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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (14 page)

El amplio patio estaba pesadamente sembrado con los restos de torres y galerías, antaño orgullosas, sobre las que los guerreros treparon con gran cuidado, ojeando las sombras de cerca y aflojando sus armas en la vaina, como si estuviesen coronando las barricadas de un enemigo escondido. Los tres se sobresaltaron ante la pálida y desnuda forma de un coloso femenino reclinado entre los bloques y piedras de un pórtico detrás del patio. Pero al acercarse vieron que la forma no era la de un demonio hembra, como habían temido, sino que era sólo una estatua de mármol que en tiempos había sido una cariátide entre los poderosos pilares.

Entraron en el salón principal, siguiendo las instrucciones que les había proporcionado Famorgh. Aquí, bajo el hendido y tambaleante techo, se movieron con la mayor precaución, temiendo que una ligera sacudida, un susurro, haría caer la ruina suspendida sobre sus cabezas como una avalancha. Trípodes volcados de verdoso cobre, mesas y taburetes de ébano astillado, y fragmentos de porcelana decorada en colores alegres, se mezclaban con enormes trozos de pedestales, fustes y entablamentos, y sobre un estrado de heliotropo verde con manchas rojas se descomponía el trono de plata de los reyes entre las mutiladas esfinges, esculpidas en jade, que montaban guardia eternamente a su lado.

En el extremo más alejado del salón encontraron una alcoba que todavía no se hallaba bloqueada por los destrozos caídos y donde estaban las escaleras que conducían abajo, a las catacumbas. Antes de emprender el descenso se detuvieron brevemente. Yanur se pegó sin ceremonia al pellejo que llevaba y lo aligeró considerablemente antes de pasarlo a manos de Thirlain Ludoch, que había observado sus libaciones atentamente. Thirlain Ludoch y Grotara se bebieron el resto del vino entre los dos, y este último no gruñó ante los espesos posos que le correspondieron. Así repletos, encendieron tres antorchas de terebinto embreado que habían traído junto con el sarcófago. Yanur fue el primero en desafiar las tenebrosas profundidades con la espada desenvainada y una antorcha humeante en su mano izquierda. Sus compañeros le seguían, llevando el sarcófago en el que, levantando un poco la tapa, habían colocado las otras antorchas. El poderoso vino de Yoros rugía en su interior, alejando sus sombríos miedos y aprensiones. Los tres eran bebedores experimentados y se movían con mucho cuidado y prudencia, sin tropezar en los penumbrosos e inseguros escalones.

Pasando junto a una serie de bodegas, llenas de jarras destrozadas y hechas pedazos, llegaron al fin, después de muchas vueltas y revueltas de los escalones, a un amplio corredor, excavado en el corazón de la sienita, bajo el nivel de las calles de la ciudad. Se extendía ante ellos en una ilimitada penumbra mostrando sus paredes intactas, y su techo no dejaba pasar ni un rayo de luz por alguna grieta. Parecía que hubiesen entrado en alguna inexpugnable ciudadela de los muertos. En el lado derecho estaban las tumbas de los reyes más antiguos, a la izquierda los sepulcros de las reinas, y los pasajes laterales conducían a un mundo de cámaras subsidiarias reservadas para otros miembros de la familia real. En el extremo opuesto del salón principal encontrarían la cámara sepulcral de Tnepreez.

Yanur, siguiendo la pared de la derecha, llegó pronto a la primera tumba. Según era costumbre, las puertas estaban abiertas y eran más bajas que la altura de un hombre, de forma que todos los que entrasen debieran humillarse en presencia de la muerte. Yanur acercó su antorcha al dintel y leyó dificultosamente la inscripción grabada sobre la piedra, que decía que la tumba pertenecía al rey Acharnil, padre de Agmeni.

—En verdad —dijo—, no encontraremos aquí otra cosa que los inofensivos muertos.

Después, y como el vino que había bebido le impulsara a algún tipo de bravuconería, se inclinó por debajo de la puerta e introdujo la parpadeante antorcha en la tumba de Acharnil.

Sorprendido, lanzó un juramento alto y propio de soldados, que hizo que los otros dejasen su carga y se apretasen detrás suyo. Escudriñando la cuadrada cámara, que tenía una amplitud regia, vieron que no estaba ocupada por ningún inquilino visible. La alta silla de oro y ébano, místicamente grabada, en la que la momia debía sentarse coronada y vestida como en vida, estaba adosada a la pared opuesta sobre una baja plataforma. ¡Sobre ella se veía una túnica vacía negra y carmesí y una corona de plata adornada con zafiros negros y en forma de mitra, como si el rey muerto las hubiese dejado allí y se hubiese marchado!

Sobresaltados y con el vino desapareciendo rápidamente de sus cerebros, los guerreros sintieron reptar el escalofrío de un misterio desconocido. Yanur, sin embargo, se animó a entrar en la cámara. Examinó las oscuras esquinas, levantó y sacudió las vestiduras de Acharnil, pero no halló ninguna respuesta al acertijo de la desaparición de la momia. En la tumba no había polvo, ni el más ligero olor, ni señales de la podredumbre de un ser mortal.

Yanur se reunió con sus camaradas y los tres se miraron los unos a los otros con una atemorizada consternación. Reanudaron su exploración del salón, y Yanur, según se acercaba a la entrada de cada tumba, se detenía delante de ella y con su antorcha agitaba las sombras, sólo para descubrir un trono vacío y los abandonados atributos de la realeza. No parecía existir una explicación razonable para la desaparición de las momias, en cuya conservación se habían empleado las poderosas especies de Oriente, junto con sosa, haciéndolas prácticamente incorruptibles. Dadas las circunstancias, no parecía que hubiesen sido retiradas por manos de ladrones humanos, quienes difícilmente hubiesen dejado detrás las preciosas joyas, telas y metales, y todavía era menos probable que hubiesen sido devoradas por los animales, porque en tal caso hubiesen quedado los huesos y las vestiduras estarían desgarradas y en desorden. Los míticos terrores de Chaon Gacca comenzaron a adquirir una inminencia más oscura y los investigadores miraban y escuchaban temerosamente mientras avanzaban por el silencioso salón sepulcral.

Al poco, después de haber verificado que más de una docena de tumbas estaban también vacías, vieron el centelleo de varios objetos de acero sobre el suelo del corredor ante ellos. Examinándolos, resultaron ser dos espadas, dos yelmos y dos corazas de un tipo ligeramente anticuado, como las que los guerreros de Tasuun habían llevado antiguamente. Muy bien podrían haber pertenecido a los valientes desaparecidos que el rey Mandis había enviado para recuperar el espejo de Avaina.

Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, contemplando aquellas siniestras reliquias, fueron presa de un deseo casi frenético de cumplir con su misión y volver a ganar la luz del sol. Sin detenerse para inspeccionar las tumbas separadas, se apresuraron, debatiendo el curioso problema que se presentaría si la momia buscada por Famorgh y Lunalia se hubiese desvanecido como las otras. El rey les había mandado que trajesen los restos de Tnepreez y sabían que ninguna excusa o explicación de su fallo sería aceptada. En tales circunstancias, su vuelta a Miraab sería poco aconsejable, y lo único seguro sería ir detrás del desierto septentrional, a lo largo de la ruta de las caravanas, hacia Zul-Bha-Sair o Xylac.

Parecía que habían atravesado una distancia enorme entre las tumbas más antiguas. La formación de la piedra en el lugar donde llegaron era más blanda y quebradiza y el terremoto había producido daños considerables. El suelo estaba cubierto por los detritos, las paredes y el techo llenos de fracturas y algunas de las cámaras se habían derrumbado en parte, de forma que su soledad se ofrecía a las indiferentes miradas de Yanur y sus compañeros.

Cerca del fin del salón se encontraron ante una grieta que dividía el suelo y el techo, resquebrajando el dintel de la última cámara. La grieta tenía unos cuatro pies de anchura y la antorcha de Yanur no permitió discernir su fondo. Vio el nombre de Tnepreez sobre el dintel cuya antigua inscripción que narraba los títulos y las hazañas del rey había sido partida en dos por el cataclismo. Después caminando sobre una estrecha repisa, entró en la cámara. Grotara y Thirlain Ludoch se apelotonaron a sus espaldas, dejando el sarcófago en el salón.

El trono sepulcral de Tnepreez, roto y volcado yacía sobre la hendidura que había desgarrado la tumba de lado a lado. No había trazas de la momia que, como se deducía de la posición invertida del asiento, había, sin duda, caído en aquellas profundidades abiertas en el momento de producirse.

Antes de que los buscadores pudiesen dar voz a su desilusión y desmayo, el silencio a su alrededor fue roto por un sordo retumbar, como el de un trueno lejano. La piedra bajo sus pies tembló, las paredes se sacudieron y agitaron, el ruido, en largas y escalofriantes ondulaciones, se hizo más alto y amenazador. El sólido suelo pareció levantarse y fluir con un movimiento continuo y aterrador, y entonces, cuando se volvían para emprender la huida, pareció que el universo caía sobre ellos en un atronador diluvio de noche y ruina.

Grotara, al despertar en la oscuridad, percibió una carga terrible, como si algún fuste monumental estuviese sobre sus pies y la parte inferior de sus piernas, que estaban aplastados. La cabeza le latía y le dolía como del golpe de una embotadora maza. Brazos y cuerpo estaban libres, pero el dolor de sus extremidades se hizo insufrible, haciéndole desmayarse otra vez cuando intentó retirarlas del peso que tenían encima.

El terror se cernió sobre él como la garra de un vampiro cuando comprendió su situación. Había sobrevenido un terremoto, semejante al que causara el abandono de Chaon Gacca, y él y sus camaradas estaban sepultados en las catacumbas. Gritó en alto, repitiendo los nombres de Yanur y Thirlain Ludoch muchas veces, pero ni un gemido ni un crujido le demostraron que todavía estaban con vida.

Palpando con la mano derecha, halló numerosos trozos de piedra. Estirándose hacia ellos, encontró varios fragmentos de piedra del tamaño de rocas pequeñas, y entre ellos una cosa suave y redondeada, con una protuberancia en el centro que reconoció como el casco que llevaba alguno de sus compañeros. A pesar de todos sus penosos esfuerzos no pudo llegar más lejos y fue incapaz de identificar a su poseedor. El metal estaba fuertemente abollado y la cresta del casco se hallaba doblada como por el impacto de alguna masa muy pesada.

A pesar de su situación, la fiera naturaleza de Grotara rehusaba hundirse en la desesperación. Consiguió colocarse en una posición sentada y, doblándose hacia adelante, se las arregló para alcanzar el enorme bloque que había caído sobre el extremo de sus piernas. Lo empujó con un esfuerzo hercúleo, rugiendo como un león atrapado, pero la masa no se movía. Durante horas, o eso parecía, luchó como contra algún demonio monstruoso. Su frenesí sólo fue calmado por el agotamiento. Al fin, se recostó hacia atrás y la oscuridad le rodeó como algo viviente, pareciendo devorarle con sus colmillos de dolor y horror.

El delirio revoloteó próximo y creyó haber oído un zumbido bajo y débil debajo, en el interior de las pedestres entrañas de la tierra. El ruido se hizo más alto, como ascendiendo de un Infierno desbordado. Percibió una luz descolorida e irreal que se agitaba ante él, permitiendo ver borrosas ojeadas del destrozado techo. La luz se hizo más fuerte, y levantándose un poco vio que venía de la grieta causada por el terremoto en el suelo.

Era una luz de un tipo que él nunca había visto; un lustre lívido que no se parecía al reflejo de una lámpara, una antorcha o una hoguera. En cierta forma, como si los sentidos del oído y la vista estuviesen confundidos, la identificó con el odioso zumbido.

Como una aurora sin causa, la luminosidad se deslizó por el destrozo causado por el temblor. Grotara vio que la entrada de la tumba y parte de sus paredes habían cedido. Un fragmento que le alcanzara en la cabeza le dejó sin sentido y una gigantesca porción del techo le había caído sobre las extremidades.

Los cuerpos de Thirlain Ludoch y de Yanur yacían cerca de la grieta, que se había ensanchado. Tuvo la seguridad de que los dos estaban muertos. La grisácea barba de Thirlain Ludoch estaba oscura y rígida por la sangre que había manado de su aplastado cráneo y Yanur se hallaba medio enterrado en un montón de bloques y escombros, del cual sobresalían su torso y su brazo izquierdo. Su antorcha se le había consumido entre los dedos fuertemente apretados, como en una cavidad ennegrecida.

Grotara advirtió todo esto como si estuviese soñando. Entonces percibió la verdadera fuente de la iluminación. Un globo incoloro que brillaba fríamente, redondo como una pelota y grande como una cabeza humana, había aparecido por la fisura y estaba posado sobre ésta como una réplica de la luna. La cosa oscilaba con un movimiento vibratorio ligero pero incesante. De ella salía aquel pesado zumbido, como si estuviese causado por la vibración, y la luz caía en ondas temblorosas.

Un vago horror cayó sobre Grotara, pero no sintió miedo. Era como si la luz y el sonido tejiesen sobre sus sentidos algún conjuro leteo. Se sentó rígidamente, olvidando su dolor y su desesperación, mientras el globo se posaba unos pocos minutos sobre la grieta y flotaba después lenta y horizontalmente hasta colgar directamente sobre los descubiertos rasgos de Yanur.

Con la misma deliberada lentitud e incesante oscilación, descendió sobre el rostro y el cuello del muerto, que parecieron derretirse como el sebo mientras el globo descendía más y más. El zumbido se hizo aún más fuerte, el globo resplandeció con un brillo horrible y su palidez mortecina se salpicó de un impuro amarillo. Se hinchó y oscureció obscenamente, mientras que la cabeza del guerrero se encogía dentro del casco y las placas de su coraza caían hacia dentro, como si el mismo torso desapareciese bajo ellas...

Los ojos de Grotara contemplaron claramente la escena, pero su cerebro estaba embotado como por alguna misericordiosa cicuta. Era difícil recordar, difícil pensar..., pero vagamente recordó las tumbas vacías, las coronas y vestimentas sin dueño. El enigma de las momias desaparecidas, sobre el que habían cavilado en vano él y sus compañeros, se había resuelto ahora. Pero la cosa que se abatía sobre Yanur estaba más allá de todo conocimiento o suposición mortal. Era algún demonio vampírico de un mundo interior, liberado por los demonios del terremoto.

Dominado por la catalepsia, contempló el desmoronamiento del montón de escombros donde estaban enterrados las caderas y piernas de Yanur. El casco y la cota de mallas eran como estuches vacíos, el brazo extendido se había encogido, empequeñecido, y los mismos huesos desaparecían, en apariencia derritiéndose y licuándose. El globo se había vuelto enorme. Estaba enrojecido por un impuro color rubí, como la luna de un vampiro. De él surgían palpablemente cuerdas y filamentos perlados, que tomaban extraños colores y parecían fijarse a los destrozados suelos, paredes y techo, a la manera de la red de una araña. Se multiplicaban cada vez con más espesor, formando una cortina entre Grotara y la grieta y cayendo sobre Thirlain Ludoch y él mismo, hasta que vio el resplandor sanguíneo del globo como entre arabescos de terrible ópalo.

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