magia es una ofensa capital en Ustaim? En verdad, que encontraremos medios para disuadirte de la práctica de tales infamias.

A una señal de Euvorán, los oficiales arrastraron a su cautivo hacia los instrumentos de tortura. Para gran sorpresa suya, en vista de su primitiva movilidad permitió que le encadenasen en posición supina sobre la cama de hierro que producía un considerable alargamiento de las extremidades de sus ocupantes. El oficial ingeniero de aquellos milagros comenzó a hacer funcionar las palancas y la cama se alargó poco a poco, con un seco chirrido, hasta que pareció que las articulaciones del prisionero se descoyuntarían. Su estatura fue aumentando de pulgada en pulgada, y aunque después de cierto tiempo había ganado más de medio cúbito a causa de la extensión, no pareció experimentar ninguna incomodidad; para estupefacción de todos los presentes, se hizo evidente que la elasticidad de sus brazos, piernas y cuerpo estaba más allá de la extensibilidad del propio potro, que ya había llegado a su último límite.

Al ver este prodigio todos quedaron en silencio y Euvorán se levantó de su asiento y se acercó al potro, como dudando de sus propios ojos, que testificaban una cosa tan anormal. El prisionero le dijo:

—Sería mejor que me liberaras, oh rey Euvorán.

—¿Eso dices? —gritó el rey lleno de ira—. Sin embargo, ésa no es la forma como tratamos a los felones en Ustaim.

E hizo un gesto privado al verdugo, que se acercó rápidamente, levantando su masiva maza de cabeza de plomo.

—Caiga sobre tu propia cabeza —dijo el mago, y se levantó instantáneamente del lecho de hierro, rompiendo las ligaduras que le sujetaban como si hubiesen sido cadenas de hierba. Después, irguiéndose con la terrible altura que las vueltas del potro le había dado, señaló con su largo dedo índice, oscuro y seco como el de una momia, la corona del rey; simultáneamente, pronunció una palabra extraña, estridente y horrible como el gemido de las aves migratorias que pasan la noche dirigiéndose hacia costas desconocidas. Y como en respuesta a aquella palabra, sobre la cabeza de Euvorán se oyó el fuerte y brusco aletear de unas alas; el rey sintió cómo su frente era aligerada del benéfico y acostumbrado peso de la corona. Una sombra cayó sobre él y vio, y todos los presentes, al pájaro gazolba disecado en el aire, aquel mismo que había sido muerto hacía más de doscientos años por unos marineros en una isla remota. Las alas del pájaro, un esplendor viviente, estaban extendidas como para volar y todavía llevaba en sus garras de acero el extraño círculo de la corona. Se mantuvo un rato revoloteando sobre el trono, mientras el rey lo contemplaba con un espanto y una consternación sin palabras. Después, con un chasquido metálico, su blanca cola se desplegó como los rayos de un sol volador, voló velozmente por las puertas abiertas y salió de Aramoam en la luz de la mañana, dirigiéndose hacia el mar.

Detrás salió el nigromante con grandes botes y saltos como los de una cabra y nadie intentó detenerle. Pero los que le vieron partir de la ciudad juraban que fue hacia el norte, siguiendo la línea del océano, mientras que el pájaro voló directamente hacia el este, como dirigiéndose hacia la isla medio fabulosa donde había nacido. A partir de entonces, el nigromante no volvió a ser visto en Ustaim, como si de un solo salto se hubiese marchado a otros reinos. Pero la tripulación de una galera mercante de Sotar que llegó después a Aramoam, contó que el pájaro gazolba había pasado por encima de ellos a media mañana, una gloria de varios colores volando continuamente hacia las fuentes de la primavera del día. Y dijeron que la corona de oro de color variable, con sus trece gemas sin igual, estaba todavía en las garras del pájaro. Aunque durante largo tiempo habían traficado en los archipiélagos maravillosos viendo muchos prodigios, consideraban éste como un portento raro y sin precedentes.

El rey Euvorán, tan extrañamente despojado de aquel avícola adorno y con su calvicie rudamente expuesta a la mirada de ladrones y vagabundos en el salón de justicia, era como alguien a quien los dioses han enviado un golpe repentino. Si el sol se hubiese vuelto negro en el cielo, o las murallas de su palacio se hubiesen derrumbado sobre él, su pena habría sido apenas mayor. Porque le parecía que su realeza había volado con aquella corona que era el emblema y el talismán de sus padres. Además, la cosa era totalmente contra naturaleza y las leyes de dioses y hombres eran conculcadas al mismo tiempo, porque nunca anteriormente, en la historia o en la leyenda, había escapado un pájaro muerto del reino de Ustaim.

Indudablemente, la pérdida era una calamidad horrible, y Euvorán, habiéndose puesto un voluminoso turbante de brocado púrpura, tomó consejo con sus ministros más sabios en relación al dilema de estado que había surgido de aquella forma. Los ministros no se sentían menos preocupados y perplejos que el rey, porque el pájaro y el círculo eran irreemplazables. Mientras tanto, el rumor de esta desgracia se había esparcido por Ustaim y el país se llenó de dudas y confusión lamentables, y algunos comenzaron a murmurar a escondidas de Euvorán, diciendo que nadie podía ser el legítimo gobernante de aquel país sin la corona del gazolba.

Entonces, y como era costumbre de los reyes en tiempos de exigencia nacional, Euvorán se encaminó al templo donde habitaba el dios Geol, que era un dios terrestre y la principal deidad de Aramoam. Solo, con la cabeza descubierta y descalzo según estaba ordenado por la ley de la jerarquía, entró en el oscuro adytum donde la imagen de Geol, con una gran barriga y hecha en cerámica del color de la tierra, se recostaba eternamente sobre su espalda y contemplaba las partículas de un estrecho rayo de luz solar que penetraba por una ranura en la pared. Y cayendo sobre el polvo que se había reunido con los siglos alrededor del ídolo, el rey rindió homenaje a Geol y le imploró un oráculo que le iluminase y le guiase en su necesidad. Tras una pausa, del vientre del dios salió una voz, como si un estruendo subterráneo se hubiese articulado, y dijo al rey Euvorán:

—Vete a buscar al gazolba en aquellas islas que se encuentran bajo el sol oriental. Allí, oh rey, en las lejanas costas de la aurora, verás de nuevo al pájaro viviente que es el símbolo y la fortuna de tu dinastía, y allí, con tu propia mano, matarás al pájaro.

Euvorán se sintió muy consolado por este oráculo, puesto que las enseñanzas del dios eran consideradas como infalibles. Y le pareció que el oráculo implicaba en términos claros que recobraría la corona perdida de Ustaim, que tenía al reanimado pájaro como superestructura. Así pues, volviendo al palacio real, envió a buscar a los capitanes de sus mejores naves de guerra, que estaban ancladas en el tranquilo puerto de Aramoam, y les ordenó hacer inmediatamente provisiones para un largo viaje hacia el este, hacia los archipiélagos de la mañana.

Cuando todo estuvo listo, el rey Euvorán subió a bordo del buque insignia de la flota, que era una impresionante cuatrirreme con remos de maderas preciosas y velas de ricas telas fuertemente tejidas y teñidas de un escarlata amarillento y con un largo estandarte en el mástil mayor, que mostraba al gazolba con sus colores naturales sobre un campo de azul cobalto. Los remeros y marineros de la cuatrirreme eran poderosos negros del norte y los soldados que la tripulaban eran fieros mercenarios de Xylac, al oeste, y el rey tomó con él a bordo a varias de sus concubinas, bufones y otros servidores, además de una amplia reserva de licores y viandas singulares, de forma que no le pudiese faltar nada durante el viaje. Acordándose de la profecía de Geol, el rey se armó con una ballesta y un carcaj lleno de flechas con plumas de loro y también llevó una honda de piel de león y una cerbatana de bambú negro que descargaba diminutos dardos envenenados.

Parecía que los dioses favorecían el viaje, porque la mañana de su partida sopló con fuerza el viento del oeste, y la flota, que contaba con quince navíos, fue empujada, con las velas hinchadas, hacia el sol que salía del mar. Los clamores y gritos de despedida del pueblo de Euvorán sobre los muelles pronto fueron acallados por la distancia, y las casas de mármol de Aramoam, sobre sus cuatro colinas cubiertas de palmeras, fueron ahogadas en aquel blanco azulina disolviéndose rápidamente que era la línea de la costa de Ustaim. A partir de entonces, y por muchos días, las proas de madera de hierro de las galeras hendieron un mar de color índigo suavemente revuelto que se extendía ininterrumpidamente por todos lados bajo un cielo sin nubes azul oscuro.

Confiando en el oráculo de Geol, aquel dios terrestre que nunca había abandonado a sus padres, el rey se divertía según era su costumbre, y reclinándose bajo un dosel color azafrán en la popa de la cuatrirreme, paladeaba en una copa de esmeralda los vinos y licores que habían estado en las bodegas de su palacio, almacenando el color de soles antiguos y más ardientes donde había caído ya la negra escarcha del olvido. Y se reía con las tonterías de sus bufones, de inagotables chistes antiguos que habían provocado la risa de otros reyes en los continentes antiguos perdidos en el mar. Y sus mujeres le divertían con obscenidades que eran más antiguas que Roma o Atlantis. Y siempre conservaba a mano, al lado de su lecho, las armas con las que esperaba cazar y volver a matar al gazolba, según el oráculo de Geol.

Los vientos fueron constantes y favorables y la flota continuó su avance, con los grandes remeros negros cantando alegremente a los remos, las suntuosas velas golpeándose fuertemente con el viento, y los largos gallardetes flotando al aire como llamas enhiestas. Después de dos semanas llegaron a Sotar, cuyas bajas costas cubiertas de casia y sagú formaban una barrera de cien leguas de norte a sur en el mar, y se detuvieron en Loithé, su principal puerto, para preguntar por el gazolba. Se rumoreaba que el pájaro había pasado sobre Sotar y varias personas les dijeron que un habilidoso hechicero de aquella isla, llamado Iflibos, lo había atraído gracias a su magia, encerrándolo en una jaula de sándalo. Así pues, el rey desembarcó en Loithé, considerando que quizá su búsqueda se acercase a su fin, y con algunos de sus capitanes y soldados se dirigió a visitar a Iflibos, que vivía en un valle apartado entre las montañas centrales de la isla.

Fue un viaje tedioso y Euvorán se sintió muy disgustado por los gigantescos y viciosos gusanos de Sotar, que no respetaban la realeza y estaban siempre insinuándose bajo su turbante. Cuando, después de algún retraso y divagaciones por la espesa jungla, llegó a la casa de Iflibos en un alto y peligroso acantilado, vio que el pájaro era simplemente uno de los buitres de brillante plumaje nativos de aquella región, que Iflibos había domesticado para su propia diversión. Por tanto, el rey volvió a Loithé, después de declinar algo rudamente la invitación del hechicero, que quería mostrarle las poco corrientes hazañas de caza para las que había entrenado al buitre. Y en Loithé el rey no se detuvo más que lo necesario para cargar a bordo cincuenta jarros del soberano aguardiente en que Sotar sobrepasaba a todas las otras islas orientales. Después, costeando los acantilados y promontorios meridionales, donde el sol se hinchaba prodigiosamente en cavernas de millas de profundidad, las naves de Euvorán salieron de Sotar y llegaron, tras muchos días, a la pocas veces visitada isla de Tosk, cuyos habitantes se parecían más a gorilas y chimpancés que a los hombres. Euvorán preguntó si sabían algo del gazolba, recibiendo como respuesta únicamente un castañeteo semejante al de los monos. Por tanto, el rey ordenó a sus soldados que capturasen a varios de aquellos salvajes isleños y les crucificasen sobre las palmeras cocoteras por su falta de civismo. Los soldados persiguieron todo el día a los ágiles habitantes del lugar entre los árboles y las piedras, que abundaban en la isla, pero sin capturar ni siquiera a uno de ellos. El rey se contentó con crucificar a varios de sus soldados por su fallo en cumplir aquella orden y navegó hasta llegar a los siete atolones de Yumatot, cuyos habitantes eran en su mayor parte caníbales. Más allá de Yumatot, que era el límite usual de los viajes de Ustaim por el oriente, los navíos entraron al mar Ilozio y comenzaron a encontrar costas en parte míticas e islas sólo conocidas por los cuentos.

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