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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (15 page)

Ahora la red había llenado toda la tumba. Corría y brillaba con mil tonos cambiantes, goteaba con glorias extraídas del espectro de la disolución. Florecía con flores y follajes fantasmales que se desvanecían como por arte de magia. Los ojos de Grotara estaban ciegos, cada vez más envuelto en aquella extraña red. Impalpables, fríos como los dedos de la muerte, sus encajes temblaban y colgaban sobre su rostro y sus manos.

No podría decir la duración de aquel tejer, el final de su extravío. Por fin, vio vagamente cómo los hilos luminosos se hacían más finos y los temblorosos arabescos se retraían. El globo, una cosa de malvada belleza, vivo y consciente en alguna forma secreta, se había separado ahora de la vacía armadura de Yanur. Volviendo a su tamaño primitivo y perdiendo su colorido ópalo y sangre, pendió durante un rato sobre la grieta. Grotara sintió que le observaba..., estaba observando a Thirlain Ludoch. Después, como un satélite de las cavernas interiores, se deslizó lentamente por la fisura y la luz se desvaneció de la tumba, dejando a Grotara en una oscuridad cada vez más profunda.

Después de aquello vinieron siglos de fiebre, sed y locura, de tormento y sopor, de repetidos forcejeos con la roca caída que le mantenía prisionero. Balbució enloquecidamente, aulló como un lobo, y yaciendo de espaldas y en silencio, escuchó las multitudinarias y susurrantes voces de los vampiros conspirando contra él. La gangrena había aparecido rápidamente y sus aplastadas extremidades parecían latir como las de un titán. Con la fuerza del delirio sacó su espada y consiguió liberarse, cortándose los pies por las canillas sólo para desmayarse por la pérdida de sangre.

Cuando se despertó muy debilitado, apenas capaz de levantar la cabeza, vio que la luz había vuelto y escuchó una vez más el incesante zumbido vibrante que llenaba toda la cámara. Su mente estaba clara y un débil terror se agitó en su interior, porque sabía que el Tejedor había salido de nuevo de la sima... y conocía la razón de su llegada.

Laboriosamente giró la cabeza y observó la reluciente esfera mientras pendía, oscilaba y después descendía, en un reposado movimiento, sobre el rostro de Thirlain Ludoch. Otra vez le vio mancharse obscenamente como una luna enrojecida por la sangre, al alimentarse con los desechos del cuerpo del viejo guerrero. Otra vez, con ojos borrosos, contempló cómo se tejía la red de amarillo impuro, dibujada con un mortal esplendor, velando la ruinosa catacumba con sus extrañas ilusiones. Otra vez, como si fuese un escarabajo moribundo, fue envuelto en sus frías e impalpables redes, y las mágicas flores, floreciendo y pereciendo, formaron un entramado en el vacío aire que le rodeaba. Pero antes de la retracción de la red, el delirio le atacó, trayéndole una oscuridad poblada de demonios, y el Tejedor terminó su trabajo sin ser visto y volvió inadvertido a su sima.

Se agitó en el infierno de la fiebre y yació en la negra y desconocida nada del olvido. Pero la muerte se retrasaba, todavía lejos, y siguió viviendo por obra de su juventud y su fuerza de gigante. Una vez más, hacia el final, sus sentidos se aclararon y vio por tercera vez la luz nefanda y oyó de nuevo el odioso zumbido. El Tejedor se había detenido sobre él, pálido, brillante y vibrante..., y supo que estaba esperando a que muriera.

Levantando la espada con dedos débiles, intentó apartarla. Pero la cosa temblaba, alerta y vigilante, más allá de su alcance, y pensó que le observaba como un buitre. La espada cayó de su mano. El horror luminoso no partió. Se acercó más, como un pertinaz rostro al que le faltaran los ojos, y pareció seguirle, abatiéndose sobre la última noche, cuando cayó hacia la muerte.

Sin nadie que contemplase la gloria de su tejido, con la oscuridad antes y después, el Tejedor hiló la red final en la tumba de Tnepreez.

LA MAGIA DE ULÚA

Sabmón, el anacoreta, era famoso no menos por su piedad que por su sabiduría profética y su conocimiento del oscuro arte de la magia. Durante dos generaciones había vivido solo en una curiosa casa al borde del desierto septentrional de Tasuun: una casa cuyo suelo y paredes estaban construidos con grandes huesos más pequeños de perros salvajes, hombres y hienas. Estas reliquias óseas, escogidas por su blancura y simetría, estaban unidas estrechamente por correas bien curtidas y encajaban unas en otras maravillosamente, sin dejar ni un espacio por donde pudiese penetrar la arena transportada por el viento. Esta casa era el orgullo de Sabmón, que la barría diariamente con una escoba de cabello de momia, hasta que brillaba tan inmaculada como el marfil bruñido, tanto por dentro como por fuera.

A pesar de la lejanía y encierro y de las dificultades inherentes a un viaje hasta su residencia, Sabmón era muy consultado por la gente de Tasuun y hasta peregrinos de las costas más alejadas de Zothique le buscaban. Sin embargo, aunque no era arisco ni poco hospitalario, ignoraba muchas veces las preguntas de sus visitantes, quienes, por lo general, deseaban simplemente adivinar el futuro, o pedir consejo referente a la forma más ventajosa de conducir sus asuntos. Con la edad se volvió más y más taciturno, y durante sus últimos años habló poco con los hombres. Se decía, y quizá fuese cierto, que prefería hablar con las palmeras que murmuraban sobre su pozo o con las viajeras estrellas que pasaban sobre su cabaña.

Durante el noventa y tres verano de Sabmón, le visitó el joven Amalzaín, su sobrino nieto, el hijo de una sobrina a la que Sabmón había amado profundamente en los tiempos anteriores a su retiro a una soledad gimnosófica. Amalzaín, que había pasado sus veintiún años en el hogar de sus padres, se dirigía a Miraab, la capital de Tasuun, donde serviría como copero al rey Famorgh. Este puesto, obtenido para él por influyentes amigos de su padre, era muy codiciado por la juventud del país, y le conduciría a altas jerarquías, si era lo bastante afortunado como para ganarse el favor del rey. Cumpliendo los deseos de su madre, había venido a visitar a Sabmón y a pedir el consejo del sabio respecto a varios problemas de conducta mundana.

A Sabmón, cuyos ojos no habían sido enturbiados por la edad, la astronomía y su mucho inclinarse sobre volúmenes de signos arcaicos, le agradó Amalzaín, y encontró que el muchacho poseía algo de la belleza de su madre. Debido a esto, le regaló generosamente su acumulada sabiduría, y después de pronunciar muchas máximas profundas y oportunas, dijo a Amalzaín:

—Verdaderamente, está bien que hayas venido a verme, porque, inocente de los vicios del mundo, te encaminas a una ciudad de extraños pecados y extrañas brujerías y hechicerías. El mal abunda en Miraab. Sus mujeres son magas y prostitutas y su belleza es una pestilencia donde los jóvenes, los fuertes, los valientes se enredan y son devorados.

Después, antes de que Amalzaín partiese, Sabmón le dio un pequeño amuleto de plata, grabado curiosamente con el delicado esqueleto de una muchacha. Y Sabmón dijo:

—Te aconsejo que lleves este amuleto en todo momento, de aquí en adelante. Contiene una pizca de cenizas de la pira de Yos Ebni, sabio y archimago, que en tiempos antiguos conquistó supremacía sobre los hombres y los demonios desafiando toda tentación mortal y dominando la insubordinación de la carne. Estas cenizas contienen un poder que te protegerá de males semejantes a los que fueron vencidos por Yos Ebni. Y sin embargo, hay en Miraab males y encantos de los que el amuleto no puede defenderte. En tal caso, debes regresar aquí. Yo te vigilaré cuidadosamente y sabré todo lo que te sucede en Miraab, porque hace largo tiempo que me he convertido en poseedor de ciertas extrañas facultades de la vista y el oído cuyo ejercicio no es molestado o limitado por la distancia.

Amalzaín, siendo ignorante de los asuntos que Sabmón le insinuaba, se quedó algo sorprendido ante la perorata. Pero recibió agradecidamente el amuleto. Después, despidiéndose reverencialmente de Sabmón, reanudó su viaje a Miraab, preguntándose cuál sería su fortuna en aquella ciudad pecadora y objeto de muchas leyendas.

Famorgh, que estaba viejo y atontado a causa de sus orgías, era el gobernante de un país envejecido y semidesértico y su corte era un lugar de lujos exóticos, de refinamiento y corrupciones sofisticadas. El joven Amalzaín, acostumbrado únicamente a las costumbres sencillas, a las rudas virtudes y vicios de la gente que habita en el campo, quedó asombrado al principio por la sibarítica vida que le rodeaba. Pero una cierta fuerza de carácter innata en él, fortalecida por los preceptos morales de sus padres y las enseñanzas de su tío abuelo Sabmón, le preservaron de todos los errores o lapsos graves.

Así vino a suceder que, sirviendo como copero en fiestas y bacanales, permanecía abstemio, derramando noche tras noche los enloquecedores vinos mezclados con cannabis y el embotador aguardiente con la infusión de opio en la copa de Famorgh incrustada de rubíes. Con corazón y cuerpo limpios, contempló las infames pantomimas con las que los cortesanos, rivalizando unos con otros en desvergüenza, intentaban aliviar el aburrimiento del rey. Sintiendo únicamente maravilla o disgusto, observó las ágiles y lascivas contorsiones de los danzarines negros de Dooza Thom al norte, o las muchachas de cuerpos de azafrán de las islas del sur. Sus padres, que creían implícitamente en la sobrehumana bondad de los monarcas, no le habían preparado para este espectáculo de vicio regio, pero la reverencia que habían inculcado tan concienzudamente en Amalzaín le llevó a considerar todo aquello como la peculiar, aunque misteriosa, prerrogativa de los reyes de Tasuun.

Durante el primer mes en Miraab, Amalzaín oyó muchas cosas sobre la princesa Ulúa, la única hija de Famorgh, y la reina Lunalia, pero puesto que las mujeres de la familia real pocas veces asistían a los banquetes o aparecían en público, no la vio. Sin embargo, el gigantesco y sombrío palacio estaba repleto de rumores que hablaban de sus amoríos. Se decía que Ulúa había heredado las hechicerías de su madre, Lunalia, cuya oscura y lujuriosa belleza, cantada tan a menudo por embrujados poetas, se había convertido ahora en una horrorosa decrepitud. Los amantes de Ulúa eran innumerables, y a menudo conseguía su pasión o se aseguraba su fidelidad por encantos distintos a los de su persona. Aunque era poco más alta que un niño, estaba exquisitamente formada y dotada con el encanto de un demonio hembra, tal como los que acosan los sueños de los jóvenes. Era temida por muchos y su odio considerado peligroso. Famorgh, no menos ciego ante sus pecados y hechicerías de lo que lo había sido ante los de Lunalia, la mimaba constantemente y no le negaba nada.

Las obligaciones de Amalzaín le dejaban mucho tiempo libre, porque Famorgh dormía generalmente el doble sueño de la edad y la intoxicación después de sus orgías nocturnas. Parte de este tiempo lo dedicaba al estudio del álgebra y a la lectura de viejos poemas y romances. Una mañana, mientras se ocupaba de ciertos cálculos algebraicos, se le acercó una gigantesca negra que le había sido señalada como una de las camareras de Ulúa. Perentoriamente, le dijo que le siguiese a los aposentos de Ulúa. Confuso y asombrado por esta singular interrupción de sus estudios, fue incapaz de replicar durante un momento. Enseguida, viendo su vacilación, la enorme negra le levantó en sus desnudos brazos y le sacó con gran facilidad de su habitación, llevándole así por los salones del palacio. Enfadado y lleno de desconfianza, fue depositado en una cámara adornada con desvergonzados dibujos, donde, entre el humear de vapores afrodisiacos, la princesa le contemplaba con lujuriosa seriedad, desde un lecho de color escarlata brillante como el fuego. Era tan pequeña como una mujer del pueblo de los gnomos y tan voluptuosa como una lamia enroscada. El incienso flotaba a su alrededor formando sinuosas veladuras.

—Hay otras cosas además de servir vino a un monarca tonto o estudiar libros comidos por los gusanos —dijo Ulúa, con una voz que recordaba el fluir de la miel caliente—. Señor copero, tu juventud debiera tener mejor empleo.

—No pido otro empleo que mis obligaciones y mis estudios —contestó Amalzaín airadamente—. Pero dime, oh princesa, ¿qué es lo que quieres? ¿Por qué tu sirvienta me ha traído aquí de una manera tan poco apropiada?

—Para un joven tan erudito e inteligente, la pregunta debiera ser innecesaria —contestó Ulúa sonriendo oblicuamente—. ¿No ves que soy bella y deseable? ¿O es posible que tus percepciones sean más vagas de lo que me imaginé?

—No dudo de tu belleza —dijo el muchacho—, pero asuntos semejantes apenas importan a un humilde copero.

Los vapores que subían espesos de unos incensarios de oro delante del lecho se separaron con un movimiento semejante al de unas cortinas que se abren, y Amalzaín bajó la vista ante la encantadora, que se estremecía con una risa suave que hizo que las joyas que cubrían su pecho parpadearan como ojos dotados de vida.

—Se diría que esos polvorientos volúmenes te han cegado en verdad —le dijo ella—. Necesitas esa eufrasia que purga la vista. Ahora vete, pero vuelve pronto... por tu propia voluntad.

Durante muchos días después, Amalzaín, cumpliendo sus obligaciones como de costumbre, fue consciente de una extraña persecución. Parecía ahora como si Ulúa estuviese en todas partes. Apareciendo en los banquetes, como por algún nuevo capricho, exhibía su malvada belleza ante los ojos del joven copero, y a menudo, durante el día, la encontraba en los jardines y corredores de palacio. Como si conspirasen tácitamente para mantenerla en sus pensamientos, todos los hombres hablaban de ella, y parecía que hasta los pesados tapices musitaban su nombre al agitarse con las corrientes perdidas que deambulaban por los lúgubres e interminables salones.

Sin embargo, esto no era todo; su imagen, no deseada, comenzó a turbar sus sueños por las noches, y al despertar escuchaba la tibia y dulce voluptuosidad de su voz y sentía la caricia de unos dedos ligeros y sutiles en la oscuridad. Contemplando la pálida luna que se ponía tras las ventanas, sobre los negros cipreses, veía cómo su rostro muerto y corroído adquiría los rasgos vivientes de Ulúa. La esbelta y delicada forma de la joven bruja parecía moverse entre las reinas y diosas fabulosas que adornaban las opulentas colgaduras con sus amores. Como traída por una hechicería, su rostro se inclinaba sobre el suyo en los espejos y venía y se desvanecía, semejante a un fantasma, con murmullos seductores y gestos provocativos, cuando se inclinaba sobre sus libros. Pero aunque molesto por aquellas apariciones en las que apenas podía distinguir lo real de lo ilusorio, Amalzaín continuaba indiferente hacia Ulúa, protegido seguramente de sus encantos por el amuleto que contenía las cenizas de Yos Ebni, santo, sabio y archimago. Sospechaba que las pociones amorosas a las que ella debía su mala fama le estaban siendo administradas, a causa de ciertos sabores extraños que detectó más de una vez en su comida y bebida, pero aparte de una ligera y pasajera náusea, no experimentó ningún otro efecto dañino e ignoraba por completo los conjuros pronunciados en secreto contra él y los encantamientos tres veces mortales destinados a dañar su corazón y sus sentidos.

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