Authors: Clark Ashton Smith
Yadar fue invitado a sentarse a la mesa, donde Vacharn, Vokal y Uldulla comían normalmente solos, en un gran salón de la casa. La mesa estaba dispuesta sobre una plataforma de enormes losas de piedra, y a un nivel más bajo los muertos se apiñaban alrededor de las otras mesas en número que casi llegaba a la cuarentena; entre ellos se sentaba Dalili, que nunca miraba hacia Yadar. Él se hubiese reunido con ella, no queriendo separarse de su lado, pero estaba dominado por un profundo sopor, como si un hechizo innombrable le atase las piernas y no pudiese moverse ya por su propia voluntad.
Embotado, se sentó con sus taciturnos y lúgubres anfitriones, que al vivir siempre rodeados por los silenciosos muertos habían adquirido un aire y costumbres muy parecidos a ellos. Y vio, con más claridad que antes, la semejanza común entre los tres, porque daba la impresión de que todos fuesen hermanos con un mismo nacimiento, antes que padre e hijos. Parecían que no tuviesen edad, y no eran ni viejos ni jóvenes, como los hombres ordinarios. Cada vez era más consciente de aquella extraña maldad que emanaba de los tres, poderosa y aborrecible como una exhalación de muerte oculta.
Dominado por aquel embotamiento, apenas se maravilló ante el servicio de aquella extraña comida, aunque ésta no era traída por ningún agente palpable, y los vinos se servían desde el propio aire; el paso de los sirvientes de un lado para otro solamente era traicionado por un rumor de vacilantes pisadas y una ligera frialdad que iba y venía.
En silencio, con gestos y movimientos rígidos, los muertos comenzaron a comer en sus mesas. Pero los nigromantes se abstuvieron de las vituallas ante ellos, en actitud de espera, y Vacharn dijo al nómada:
—Hay otros que cenarán esta noche con nosotros.
Yadar percibió entonces una silla vacía, colocada al lado de la silla de Vacharn.
Pronto entró, por una puerta que daba al interior de la casa, un hombre de gran corpulencia y estatura, desnudo y de un color tostado que casi llegaba a la negrura. Tenía un aspecto salvaje y sus ojos se dilataron a causa de la rabia o del terror, mientras que sus gruesos labios purpúreos estaban orlados de espuma. Detrás de él, levantando amenazadoramente sus pesadas y herrumbrosas cimitarras, entraron dos de los marineros muertos a manera de guardianes de un prisionero.
—Este hombre es un caníbal —dijo Vacharn—. Nuestros sirvientes le han capturado en el bosque al otro lado de las montañas, que es donde habita su salvaje pueblo. Sólo los más fuertes y bravos son llamados vivos a esta mansión... No en vano, oh príncipe Yadar, fuiste escogido para tal honor. Observa atentamente todo lo que pase.
El salvaje se había detenido en el umbral, como si temiese más a los ocupantes del salón que a las armas de sus guardianes. Uno de los espectros golpeó su hombro izquierdo con la herrumbrosa hoja y la sangre saltó de la profunda herida, mientras el caníbal se adelantaba después de aquel aviso. Temblaba tan convulsivamente como un animal asustado, mirando aterrorizado a ambos lados en busca de un medio de escape, y sólo después de un segundo golpe subió a la plataforma y se acercó a la mesa de los nigromantes. Pero tras ciertas palabras de hueco sonido pronunciadas por Vacharn, el hombre se sentó, todavía temblando, en la silla al lado de la del amo y enfrente de Yadar. Detrás de él se estacionaron sus espectrales guardianes con las armas en alto; sus rasgos eran los de hombres que llevan muertos dos semanas.
—Todavía falta otro invitado —dijo Vacharn—. Vendrá más tarde y no hay necesidad de esperar por él.
Sin más ceremonia comenzó a comer, y Yadar le siguió, aunque con poco apetito. El príncipe apenas percibía el sabor de las viandas que llenaban su plato, ni podría haber jurado si los vinos que bebía eran dulces o amargos. Sus pensamientos estaban divididos entre Dalili y la extrañeza y el terror de todo lo que le rodeaba.
Mientras comía y bebía sus sentidos se aguzaron de forma extraña y se dio cuenta de las sombras horribles que se movían entre las lámparas y escuchó el frío silbido de unos susurros, que detuvieron hasta su sangre. Y desde el concurrido salón, todos los olores que la mortalidad puede exhalar entre la muerte reciente y el fin de la corrupción llegaron hasta él.
Vacharn y sus hijos se dedicaron a la comida con la despreocupación de los que hace mucho que están acostumbrados a semejantes ambientes. Pero el caníbal, cuyo terror era todavía palpable, se negó a tocar la comida que estaba ante él. La sangre corría incesantemente en dos pesados surcos por su pecho, desde sus hombros heridos, y goteaba de forma audible sobre las losas de piedra.
Finalmente, ante la insistencia de Vacharn, que hablaba en la propia lengua del caníbal, se persuadió a beber una copa de vino. Este vino no tenía el mismo color del que había sido servido al resto de la compañía, y era de un color violeta oscuro, como el capullo de la belladona, mientras el restante era de un rojo amapola. Apenas lo había probado cuando cayó hacia atrás en su silla con el aspecto de alguien indefenso por un ataque de parálisis. La copa todavía continuaba sujeta entre sus rígidos dedos y derramó el resto de su contenido; no se advertía ningún movimiento ni temblor en sus extremidades y sus ojos estaban completamente abiertos, mirando fijamente, como si quedase todavía conciencia en su interior.
Una horrible sospecha surgió en Yadar y ya no pudo continuar comiendo la comida y bebiendo el vino de los nigromantes. Se quedó sorprendido por las acciones de sus anfitriones, que, absteniéndose de igual forma, se dieron la vuelta en sus asientos y contemplaron fijamente una porción del suelo a espaldas de Vacharn, entre la mesa y el extremo interno del salón.
Yadar, elevándose un poco en el asiento, miró por encima de la mesa y percibió un pequeño agujero en una de las losas. El agujero era del tipo que podría servir de madriguera a un pequeño animal, pero no podía imaginarse Yadar la naturaleza de una bestia que habitase en el sólido granito.
Con voz alta y clara, Vacharn pronunció una sola palabra “Esrit”, como pronunciando el nombre de alguien a quien desease llamar. No mucho tiempo después aparecieron dos pequeñas chispas en la oscuridad del agujero, y de allí saltó una criatura que tenía algo del tamaño y forma de una comadreja, pero todavía más largo y delgado. La piel de la criatura era de un negro herrumbroso, sus garras eran como diminutas manos desprovistas de pelo, y las cuencas de sus ojos, de un amarillo flameante, parecían contener la maligna sabiduría y malevolencia de un demonio. Velozmente, con movimientos sinuosos que le hacían parecer una serpiente cubierta de piel, corrió hasta estar debajo de la silla ocupada por el caníbal y comenzó a beber ávidamente en el charco de sangre que había goteado de sus heridas hasta el suelo.
Después, mientras el horror hacía presa en el corazón de Yadar, saltó a las rodillas del caníbal y de allí a su hombro izquierdo, donde había sido infligida la herida más profunda. Allí la cosa se pegó al corte que todavía sangraba, del que chupó al estilo de una comadreja, y la sangre cesó de manar sobre el cuerpo del hombre. Éste no se movió de su silla, pero sus ojos se dilataron todavía más con fijeza horrible, hasta que el iris estuvo aislado en el lívido blanco y sus labios colgaron separados, mostrando unos dientes fuertes y puntiagudos como los de un tiburón.
Los nigromantes habían reanudado su comida con los ojos atentos sobre aquel pequeño monstruo sediento de sangre, y Yadar comprendió que éste era el otro huésped esperado por Vacharn. No sabía si la cosa era realmente una comadreja o algún sirviente del hechicero, pero el horror fue seguido por la ira ante el suplicio del caníbal, y sacando una espada que había llevado consigo durante todos sus viajes, se puso en pie con ánimo de matar al monstruo. Pero Vacharn describió un signo peculiar en el aire con su dedo índice y el brazo del príncipe fue suspendido a mitad del golpe, mientras sus dedos quedaban tan débiles como los de un bebé y la espada le caía de la mano, resonando con estrépito sobre la plataforma. Después, como siguiendo la muda voluntad de Vacharn, se vio obligado a sentarse de nuevo a la mesa.
La sed de aquella criatura parecida a una comadreja parecía ser insaciable, porque después de que pasasen muchos minutos, continuaba sorbiendo la sangre del salvaje. Los poderosos músculos del hombre se hundían de minuto en minuto y los huesos y las rígidas articulaciones se veían tensos bajo arrugados pliegues de piel. Su rostro era el informe de la muerte, sus miembros estaban escuálidos como los de una antigua momia, aunque la cosa que se había abatido sobre él había aumentado de tamaño solamente lo mismo que un armiño que hubiese chupado la sangre de algún ave de corral.
Por esta señal Yadar supo que sin duda la cosa era un demonio, y que estaba al servicio de Vacharn. Paralizado por el terror, estuvo mirando, desde su asiento, hasta que la criatura se soltó de los secos huesos y piel del caníbal y corrió, retorciéndose y arrastrándose siniestramente, hasta su agujero en la losa de piedra.
Extraña era la vida que ahora comenzó Yadar en la casa de los nigromantes. Sobre él pesaba siempre la maligna esclavitud que se había apoderado de su persona durante aquella primera comida y se movía como alguien que no puede despertar por completo de un sueño. Parecía como si su voluntad estuviese controlada de alguna forma por aquellos amos de los muertos vivientes. Pero aún más que por eso le retenía el viejo encanto de su amor por Dalili, aunque ahora este amor se hubiese convertido en un desesperado arrobamiento.
Algo aprendió sobre los nigromantes y su forma de existencia, aunque Vacharn hablaba raras veces, excepto con lúgubres ironías, y sus hijos eran tan taciturnos como los mismos muertos. Supo que el sirviente, parecido a una comadreja, cuyo nombre era Esrit, se había comprometido a servir a Vacharn durante un tiempo fijado, recibiendo en pago, cada luna llena, la sangre de un hombre vivo escogido por su fuerza y valor indomables. Y para Yadar era evidente que, a menos que surgiera algún milagro o magia más poderosa que la de los nigromantes, los días de su vida estaban limitados por el período de la luna. Porque, además de sí mismo y los amos, no había ninguna otra persona en toda aquella mansión que no hubiese traspasado ya las amargas puertas de la muerte...
La casa era solitaria, estando situada a bastante distancia de sus vecinos. En las costas de Naat vivían otros nigromantes, pero entre ellos y los anfitriones de Yadar había poca relación. Y detrás de las salvajes montañas que dividían la isla vivían solamente algunas tribus de antropófagos que guerreaban unas con otras en los oscuros bosques de pinos y cipreses.
Los muertos se alojaban en profundas cuevas, parecidas a catacumbas, detrás de la casa, yaciendo toda la noche en sepulcros de piedra y saliendo en una resurrección diaria para cumplir las tareas que sus dueños les ordenaban. Algunos araban los jardines rocosos que se encontraban en una pendiente abrigada de los vientos marinos, otros cuidaban de las negras cabras u otro ganado, y otros eran enviados buceando a las profundidades del mar en busca de perlas que crecían prodigiosamente, en lugares inaccesibles para un nadador vivo, sobre los trágicos atolones y arrecifes orlados de cuernos de granito. A través de los años, Vacharn amasó gran cantidad de tales perlas, puesto que había vivido más tiempo de lo que dura una vida normal. A veces, en una nave que remontaba la corriente del río Negro, él o alguno de sus hijos viajaba hasta Zothique con algunos de los muertos como tripulantes, y cambiaban las perlas por las cosas que su magia era incapaz de conseguir en Naat.
Era extraño para Yadar ver a sus compañeros de viaje yendo de un sitio a otro junto a los otros espectros, saludándole únicamente los vacíos ecos de sus propios saludos. Y era amargo, aunque nunca sin una vaga dulzura llena de pena, ver a Dalili y hablar con ella, intentando vanamente reavivar el perdido ardor del amor en un corazón que se había sumergido profundamente en el olvido y no había vuelto de allí. Era siempre como intentar alcanzarla a través de un golfo más terrible que la irresistible corriente que continuamente chocaba contra la Isla de los Nigromantes.
Dalili, que desde su infancia había nadado en los hundidos lagos de Zyra, se encontraba entre los que se veían forzados a sumergirse en busca de perlas. Muchas veces, Yadar la acompañaba hasta la costa y esperaba su vuelta de las alocadas rompientes; a ratos, se sintió tentado de lanzarse tras ella y encontrar, si es que era posible, la paz de una muerte verdadera. Seguramente hubiese hecho esto, a no ser que entre el fantasmagórico arrobamiento de su situación y las grises redes de la brujería que le rodeaba, parecía que su fuerza y resolución antiguas le hubieran abandonado por completo.
Un día, hacia el atardecer, cuando el mes estaba terminando, Vokal y Uldulla se acercaron al príncipe, que estaba esperando en una playa rodeada de rocas mientras Dalili buceaba lejos entre las torrenciales aguas. Sin decir palabra, le hicieron gestos furtivos de que les siguiera, y Yadar, sintiéndose vagamente curioso de su intención, les permitió que le alejasen de la playa y le guiasen por peligrosos senderos que serpenteaban de un acantilado a otro sobre la sinuosa costa. Antes de la caída de la oscuridad, llegaron a un pequeño puertecillo, que se adentraba en la tierra, cuya existencia había sido hasta aquel momento insospechada por el nómada. En aquella plácida bahía, bajo la oscura sombra de la isla, se balanceaba una galera con sombrías velas color púrpura que recordaba la nave que Yadar había descubierto moviéndose rápidamente hacia Zothique contra la enorme corriente del río Negro.
Yadar se sintió muy asombrado y no pudo adivinar por qué le habían llevado a aquel puerto escondido, ni el significado de sus gestos cuando señalaron el extraño navío. Después, en un susurro apresurado y oculto, como si temiesen ser oídos en aquel remoto lugar, Vokal le dijo:
—Si nos ayudas a mi hermano y a mí en la ejecución de cierto plan, podrás utilizar esa galera para abandonar Naat. Y contigo, si tal es tu deseo, podrás llevarte a Dalili, junto con algunos marineros como tripulantes. Favorecido por las poderosas galernas que nuestros conjuros llamarán para ti, podrás navegar contra el río Negro y volver a Zothique... Pero si no nos ayudas, entonces la comadreja Esrit te chupará la sangre hasta que la última extremidad de tu cuerpo haya sido vaciada y Dalili continuará siendo la esclava de Vacharn, trabajando durante el día, para servir su avaricia, en las oscuras aguas... y quizá sirviendo su lujuria por la noche.