Authors: Clark Ashton Smith
Al escuchar las desoladas quejas que le eran presentadas diariamente, la preocupación de Amero fue profunda. Siendo muy poco versado en aquellos asuntos y completamente inexperimentado en los problemas del poder, buscó el consejo de sus favoritos, pero éstos le aconsejaron mal. Las calamidades del reino se multiplicaban sobre él; al no existir una autoridad que las sometiese, los pueblos salvajes de la frontera se hicieron más atrevidos y los piratas se reunían como buitres del mar. El hambre y la sequía se dividían el reino con la plaga y a Amero le pareció que cosas semejantes estaban más allá de todo remedio, tal era su dolorida perplejidad, y su corona se convirtió en una carga demasiado pesada.
Intentando olvidar su propia impotencia y la lastimera situación del reino, se dio a largas noches de orgía. Pero el vino le negaba su olvido y el amor ahora le había retirado sus éxtasis. Busco otras diversiones, llamando a su presencia a extrañas máscaras, comediantes y bufones y reuniendo cantantes de lejanas tierras y tañedores de instrumentos nunca vistos. Hizo pregonar diariamente una alta recompensa para aquel que fuese capaz de distraerle de sus zozobras.
Juglares inmortales le cantaron canciones salvajes y hechiceras baladas de otros tiempos; las negras muchachas del norte, con las extremidades salpicadas de ámbar, hicieron danzar ante él sus extrañas y lascivas medidas; los que soplaban los cuernos de las quimeras tocaron una loca y secreta melodía; unos salvajes tamborileros tocaron una música tumultuosa sobre tambores hechos de la piel de los caníbales, mientras hombres vestidos con las escamas y pellejos de monstruos semimíticos se arrastraban o reptaban grotescamente por los salones del palacio. Pero todos fallaron en distraer al rey de sus tristes meditaciones.
Una tarde, cuando estaba sentado pesadamente en el salón de audiencias, se acercó a él un flautista vestido con una desgarrada túnica tejida en el hogar. Los ojos del hombre brillaban como brasas recién removidas y su rostro tenía una negrura cenicienta, como si estuviese quemado por el ardor de unos soles extraños. Saludando a Amero sin demasiado servilismo, se anunció a sí mismo como un cabrero que había llegado a Shathair desde una región de valles y montañas que se escondía más allá del límite del atardecer.
—Oh rey, yo conozco las melodías del olvido —dijo—, y las tocaré para ti, aunque no deseo la recompensa que has ofrecido. Si, felizmente, consigo distraerte, tomaré yo mismo mi premio a su debido tiempo.
—Toca, pues —dijo Amero, sintiendo que un vago interés crecía en su interior ante las atrevidas palabras del flautista.
Así pues, con sus flautas de caña el negro cabrero comenzó a tocar una música que recordaba la caída y el ondular del agua en silenciosas cañadas y el paso del viento sobre las solitarias colinas. Las flautas hablaban sutilmente de libertad, paz y olvido que podían encontrarse más allá de los siete pliegues purpúreos de los horizontes de lejanas tierras. Las flautas contaban dulcemente en lugar donde los años no llegaban con un estruendo de hierro, sino con pisadas tan suaves como un céfiro calzado con pétalos de flores. Allí el torbellino y las dificultades del mundo se perdían entre incontables leguas de silencio y las cargas del imperio volaban tan lejos como el milano. Allí, el cabrero que cuidaba de su rebaño en los solitarios páramos era dueño de una tranquilidad más dulce que el poder de los monarcas.
Mientras escuchaba al flautista, una hechicería se deslizó en la mente de Amero. El cansancio de la monarquía, sus problemas y perplejidades eran como burbujas de un sueño que se deslizasen en una marea lenta. Ante sus ojos aparecieron, rodeadas de verdor, tranquilidad y luz del sol, las encantadas cañadas evocadas por la música, y él mismo era el cabrero siguiendo los senderos cubiertos de hierba, o tumbado, ignorante de las rapaces horas, a la ribera de unas aguas sosegadas.
Apenas si advirtió que el bajo sonido de las flautas había terminado. Pero la visión se oscureció, y él, que había soñado con la paz de un cabrerizo, volvió a ser un rey preocupado.
—¡Sigue tocando! —le gritó al flautista negro—. Di lo que quieres como premio... y toca.
Los ojos del cabrerizo relucían como las brasas de noche en un lugar oscuro.
—No te pediré mi recompensa hasta que hayan pasado los siglos y los reinos hayan caído —dijo enigmáticamente—. Sin embargo, tocaré para ti una vez más.
De esta forma, durante toda la tarde, el rey Amero fue seducido por aquellas flautas mágicas que le hablaban de un lejano país donde reinaban el olvido y la tranquilidad. Con cada nueva melodía era como si el hechizo se hiciese más fuerte para él, y su realeza le parecía cada vez más una cosa odiosa; la misma grandeza de su palacio le oprimía y le ahogaba. No podía soportar por más tiempo el yugo de sus obligaciones, aunque estuviese cubierto de pesadas joyas, y envidió locamente el despreocupado destino de un pastor de cabras.
Al atardecer despidió a los servidores que le atendían y se quedó solo, charlando con el flautista.
—Condúceme a tu país —le dijo—, para que yo también pueda vivir como un sencillo pastor.
Envuelto en un muftí, para que su pueblo no pudiese reconocerle, el rey salió a escondidas del palacio por un portillo sin vigilancia, acompañado del flautista. La noche, como un monstruo informe que bajara a modo de cuerno el creciente de la luna, se agazapaba por detrás de la ciudad, pero en las calles las sombras eran derrotadas por el flamear de una miríada de fanales. Amero y su guía no tuvieron ningún problema al dirigirse a la oscuridad exterior. Y el rey no añoraba el trono que dejaba, aunque en la ciudad vio el continuo paso de los féretros cargados con las víctimas de la peste, y desde las sombras se elevaban rostros desvaídos por el hambre, como acusándole de cobardía. No les prestó atención; sus ojos sólo contemplaban el sueño de un verde y silencioso valle en un país perdido más allá del turbio fluir del tiempo con sus destrozos y su tumulto.
Ahora, mientras Amero seguía al negro flautista, descendió sobre él una repentina oscuridad y titubeó, presa de la duda y de una confusión extrañas. Las luces callejeras parpadearon y expiraron rápidamente en la penumbra. El fuerte murmullo de la ciudad desapareció en un vasto silencio y, como el trastocamiento de algún sueño desordenado, parecía que las altas casas se derrumbaban sin hacer ruido y desaparecían haciéndose una con las sombras, al tiempo que las estrellas brillaron sobre unas murallas derruidas. La confusión inundó los pensamientos y los sentidos de Amero, un negro estremecimiento de desolación recorrió su corazón y se vio a sí mismo como alguien que había conocido el lapso de largos años vacíos y la pérdida del mayor esplendor, alguien que ahora se encontraba rodeado por la más extrema antigüedad y decadencia. Su olfato percibía un seco olor a moho, como el que la noche arranca de las viejas ruinas, y comprendió, como algo que había sabido antes y que ahora recordaba oscuramente, que el desierto era el dueño de la orgullosa capital de Shathair.
—¿Adónde me has traído? —gritó Amero al flautista.
Por toda réplica escuchó una risotada que parecía el estruendo de un trueno burlesco. La embozada forma del pastor de cabras se destacaba como una torre en la oscuridad, cambiando, creciendo, hasta que su silueta se transformó en la de un guerrero gigantesco cubierto con una armadura negra. Extraños recuerdos se amontonaron en la mente de Amero y, oscuramente, pareció recordar algo de una vida anterior... De alguna forma, en algún lugar, durante cierto tiempo, él había sido el cabrerizo de sus sueños, contento y despreocupado...; de alguna forma, en algún lugar, había entrado en un extraño jardín brillante y comido una fruta de color oscuro de la sangre...
Entonces, como envuelto en la llamarada de un relámpago infernal, lo recordó todo y conoció a la poderosa sombra que se elevaba ante él, supo que era un Terminus preparado en el Infierno. Bajo sus pies estaba el pavimento agrietado de la terraza al lado del mar y las estrellas por encima de la cabeza del mensajero eran las que preceden a Canopus, aunque el propio Canopus estuviese bloqueado para sus ojos por el hombro del Demonio. En algún punto de la polvorienta oscuridad, un leproso reía y tosía roncamente, vagabundeando por el ruinoso palacio donde, en un tiempo, los reyes de Calyz habían tenido su morada. Todas las cosas estaban igual que habían estado antes de hacer el trato por el cual un reino desaparecido había sido conjurado por los poderes del Infierno.
La angustia asfixiaba el corazón de Xeethra, como las cenizas de las piras funerarias ya consumidas y el polvo de los montones de ruinas. De forma sutil y múltiple le había tentado el Demonio para llevarle a la perdición. No sabía con certeza si aquellas cosas habían sido un sueño, magia negra o realidad, ni si habían sucedido una vez o a menudo. Al final sólo quedaban polvo y miseria, y él, el doblemente maldito, tendría que recordar y llorar siempre por todo lo que había perdido.
—He perdido el trato que había hecho con Thasaidón —le gritó al mensajero—. Coge ahora mi alma y llévala ante él, en el lugar donde, apartado de todos, se sienta sobre su trono de bronce perpetuamente ardiente, porque quiero cumplir mi promesa hasta el fin.
—No hay ninguna necesidad de coger tu alma —dijo el mensajero con un runruneo siniestro como el de una tormenta alejándose en medio de la desolación de la noche—. Quédate aquí con los leprosos, o regresa con Pornos y sus cabras, como quieras. Eso importa poco. En cualquier momento y en cualquier lugar, tu alma formará parte del oscuro imperio de Thasaidón.
“Añorando la muerte, cada vez más alejados del dolor; es dulce y suave el amor animado por las sombras, la felicidad que los amantes muertos prueban en Naat, al otro lado del oscuro océano”.
Canción de los esclavos de las galeras.
Yadar, el príncipe de un pueblo nómada que habitaba la región semidesértica conocida como Zyra, había seguido, a través de muchos reinos, una pista, a menudo mucho más engañosa que las alas rotas de una mariposa. Durante tres lunas había buscado a su prometida, Dalili, a quien los mercaderes de esclavos de Sha-Karag, veloces y atrevidos como los halcones del desierto, habían robado del campamento de la tribu, junto con otras nueve doncellas, mientras Yadar y sus hombres cazaban las gacelas negras de Zyra. Fiero fue el duelo de Yadar, y más veloz todavía su ira, cuando al anochecer regresó a las destrozadas tiendas. Entonces había prometido con un solemne juramento encontrar a Dalili, fuese en un mercado de esclavos, en un burdel o en un harén, muerta o viva, al día siguiente o tras el paso de los grises años.
Disfrazado de mercader de alfombras, con cuatro de sus hombres ataviados de igual guisa, y ayudado únicamente por el cotilleo de los bazares, había ido de una capital a otra a través del continente de Zothique. Uno a uno sus seguidores habían ido muriendo, bien a causa de extrañas fiebres o debido a la dureza del viaje. Después de mucho vagabundeo al azar siguiendo rumores falsos, había llegado, solo, a Oroth, un puerto occidental situado en el país de Xylac.
Allí oyó algo que quizá se refiriese a Dalili: la gente de Oroth todavía hablaba sobre la partida de una rica galera que llevaba a una encantadora muchacha procedente de lejanas tierras y que respondía a su descripción. La esclava había sido comprada por el rey de Xylac y enviada al emperador de Yoros, un reino situado lejos, hacia el sur, como un regalo que sellaba un pacto entre ambos países.
Yadar, con esperanzas ahora de encontrar a su bienamada, tomó pasaje en un barco que estaba a punto de emprender la navegación hacia Yoros. La nave era una pequeña galera mercante, cargada de trigo y vino, que navegaría costeando, siguiendo de cerca el sinuoso litoral occidental de Zothique, sin aventurarse nunca a perder de vista la tierra firme. En un claro día azul de verano, partió de Oroth con todos los augurios de un viaje seguro y tranquilo. Pero a la tercera mañana después de salir del puerto, un viento tremendo se levantó repentinamente, soplando desde la baja costa que estaban bordeando por entonces, acompañado de una oscuridad como la de una noche cubierta de nubes que no permitía ver ni el mar ni el cielo; la nave fue arrastrada muy lejos, navegando a ciegas con la ciega tempestad.
Después de dos días, la enloquecedora furia del viento cesó y pronto no fue más que un vago susurro, los cielos se aclararon y una brillante bóveda de azur se extendió de horizonte a horizonte. Pero en ningún lugar había tierra a la vista, sólo un desierto de agua que continuaba rugiendo y arremolinándose violentamente, aunque no había viento, dirigiéndose hacia el oeste formando una corriente demasiado rápida y fuerte para que la nave pudiese vencerla. Así la galera fue arrastrada hacia adelante de forma irresistible por aquella extraña corriente, como por un huracán.
Yadar, que era el único pasajero, estaba grandemente maravillado ante este hecho y le sobresaltó ver el lívido terror que había aparecido en los rostros del capitán y los tripulantes. Y mirando de nuevo hacia el mar, observó un extraño oscurecimiento de las aguas que, de momento a momento, adquirían un tono parecido al de sangre vieja, mezclado con más y más oscuridad, aunque el sol brillaba sin mácula por encima de sus cabezas. Por tanto, interrogó al capitán, un hombre de barba gris procedente de Yoros y llamado Agor, que había surcado el océano durante cuarenta veranos, y el capitán le contestó:
—Cuando la tormenta nos llevó hacia el oeste he comprendido que hemos sido atrapados por esa terrible corriente marina que los marineros llaman el río Negro. La corriente nos empuja y acelera su curso cada vez más, hasta llevarnos al lugar más alejado donde se pone el sol, donde se despeña desde el borde del mundo. Ahora entre nosotros y ese extremo final no hay tierra alguna, excepto la maldita isla de Naat, llamada también la Isla de los Nigromantes. Yo no sé qué destino sería peor, si naufragar en esa isla infame o precipitarse en el espacio arrastrados por las aguas desde el límite de la tierra. Para hombres vivos como nosotros no hay retorno desde ninguno de esos dos lugares. Y nadie sale de la isla de Naat, excepto los malvados hechiceros que la habitan y los muertos que son resucitados y controlados por sus brujerías. Cuando quieren, los magos navegan hacia otras costas en naves mágicas que remontan el río Negro, y para cumplir con sus siniestros deseos, además de su magia emplean a los muertos, que nadan sin pausa durante días y noches hacia donde los amos les envíen.