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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (5 page)

Yadar, que sabía poco de brujos y nigromancia, se sentía algo incrédulo en lo que se refería a aquellas cosas. Pero vio que las aguas, cada vez más negras, se dirigían salvaje y torrencialmente hacia la línea del horizonte y que, en verdad, había pocas esperanzas de que la galera pudiese volver a poner su rumbo hacia el sur. Lo que más le preocupaba era el pensamiento de que nunca alcanzaría el reino de Yoros, donde había soñado encontrar a Dalili.

Durante todo el día la nave fue arrastrada por los oscuros mares que corrían en forma extraña bajo un cielo inmaculado y como sin aire. El anaranjado atardecer fue seguido de una noche repleta de grandes estrellas inmóviles, que al final fue sucedida por el volátil ámbar de la mañana. Pero las aguas continuaban sin calmarse y en la inmensidad que rodeaba la galera no se discernía ni una tierra ni una nube.

Yadar no habló mucho con Agor y los tripulantes, después de preguntarles la razón de la negrura del océano, que era una cosa no comprendida por ningún hombre. La desesperación cayó sobre él, pero, de pie sobre el puente, observaba el cielo y las olas con una agudeza que había adquirido en su vida nómada. Hacia el atardecer, percibió a lo lejos una extraña nave con velas de un fúnebre púrpura, que avanzaba continuamente, siguiendo un rumbo hacia el este contra la poderosa corriente. Llamó la atención de Agor sobre el navío, y éste le dijo, musitando entre dientes juramentos de marino, que la nave pertenecía a los nigromantes de Naat.

Las velas purpúreas se perdieron pronto de vista, pero un poco más tarde Yadar percibió ciertos objetos semejantes a cabezas humanas que pasaban a sotavento de la galera entre las encrespadas aguas. Considerando que ningún hombre mortal podía nadar así, y recordando lo que Agor le había dicho referente a los nadadores muertos que salían de Naat, Yadar fue consciente de que temblaba en la forma en que un hombre valiente puede hacerlo en presencia de cosas sobrenaturales. No mencionó el asunto a nadie y, aparentemente, los objetos semejantes a cabezas no fueron advertidos por sus compañeros.

La galera continuaba su carrera, los remeros se sentaban ociosos en sus bancos y el capitán se erguía, indiferente, al lado del desatendido timón.

Al caer la noche, cuando el sol se ponía sobre aquel tumultuoso océano de ébano, pareció que un gran banco de nubes tormentosas se elevaba por el oeste, larga y chata al principio, pero elevándose rápidamente hacia el cielo con montañosas cumbres. Descollaba cada vez más alta, revelando la amenaza de una serie de acantilados y sombríos y terribles salientes, pero su forma no cambiada como lo hacen las nubes, y Yadar se dio cuenta, al fin, de que era una isla que se destacaba en solitario a lo lejos a los bajos rayos del ocaso. Lanzaba a su alrededor una sombra de leguas de extensión que oscurecía todavía más las oscuras aguas, como si la noche hubiese caído allí precipitadamente y, en la sombra, las crestas espumosas que brillaban sobre los ocultos arrecifes eran tan blancas como los desnudos dientes de la muerte. Y Yadar no necesitó de los agudos y asustados gritos de sus compañeros para saber que aquélla era la terrible isla de Naat.

La corriente aumentó horriblemente, encrespándose, mientras se precipitaba a la batalla contra la costa defendida por rocas, y su clamor ahogó las voces de los marineros que oraban en voz alta a sus dioses. Yadar, de pie en la proa, dirigió solo una silenciosa plegaria a la lúgubre y fatal deidad de su tribu; sus ojos, escudriñando la masa de la isla como los de un halcón volando sobre el mar, vieron los desnudos y horribles acantilados, las masas de oscuro bosque bajando hacia el mar entre los acantilados y la línea blanca de una monstruosa rompiente sobre una costa sombría.

El aspecto de la isla era lúgubre y ominoso y el corazón de Yadar se hundió como una sonda en un mar sin sol. Cuando la galera llegó más cerca de la costa, creyó ver gente moviéndose en la oscuridad, visible entre golpe y golpe de mar sobre la baja playa y oculta de nuevo por la espuma y el rocío del mar. Antes de que pudiera verlos por segunda vez, la galera fue lanzada con estruendo y chasquido atronadores sobre un arrecife enterrado bajo las torrenciales aguas. La parte delantera de la proa y del fondo se rompieron, y al levantarla sobre el arrecife una segunda ola, se llenó instantáneamente de agua y se hundió. El único de todos los que habían salido de Oroth que saltó antes de que la nave se fuese al fondo fue Yadar, pero puesto que su habilidad como nadador no era demasiado grande, fue arrastrado rápidamente hacia abajo y estuvo a punto de ahogarse en los remolinos de aquel mar maldito.

Perdió el sentido, y en su cerebro, como un sol perdido que vuelve del pasado, contempló el rostro de Dalili y, junto a ella, en una brillante fantasmagoría, volvieron los días felices que habían vivido antes de la desgracia. Las visiones desaparecieron y se despertó forcejeando, con el amargo sabor del mar en la boca, su rugido en los oídos y su rápida oscuridad a su alrededor. Y al aguzarse sus sentidos, se dio cuenta de que una forma nadaba a su lado y unos brazos le sostenían en el agua.

Levantó la cabeza y vio vagamente el pálido cuello y el rostro medio vuelto de su salvador y el largo cabello negro que flotaba de una ola a otra. Tocando el cuerpo a su lado, supo que era el de una mujer. Aunque estaba aturdido y mareado por el movimiento del mar, la sensación de algo familiar se movió en su interior y pensó que, en algún lugar, en algún momento anterior, había conocido a una mujer con un cabello semejante y un corte de cara parecido. Intentando recordar, tocó de nuevo a la mujer y sintió en sus dedos una extraña frialdad que venía de su cuerpo desnudo.

La fuerza y habilidad de la mujer eran milagrosas, pues se dejaba llevar con facilidad sobre el aterrador subir y bajar del oleaje. Yadar, flotando en sus brazos como en una cuna, divisó la costa que se aproximaba desde la cumbre de las olas y le pareció difícil que un nadador, por hábil que fuese, pudiese salir con vida de la fuerza de aquellas aguas. Al fin, y como en sueños, fueron lanzados hacia arriba, como si el oleaje fuese a golpearles contra el acantilado mayor de todos, pero como controlada por algún hechizo, la ola se derrumbó lenta y perezosamente, y Yadar y su salvadora, liberados por su reflujo, yacieron sanos y salvos sobre un saliente arenoso.

Sin pronunciar palabra, ni volverse a mirar a Yadar, la mujer se puso en pie, y haciéndole seña de que le siguiera se alejó en el mortecino azul del atardecer que había caído sobre Naat. Yadar, levantándose y siguiendo a la mujer, escuchó un extraño y etéreo cántico que sobresalía por encima del tumulto del mar y vio, a cierta distancia ante él en la penumbra, una hoguera que brillaba de forma extraña. La mujer se encaminó directamente hacia el fuego y las voces. Y Yadar, cuyos ojos se habían acostumbrado a aquella dudosa oscuridad, vio que la hoguera se encontraba en la boca de un desfiladero profundo entre los acantilados que dominaban la playa, y detrás de ella, como sombras altas y demoníacas estaban las figuras, oscuramente vestidas, de los que cantaban.

En aquel momento le volvió a la memoria lo que le había dicho el capitán de la galera respecto a los nigromantes de Naat y sus prácticas. El mismo sonido de aquel cántico, pronunciado en un lenguaje desconocido, parecía suspender el flujo de sus venas dejando su corazón sin sangre y helaba sus entrañas con la frialdad de la tumba. Y aunque él sabía muy poco de aquellos asuntos, le asaltó el pensamiento de que las palabras que estaba oyendo eran de importancia y poder mágicos.

Adelantándose, la mujer se inclinó ante los cantores como una esclava. Los hombres, que eran tres, continuaron sin detenerse con su cántico. Eran de gran estatura, lívidos como garzas hambrientas, y muy parecidos entre sí; lo único visible de sus hundidos ojos eran las chispas rojas de la hoguera reflejadas en ellos. Mientras cantaban, sus ojos parecían mirar a lo lejos sobre el oscuro mar y sobre cosas ocultas por la oscuridad y la distancia. Y Yadar, acercándose a ellos, se dio cuenta de que el horror y la repugnancia atenazaban su garganta, como si hubiese encontrado, en un lugar entregado a la muerte, la poderosa y siniestra madurez de la corrupción.

Las llamas dieron un salto, con un torbellino de lenguas que semejaban serpientes azules y verdes enroscándose entre serpientes amarillas. Y la luz se reflejó sobre el rostro y los pechos de la mujer que había salvado a Yadar del río Negro... ¡Contemplándola de cerca, supo por qué había agitado vagos recuerdos en su interior, porque no era otra que su perdido amor, Dalili!

Olvidando la presencia de los oscuros cantores, se lanzó hacia adelante para abrazar a su bienamada, gritando su nombre en una agonía de éxtasis. Pero ella no le contestó y sólo respondió a su abrazo con un leve temblor. Yadar, profundamente perplejo y desmayado, se dio cuenta de la mortal frialdad que, procedente de su carne, se insinuaba por sus dedos y atravesaba incluso sus vestiduras. Los labios que besó estaban mortalmente pálidos y lánguidos y parecía que de ellos no salía ningún aliento; el lívido pecho apretado contra el suyo no se elevaba y descendía con la respiración. En los amplios y hermosos ojos que ella volvió hacia él sólo encontró un soñoliento vacío y el tipo de reconocimiento de un durmiente que sólo se ha despertado a medias y cae rápidamente en el sueño otra vez.

—¿Eres realmente Dalili? —dijo.

Ella contestó, como medio dormida, con voz monótona e indecisa:

—Soy Dalili.

Para Yadar, estupefacto por aquel misterio, desesperado y apenado, fue como si ella le hubiese hablado desde un país mucho más allá que todas las fatigosas leguas que había recorrido en su búsqueda. Temiendo comprender el cambio que había tenido lugar en ella, le dijo tiernamente:

—Tienes que acordarte de mí, porque soy tu amante, el príncipe Yadar, que te ha buscado por la mitad de los reinos de la tierra y, por tu causa, ha navegado hasta aquí, sobre el océano abierto.

Ella replicó como alguien que está bajo los efectos de alguna pesada droga, repitiendo sus palabras sin comprenderlas realmente.

—Claro que te conozco.

Esta respuesta no consoló a Yadar, y su preocupación no disminuyó ante las cortas respuestas con que ella contestó a todas sus cariñosas preguntas y frases.

No advirtió que los tres cantores habían terminado con su canto y, en realidad, se había olvidado de su presencia. Pero mientras seguía abrazado tiernamente a la muchacha, los hombres se le acercaron, y uno de ellos le sujetó por el brazo. El hombre le saludó por su nombre y se dirigió a él, aunque algo rudamente, en un lenguaje hablado en muchas regiones de Zothique, diciendo:

—Te damos la bienvenida a la isla de Naat.

Yadar, sintiendo una aterradora sospecha, interrogó fieramente al hombre.

—¿Qué clase de seres sois vosotros? ¿Por qué está aquí Dalili? ¿Qué le habéis hecho?

—Soy Vacharn, un nigromante —contestó el hombre—, y aquellos otros que están conmigo son mis hijos, Vokal y Uldulla, que también son nigromantes. Vivimos en una casa detrás del acantilado y nuestros sirvientes están formados por los ahogados que nuestra magia ha rescatado del mar. Entre ellos se encuentra esta muchacha, Dalili, junto con la tripulación del barco en el que había partido de Oroth. Al igual que la nave en la que tú llegaste después, la suya fue arrastrada mar adentro y cayó más tarde en el río Negro, destrozándose finalmente contra los acantilados de Naat. Mis hijos y yo, cantando esa poderosa fórmula que no requiere el uso del círculo o del pentágono, trajimos a tierra a todos los ahogados, de la misma forma que ahora acabamos de llamar a la tripulación de esta otra nave, de la que sólo tú has salido con vida, rescatado por la nadadora muerta cumpliendo nuestras órdenes.

Vacharn terminó y se quedó mirando fijamente la oscuridad. Detrás suyo, Yadar oyó el sonido de unas lentas pisadas subiendo sobre los guijarros desde la playa. Dando media vuelta, vio emerger de la lívida oscuridad al viejo capitán de aquella galera en la que había viajado hasta Naat; detrás del capitán venían los marineros y remeros. Se acercaron a la luz de la hoguera andando como sonámbulos, el agua del mar caía abundantemente de su cabello y vestiduras y babeaba de sus bocas. Algunos mostraban fuertes magulladuras, otros se tambaleaban o arrastraban a causa de alguna extremidad rota por las rocas sobre las que el mar les había arrojado, pero sus rostros tenían el aspecto que tienen los hombres que han muerto ahogados.

Rígidamente, como autómatas, rindieron homenaje a Vacharn y sus hijos, reconociendo así su servidumbre a aquellos que les habían llamado de la profunda muerte. Sus ojos vidriosos no dieron muestra de reconocer a Yadar ni de tener conciencia de las cosas exteriores, y sólo hablaron para reconocer, monótona y maquinalmente, ciertas palabras que les dirigieron en voz baja los nigromantes.

Yadar actuaba como si él también fuese un muerto en vida en un sueño oscuro, hueco y semiconsciente. Caminando al lado de Dalili y seguido de aquellos otros, los encantadores le condujeron a través de un oscuro cañón que serpenteaba secretamente hacia las alturas de Naat. En su corazón no había demasiada alegría por haber encontrado a Dalili y su amor estaba acompañado de una sombría desesperación.

Vacharn guiaba el camino con una rama cogida de la hoguera. Enseguida surgió una voluminosa luna, roja como con sangre mezclada de sanies, que iluminó el mar, furioso y rugiente. Antes de que su globo hubiese adquirido la palidez de la muerte, salieron de la garganta y llegaron a una planicie rocosa donde se encontraba la casa de los tres nigromantes.

La casa era de granito oscuro, con largas alas bajas que se escondían entre el follaje de los cercanos cipreses. A sus espaldas se alzaba otro acantilado, y sobre éste, colinas y cordilleras sombrías se amontonaban a la luz de la luna, alejándose hacia el montañoso centro de Naat.

Parecía que la mansión era un lugar vaciado por la muerte, no había luces ni en las puertas ni en las ventanas y el silencio de su interior igualaba la tranquilidad de los lívidos cielos. Pero al acercarse los hechiceros al umbral, Vacharn pronunció una sola palabra que retumbó a lo lejos en los salones interiores, y como en respuesta, repentinamente brillaron lámparas por todas partes, llenando la casa con sus monstruosos ojos amarillos, e instantáneamente apareció gente en las puertas, sombras que se inclinaban. Pero los rostros de aquellos seres estaban blancos por la palidez de la tumba, algunos mostraban manchas verdes de putrefacción o estaban marcados por el sinuoso roer de los gusanos...

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