Authors: Clark Ashton Smith
Euvorán se sintió aterrorizado por el aspecto de este pájaro y su alarma no disminuyó cuando vio que muchos otros pájaros de tamaño únicamente inferior al de aquél estaban sentados en la cámara sobre perchas menos elevadas y costosas, de la misma forma que los grandes del reino se sentarían en presencia de su soberano. Y detrás de Euvorán, como guardianes, estaba la criatura que le había raptado a la torre, junto con sus compañeros.
Entonces, y para su más profunda confusión, el gran pájaro de plumaje tirio se le dirigió en lenguaje humano, diciéndole con una voz dura pero grandilocuente y mayestática:
—Con demasiado atrevimiento, oh basura de humanidad, has invadido la paz de la isla de Ornava, isla sagrada para los pájaros, y con maldad has matado a uno de mis súbditos. Entérate de que yo soy el monarca de todos los pájaros que vuelan, andan, vadean o nadan en este globo terráqueo de la Tierra, y mi capital y trono están en Ornava. En verdad, se hará justicia por tu crimen. Pero si tienes algo que decir en tu defensa, lo oiré ahora, porque no quisiera que incluso el más vil de los gusanos terrestres y el más pernicioso me acusase de injusticia o tiranía.
Entonces, recobrándose ligeramente, aunque con el corazón muy asustado, Euvorán le contestó al pájaro y dijo:
—Vine aquí a buscar al gazolba que adornaba mi corona en Ustaim y me fue traidoramente arrebatado, junto con la corona, por medio del hechizo de un mago sin ley. Y conoce que soy Euvorán, rey de Ustaim, y que no me inclino ante ningún pájaro, ni siquiera ante el más poderoso de esta especie.
Entonces el rey de las aves, como asombrado y más indignado que antes, interrogó a Euvorán y le hizo multitud de preguntas en relación al gazolba. Al enterarse de que este pájaro había sido muerto por unos marineros y después disecado, y que todo el propósito de Euvorán en su viaje era cogerlo y matarlo por segunda vez y volverlo a disecar si era necesario, el rey gritó con voz fuerte y airada:
—Esto no ha ayudado tu caso, sino que te ha probado culpable de un doble crimen y de una triple infamia, porque has poseído una cosa abominable y que es contraria a la naturaleza. En esta torre mía, como es justo y apropiado, guardo los cuerpos de los hombres que mis taxidermistas han disecado, pero, en verdad, no es permisible ni sufrible que un hombre haga esto con los pájaros. Por tanto, por la salud de la justicia, y en retribución, pronto te entregaré a los ciudadanos de mis taxidermistas. Indudablemente, creo que un rey disecado, puesto que hasta los gusanos tienen reyes, servirá para realzar mi colección.
Después de esto, se dirigió a los guardianes de Euvorán y les dijo:
—Llevaos esta basura. Confinadle en la jaula humana y mantened una vigilancia estricta sobre él.
Euvorán, urgido y empujado por los picotazos de sus guardias, se vio obligado a trepar por una especie de escalera inclinada con amplios travesaños de teca que conducía a una cámara en la parte superior de capacidad más que amplia para alojar a seis hombres. El rey fue empujado al interior de la caja y los pájaros trancaron la puerta detrás de él con sus garras, que parecían tener la destreza de los dedos. A partir de entonces, uno de ellos permaneció al lado de la jaula, observando a Euvorán vigilantemente por los espacios entre los barrotes; los otros se alejaron volando por un gran ventanal y no volvieron.
El rey se sentó sobre un montón de paja, puesto que la jaula no contenía cosa mejor para su comodidad. La desesperación le atenazaba y le parecía que su situación era al mismo tiempo terrible e ignominiosa. Estaba profundamente asombrado de que un pájaro pudiese hablar con el lenguaje humano, insultando y despreciando a la humanidad, y consideraba algo igualmente monstruoso que un ave viviese con pompa real, con servidores que cumplían su voluntad y la pompa y el poderío de un rey. Y Euvorán esperaba su destino en la jaula para hombres, cavilando sobre estos nefandos prodigios; después de un rato, le trajeron agua y granos crudos en vasijas de barro, pero no pudo comer los granos. Más tarde, cuando el día se acercaba a la tarde, oyó gritos de hombres y el chillido de las aves bajo la torre, y pronto, sobre estos ruidos, los chasquidos de las armas y el estruendo como si las rocas estuviesen siendo desprendidas del acantilado. Así supo Euvorán que sus marineros y soldados, que habían visto cómo le llevaron cautivo a la torre, estaban asaltando el lugar en un esfuerzo para socorrerle. Los ruidos aumentaron, alcanzando un alboroto tremendo y atroz, y se oyeron gritos como de gente herida mortalmente y chillidos vengativos como de arpías en medio de una batalla. Al poco rato, el clamor se alejó y los gritos se debilitaron; Euvorán supo así que sus hombres no habían tenido éxito en el asalto a la torre. La esperanza murió en su interior, desvaneciéndose en un pozo de desesperación todavía más profundo.
Así pasó la tarde, bajando hacia el mar, y el sol tocó a Euvorán con sus parejos rayos y coloreó los barrotes de la jaula con una imitación del oro. Pronto la luz abandonó la habitación, y poco después llegó el atardecer, tejiendo una temblorosa red fantasmal en el pálido aire. Entre el ocaso y la oscuridad, una guardia nocturna vino a relevar al pájaro diurno que vigilaba al rey cautivo. El recién llegado era un nictálope de relucientes ojos amarillos, y más alto que el mismo Euvorán; estaba formado y emplumado en forma parecida a un búho y tenía las resistentes piernas de un megápodo. Euvorán era consciente, y de forma incómoda, de los ojos del ave, que ardían sobre él con un resplandor más brillante cuanto más se acrecentaba la penumbra. Apenas podía resistir aquel constante escrutinio. Pero pronto salió la luna, casi llena, derramando una espectral y plateada luz por la habitación, empalideciendo los ojos del pájaro, y Euvorán concibió un plan desesperado.
Sus captores, pensando que había perdido todas sus armas, se olvidaron de quitar de su cinturón la daga, que era larga, con doble filo, y tan aguda como una aguja en la punta. Sujetó el mango de la daga bajo su manto y fingió una repentina enfermedad con gemidos, agitaciones y convulsiones que le lanzaban contra los barrotes. Como había pensado, el gran nictálope se acercó más, curioso por saber lo que aquejaba al rey, e inclinándose metió su cabeza de búho entre los barrotes sobre Euvorán. El rey, fingiendo una convulsión más fuerte que las otras, sacó la daga de su funda y golpeó rápidamente la extendida garganta del pájaro.
El golpe penetró profundamente, taladrando las venas más profundas; el graznido del pájaro fue ahogado por su propia sangre y cayó, aleteando ruidosamente, de forma que Euvorán temió que todos los ocupantes de la torre se despertarían con el sonido. Pero parecía que sus temores eran infundados, pues nadie entró en la cámara y pronto los aleteos cesaron y el nictálope yació inmóvil, en un gran montón de encrespadas plumas. Entonces el rey siguió adelante con su plan e hizo girar los cerrojos de amplia rejilla de la puerta de bambú con poca dificultad. Después, dirigiéndose al comienzo de la escalera por la que se bajaba a la otra habitación, miró y vio al rey de las aves dormido a la luz de la luna sobre su percha criselefantina con el terrible pico en forma de hacha bajo las alas. Euvorán tuvo miedo de descender a la cámara, por temor a que el rey se despertase y le viese. También pensó que los pisos bajos de la torre posiblemente estarían guardados por aves parecidas a la criatura nocturna que había matado.
De nuevo fue presa de la desesperación, pero siendo de naturaleza astuta y resuelta, Euvorán pensó en otro plan. Con mucho trabajo y utilizando la daga, despellejó al enorme nictálope y limpió la sangre de su plumaje lo mejor que pudo. Después se envolvió en la piel, con la cabeza del nictálope sobre su propia cabeza y unos agujeros para los ojos en la garganta por los que pudiese mirar entre las plumas. La piel se le ajustaba bastante bien a causa de su pecho saliente, y su barriga y sus delgadas canillas eran ocultadas tras las pesadas canillas del pájaro cuando caminaba.
Después, imitando el porte y forma de andar del pájaro, el rey descendió por la escalera, colocando los pies cuidadosamente para evitar una caída y haciendo poco ruido, para que el rey de los pájaros no se despertase y descubriese su impostura. El rey estaba completamente solo y siguió durmiendo sin moverse, mientras Euvorán llegaba al suelo y cruzaba rápidamente la cámara hasta llegar a otra escalera que conducía a otra habitación en el piso de abajo.
En esta habitación había muchos grandes pájaros dormidos en perchas y el rey estuvo a punto de perecer de terror mientras pasaba entre ellos. Algunos de los pájaros se agitaron ligeramente y murmuraron soñolientamente, como si fuesen conscientes de su presencia, pero ninguno le puso obstáculos. Bajó a una tercera habitación y se sobresaltó al ver allí las figuras en pie de muchos hombres, algunos vestidos de marineros, otros de mercaderes, otros desnudos y enrojecidos con pinturas brillantes como los salvajes. Los hombres estaban completamente inmóviles y mudos, como si estuvieran encantados, y el rey les temió menos de lo que había temido a los pájaros. Pero acordándose de lo que le había dicho su rey, adivinó que aquellas personas habían sido capturadas en forma parecida a la suya, y asesinados y conservados gracias al arte de un ave taxidermista. Pasó temblando a otra habitación, que estaba llena de gatos, tigres y serpientes disecados, junto con varios otros enemigos de las aves. La habitación bajo ésta era el piso bajo de la torre y sus puertas y ventanas estaban guardadas por varias aves nocturnas gigantescas similares a aquella cuya piel llevaba el rey. Indudablemente, aquí estaba el mayor peligro y la prueba suprema de su coraje, porque los pájaros le observaron alertas con sus ardientes órbitas doradas y le saludaron con un suave graznido semejante al de los búhos. Las rodillas de Euvorán temblaron y se golpearon al pasar entre los guardias, pero imitando el sonido en son de réplica, no fue molestado por ellos. Llegando hasta la puerta abierta de una torre, vio que la roca del acantilado, iluminada por la luna, no estaba a más distancia que dos cúbitos bajo él, y saltó desde el umbral imitando a un pájaro saltando precariamente de borde en borde a lo largo del promontorio, hasta llegar a la parte superior de aquel declive en cuyo fondo había matado al pequeño búho. Aquí su descenso se hizo más fácil y pronto llegó a los bosques que rodeaban el puerto.
Pero antes de que pudiese entrar en los bosques, se oyó a su alrededor el estridente silbido de los dardos; el rey fue ligeramente herido por una flecha y rugió de rabia, dejando caer el manto de piel de pájaro. Esto, sin duda, le salvó de perecer a manos de sus propios hombres, que venían por el bosque con la intención de asaltar la torre durante la noche. Al saber esto, el rey les perdonó el peligro en que sus flechas le habían puesto. Pero pensó que lo mejor sería abandonar la isla a toda prisa, absteniéndose de asaltar la torre. Así pues, volviendo al buque insignia, ordenó que todos sus capitanes desplegasen las velas inmediatamente, porque, conociendo el terrible poder del monarca de las aves, tenía cierto miedo a una persecución, y pensó que lo mejor sería colocar entre sus naves y la isla un ancho espacio de mar antes del amanecer. Así, las galeras salieron del tranquilo puerto, y rodeando un promontorio al nordeste se dirigieron al este con un rumbo contrario al de la luna. Euvorán, sentado en su camarote, se regaló con gran cantidad y variedad de comida para compensar el ayuno de la jaula humana y se bebió todo un galón de vino de palma, añadiendo un jarro lleno del potente aguardiente de Sotar, dorado como el oro.
A medio camino entre la medianoche y la mañana, cuando la isla de Ornava estaba muy atrás, los timoneles de las embarcaciones vieron surgir una muralla de nubes negras como el ébano que se elevaban velozmente bajo la luna en descenso. Ascendió a gran altitud en los cielos, esparciéndose y formando torres de trueno, hasta que la tormenta asaltó la flota de Euvorán y la arrastró como con los sueltos huracanes del Infierno a través de un remolino de caos sin estrellas. En la oscuridad las naves fueron separadas y arrastradas lejos unas de otras, y al salir el día la cuatrirreme del rey estaba sola en el tumulto de aguas y nubes mezcladas; el mástil se rompió junto con la mayor parte de los remos de madera y la nave fue un juguete de los demonios de la tempestad.
Durante tres días y tres noches, sin que ni el resplandor del sol ni el de las estrellas pudiese discernirse entre aquel hirviente torbellino, la nave fue arrastrada como si estuviese presa en una catarata de los elementos que se dirigiese a alguna corriente sin fondo más allá de los límites del mundo. Al amanecer del cuarto día, las nubes disminuyeron algo, pero el viento continuaba soplando como el aliento de la perdición. Entonces, elevándose oscuramente entre la espuma y el vapor, una tierra medio vista surgió ante la proa, y el timonel y los remeros fueron completamente incapaces de apartar al condenado barco de su rumbo. Poco después, con un gran estruendo de su esculpida proa y el terrible desgarramiento de los maderos, la nave tocó un arrecife bajo, oculto por la espuma, y sus cubiertas inferiores se inundaron rápidamente. La nave comenzó a hundirse con la popa inclinándose cada vez más y el agua entrando por los castillos de babor.
La costa, que se extendía detrás del arrecife y podía verse entre los velos de la espumosa furia del mar, era lúgubre, recortada y austera. Parecía haber poca esperanza de alcanzarla. Mas antes de que el destrozado barco se hubiese ido al fondo bajo él, Euvorán se ató con cuerdas de bonete a un tonel de vino vacío y se tiró desde el inclinado puente. Aquellos de sus hombres que no se habían ahogado ya en el sitio, o no habían sido arrastrados por el tifón, saltaron tras él a aquel mar de altas olas, algunos confiando únicamente en su habilidad como nadadores y otros agarrados a barricas, tablones y remos rotos. La mayoría fueron arrastrados al fondo por el hirviente remolino o golpeados contra las rocas, y de toda la compañía del barco sólo sobrevivió el rey, que fue lanzado a la costa con el soplo de la vida no sofocado en su interior por aquel amargo mar.
Medio ahogado y sin sentido, yació donde le habían dejado las olas sobre una plataforma arenosa. Pronto el temporal perdió su virulencia, las olas llegaron con caídas crestas, las nubes desaparecieron en una hilera perlada, y el sol, trepando sobre las rocas, brilló sobre Euvorán desde un azul profundo e inmaculado. Y el rey, todavía mareado por los efectos de la rudeza del mar, oyó vagamente, y como en sueños, los chillidos de un ave desconocida. Después, abriendo sus ojos, contempló entre él y el mar, revoloteando con las alas extendidas, aquella gloria de plumas de diversos colores que él conocía como el gazolba. Gritando con voz que era dura y estridente como la de las aves marinas, el pájaro se mantuvo sobre él durante un instante y después voló tierra adentro, a través de una abertura entre los acantilados.