Authors: Clark Ashton Smith
El temor de Nushain cedió, por un instante, el paso a la maravilla. Pero enrolló el pergamino cuidadosamente y se puso en pie, sujetándolo con la mano derecha.
—Vamos —dijo el guía—; hay poco tiempo y tienes que atravesar los tres elementos para guardar la Casa de Vergama de toda intrusión fuera de tiempo.
Estas palabras confirmaron, en cierta forma, las suposiciones del astrólogo. Pero el misterio de su futuro destino no fue iluminado en modo alguno por el anuncio de que tenía que entrar, presumiblemente al final del viaje, en la oscura mansión de aquel ente llamado Vergama, a quien algunos consideraban el más secreto de todos los dioses y otros el más críptico de los demonios. En todas las tierras que formaban Zothique había rumores y leyendas en relación a Vergama; pero eran completamente distintas y contradictorias, excepto en su atribución común de poderes casi omnipotentes a la entidad. Nadie conocía la situación de su morada, pero se creía que enormes multitudes habían entrado en ella en el transcurso de los siglos y milenios y que nadie regresó de allí.
Muchas veces Nushain había pronunciado el nombre de Vergama, jurando o protestando por él, en la manera en que acostumbran hacerlo los hombres con los nombres de sus ocultos señores. Pero ahora que había escuchado el nombre de los labios de su macabro visitante, se llenó con las más oscuras y terribles aprensiones. Intentó dominar estos sentimientos y resignarse a la manifiesta voluntad de las estrellas. Con Mouzda y Ansarath en sus talones, siguió a la enfajada momia, que no parecía demasiado incómoda a causa de las vendas que se arrastraban en el suelo.
Con una apenada mirada hacia atrás a sus libros y papeles, salió de la habitación y descendió las escaleras. Una lúgubre luz parecía rodear las vestiduras de la momia, pero aparte de esto no había ninguna iluminación; Nushain pensó que la casa estaba extrañamente oscura y silenciosa, como si todos sus ocupantes estuvieran muertos o se hubieran marchado. No oyó ninguno de los sonidos de la noche de la ciudad, ni podía ver otra cosa que una espesa oscuridad detrás de las ventanas que deberían abrirse a una calle iluminada. También parecía que las escaleras hubiesen cambiado y se hubiesen alargado, no terminando ya en el patio del edificio, sino que se zambullían tortuosamente en una insospechada zona de cámaras sofocantes y corredores pestilentes, derruidos y salitrosos.
El aire aquí estaba impregnado de muerte y el corazón de Nushain comenzó a desmayar. Por todas partes, en las criptas veladas por las sombras y en los profundos nichos, percibió la innumerable presencia de los muertos. Creyó oír el triste crujido de las vendas removidas, la respiración exhalada por cadáveres muertos hacía largo tiempo, un seco chasquido de dientes sin labios. Pero la oscuridad velaba su visión y no veía otra cosa que la luminosa forma de su guía, que seguía avanzando como si recorriese su tierra natal.
A Nushain le pareció atravesar infinitas catacumbas donde se alojaba la mortalidad y corrupción de todos los siglos. A sus espaldas oía los resoplidos de Mouzda y, a ratos, los bajos y aterrorizados aullidos de Ansarath; así supo que la pareja le era fiel. Pero se sentía preso del horror que le rodeaba, sentía el frío de una mortal humedad y se apartaba, con toda la repulsión de la carne viviente, de la cosa vendada que seguía y de aquellas otras cosas que se amontonaban a su alrededor en la oscuridad sin fondo.
Pensando en darse ánimos por el sonido de su propia voz, comenzó a interrogar a su guía, aunque la lengua se le quedaba pegada a la boca, como paralizada.
—¿Es realmente Vergama y ningún otro quien me ha llamado y me ordena hacer este viaje? ¿Para qué me ha llamado? ¿En qué país habita?
—Tu destino es el que te ha llamado —dijo la momia—. Te enterarás del propósito al final, en el momento escogido, y no antes. En cuanto a tu tercera pregunta, no serías más sabio si yo nombrase la región en que la Casa de Vergama se oculta del asalto de los mortales, porque ese país no está señalado en ningún mapa terrestre, ni en el mapa de los estrellados cielos.
A Nushain estas respuestas le parecieron equívocas e inquietantes y se sintió poseído por temerosas premoniciones mientras descendía todavía más entre el osario subterráneo. Indudablemente, pensó, negro debe ser el propósito de un viaje cuya primera etapa me ha conducido tan lejos entre el imperio de la muerte y la corrupción y, seguramente, el ser que le había llamado y le había enviado como su primer guía a una seca y recomida momia vestida con los atavíos de la tumba debía ser poco fiable.
Entonces, mientras cavilaba sobre estas cosas casi hasta el frenesí, las excavadas paredes de la catacumba fueron silueteadas por una débil luz; entró tras la momia en una cámara donde altas velas de alquitrán negro colocadas en soportes de plata enmohecida ardían alrededor de un inmenso y solitario sarcófago. Cuando Nushain estuvo más cerca no pudo ver ni signos, ni esculturas, ni jeroglíficos grabados sobre la tapa y los costados del sarcófago, pero por sus proporciones le parecía que dentro debía yacer un gigante.
Sin detenerse, la momia pasó a otra cámara. Pero Nushain, viendo que estaba completamente a oscuras, retrocedió con una repugnancia que no pudo vencer, y aunque las estrellas hubiesen decretado su viaje, le pareció que la resistencia humana no podía llegar más lejos. Empujado por un impulso repentino, agarró una de las pesadas velas de una yarda de largo que ardían tranquilamente alrededor del sarcófago y, sujetándola con la mano izquierda, con su horóscopo todavía firmemente agarrado en la derecha, huyó junto a Mouzda y Ansarath por el camino por donde había venido, esperando deshacer sus pasos por las penumbrosas cavernas y volver a Ummaos a la luz de la vela.
No oyó ningún sonido que indicara que la momia le persiguiera. Pero mientras huía, la vela, que llameaba alocadamente, le reveló los horrores que la oscuridad había escondido hasta entonces de sus ojos. Vio los huesos de hombres apilados en repugnante confusión con los de los monstruos caídos y sarcófagos medio abiertos por los que asomaban las extremidades medio podridas de seres innombrables; extremidades que no eran ni cabezas, ni manos, ni pies. Y pronto las catacumbas se dividieron y volvieron a escindirse ante él, de forma que tuvo que escoger su camino al azar, sin saber si le conduciría otra vez a Ummaos o a las desconocidas profundidades.
Pronto llegó ante el gigantesco cráneo de una increíble criatura, que reposaba sobre el suelo con órbitas que miraban hacia arriba; detrás del cráneo se hallaba el apilado esqueleto del monstruo, bloqueando completamente el paso. Sus costillas estaban semiincrustadas en las estrechas paredes, como si se hubiese arrastrado hasta allí y hubiese muerto en la oscuridad, incapaz de retirarse o de seguir adelante. Arañas blancas, con cabezas de demonio y del tamaño de un mono, habían hilado sus redes en los profundos arcos formados por los huesos, saliendo en número interminable cuando Nushain se acercó; el esqueleto pareció moverse y temblar cuando bulleron sobre él en forma aborrecible, saltando al suelo ante el astrólogo. Detrás surgieron otras en ejército incontable, apiñándose y cubriendo cada partícula ósea. Nushain huyó junto a sus compañeros, y retrocediendo hasta la bifurcación de las cavernas, siguió el otro corredor.
Aquí no le persiguieron las arañas-demonio. Pero al apresurarse, por temor a que ellos o la momia le alcanzasen, se vio pronto detenido por el borde de una gran fosa que cruzaba la catacumba de pared a pared, demasiado ancha para que un hombre pudiera saltarla. Ansarath, al olfatear ciertos olores que salían del foso, retrocedió aullando enloquecidamente, y Nushain, sosteniendo la antorcha encendida sobre él, distinguió allá abajo el brillo de unas arrugas que se extendían circularmente sobre un líquido negro y untuoso y dos puntos de un rojo sanguíneo que parecían nadar con un movimiento fluctuante en el centro.
Después oyó un silbido como el de alguna caldera, calentada por fuegos mágicos, y le pareció que la negrura hervía y se elevaba, subiendo rápida y siniestramente para rebasar el borde de la fosa; los puntos rojos, al acercarse a él, eran como ojos luminosos que mirasen malignamente...
Por tanto, Nushain retrocedió apresuradamente; volviendo sobre sus pasos, encontró a la momia esperándole en la conjunción de las catacumbas.
—Da la impresión, oh Nushain, de que has dudado de tu propio horóscopo —dijo su guía irónicamente—. Sin embargo, en ocasiones hasta un mal astrólogo puede leer bien los cielos. Obedece, pues, a las estrellas que decretaron tu viaje.
En adelante, Nushain siguió a la momia sin resistencia. Volviendo a la cámara en que se encontraba el inmenso sarcófago, fue apremiado por su guía para que colocase otra vez en su lugar la negra vela que había robado. Sin más luz que la fosforescencia de las vendas de la momia, holló la pestilente oscuridad de aquellos osarios, todavía más profundos que los anteriores, que yacían detrás. Por fin, a través de cavernas en las que una débil claridad se mezclaba con las sombras, salió al exterior, bajo unos cielos cubiertos y en la costa de un mar salvaje que estaba envuelto en niebla, nubes y espuma.
—Aquí terminan mis dominios y tengo que dejarte para que esperes al segundo guía.
En pie, con el punzante olor a sal marina en su olfato, con cabello y vestidura alborotados por el temporal, Nushain oyó un tintineo metálico y vio que una puerta de herrumbroso bronce se había cerrado en la entrada de la caverna. La playa estaba cerrada por acantilados imposibles de escalar, que corrían hasta las olas por ambos lados. Así que el astrólogo esperó por fuerza; pronto pudo contemplar cómo emergía entre el encrespado oleaje la sirena azul, cuya cabeza era mitad humana, mitad de mono; detrás de ella venía una pequeña barca negra que no llevaba a nadie visible, ni al timón ni a los remos. Ante esto, Nushain recordó el jeroglífico de la criatura marina y el bote que había aparecido en el margen de su natividad. Desenrollando el papiro vio, maravillado, que ambas figuras habían desaparecido, y no dudó que hubiesen pasado, como el jeroglífico de la momia, por todas las Casas zodiacales, hasta llegar a la Casa que presidía su destino, y, quizá, desde allí hubiesen aparecido como seres materiales. Pero sobre el rollo se veía ahora el ardiente jeroglífico de una salamandra del color del fuego, colocada enfrente del Gran Perro.
La sirena le llamó con gestos estrambóticos, haciendo profundas muecas y mostrando las sierras blancas de sus dientes, semejantes a los del tiburón. Nushain se adelantó y entró en la barca, obedeciendo las señales que le hizo la criatura marina; Mouzda y Ansarath, fieles a su amo, le acompañaron. Después, la sirena se alejó nadando entre el hirviente oleaje, y la barca, como si fuese impulsada por algún encantamiento, la siguió; navegando suavemente contra el viento y las olas, se adentró en línea recta en aquel penumbroso e innombrable océano.
Medio oculta por los remolinos de niebla y espuma, la sirena nadó continuamente ante la barca. Durante aquel viaje, el tiempo y el espacio dejaron de tener significado, y como si hubiese abandonado la existencia mortal, Nushain no experimentó ni sed ni hambre. Pero parecía que su alma derivaba por mares de extrañas dudas y horribles alienaciones y temía el neblinoso caos que le rodeaba todavía más de lo que había temido las nocturnas catacumbas. A menudo intentó interrogar a la criatura marina con respecto a su destino, pero no recibió respuesta. El viento, que soplaba desde costas invisibles, y la corriente, que les llevaba a desconocidas latitudes, estaban por igual llenas de susurros de espanto y horror.
Nushain ponderó los misterios de su viaje casi hasta la locura y le asaltó la idea de que, después de atravesar la región de la muerte, estaba atravesando ahora el limbo gris de las cosas no creadas, y al pensar en esto sintió miedo de adivinar la tercera etapa de su viaje, no atreviéndose a reflexionar sobre la naturaleza de su destino.
Pronto, repentinamente, las nieblas se levantaron y una catarata de rayos dorados se desprendió del sol, que estaba alto en el cielo. Muy próxima, a sotavento de la barca, se veía una alta isla con verdes árboles, cúpulas ligeras en forma de concha y jardines en flor resaltando en el resplandor del mediodía. Allí, con un soñoliento murmullo, las olas se rompían tranquilas sobre una costa baja y cubierta de hierba que no había conocido la ira del temporal y viñas cargadas de fruto y hermosas flores pendían sobre el agua. Parecía como si de aquella isla emanase un hechizo de olvido y somnolencia y que cualquiera que llegase hasta ella viviría de allí en adelante inviolable para siempre en sueños brillantes como el sol. Nushain fue presa de un anhelo de aquel refugio verde y frondoso y no deseó viajar más por la terrible nada del océano encadenado por la niebla. Y, entre su deseo y su terror, se olvidó por completo de los términos de aquel destino que las estrellas habían ordenado para él.
La barcaza ni se detuvo ni se desvió, pero costeó la isla acercándose más; Nushain vio que el agua era limpia y poco profunda, de manera que un hombre alto podría caminar hasta la playa con facilidad. Se lanzó al mar, sosteniendo su horóscopo en alto, y comenzó a caminar hacia la isla; Mouzda y Ansarath le siguieron nadando codo a codo.
Aunque algo incómodo a causa de sus largas ropas mojadas, el astrólogo pensó que alcanzaría aquella atractiva costa, y no hubo, por parte de la sirena, ningún intento de impedírselo. El agua le alcanzaba a medio camino entre la cintura y los sobacos, después lamió su cintura y luego descendió hasta los pliegues de la rodilla, y los viñedos de la isla y sus flores pendieron fragantemente sobre él.
Entonces, cuando estaba apenas a un paso de aquella playa encantadora, oyó un fuerte silbido y vio que las viñas, las ramas y las flores, las mismas hierbas, estaban entrelazadas y cubiertas por un millón de serpientes, que se agitaban incansablemente de un lado a otro con odiosos movimientos. El silbido partía de todas partes de aquella majestuosa isla, y las serpientes, con formas asquerosamente moteadas, se enroscaban, reptaban y se arrastraban por todas partes; ni una yarda de superficie estaba libre de su desfile o libre para el paso humano.
Volviéndose hacia el mar, lleno de repulsión, Nushain vio que la barca y la sirena esperaban allí cerca. Desesperado, volvió a entrar en la barca con sus compañeros y el bote reanudó su rumbo, conducido por medios mágicos. Y ahora, por primera vez, la sirena habló, diciendo por encima de su hombro con voz dura y medio articulada, y no sin ironía: