Authors: Clark Ashton Smith
A ratos, y durante un breve espacio de tiempo, su sueño le abandonaba y era simplemente un sencillo cabrero perdido en tierras extranjeras que añoraba las estériles colinas de Cincor. Después, recordaba su reino una vez más y los opulentos jardines de Shathair y los orgullosos palacios, los nombres y los rostros de aquellos que le habían servido a la muerte de su padre, el rey Eldamaque, y durante su propia sucesión al trono.
Hacia mediados del invierno, en la lejana ciudad de Sha-Karag, Xeethra encontró unos vendedores de amuletos de Ustaim que sonrieron en forma extraña cuando les preguntó si podían indicarle el camino a Calyz. Haciéndose guiños unos a otros cuando les habló de su rango real, los mercaderes le dijeron que Calyz estaba situado a varios cientos de leguas detrás de Sha-Karag, bajo el sol oriental.
—Salve, oh rey —dijeron con ceremoniosa burla—. Largo y feliz reinado en Shathair.
Xeethra se sintió muy alegre al oír, por primera vez, mencionar su perdido reino y sabiendo por fin que era algo más que un sueño o un ataque de locura. Sin detenerse por más tiempo en Sha-Karag, siguió su viaje con toda la prisa posible...
Cuando la primera luna de la primavera era una frágil creciente, supo que había alcanzado su destino. Canopus brillaba alto en el cielo oriental, sobresaliendo gloriosamente sobre las estrellas más pequeñas en la forma en que la había visto una vez desde la terraza de su palacio en Shathair.
Su corazón saltó con la alegría de la vuelta al hogar, pero se sentía muy sorprendido de lo salvaje y estéril de la región que estaba atravesando. Parecía no haber viajeros entrando y saliendo de Calyz y sólo se encontró con unos pocos nómadas que huyeron ante su proximidad como las criaturas que viven de desechos. El camino estaba cubierto por hierbas y cactos y las únicas rodadas eran las huellas de las lluvias del invierno. Además de todo esto, llegó a un mojón de piedra esculpido en la forma de un león rampante que había servido para señalar el límite occidental de Calyz. Los rasgos del león habían desaparecido, las garras y el cuerpo estaban cubiertos por líquenes y parecía como si largas eras de desolación hubiesen pasado sobre él. Un frío desmayo nació en el corazón de Xeethra, porque hacía solamente un año, si su memoria le era fiel, que él había pasado cabalgando junto a aquel león, cazando hienas con su padre Eldamaque, y entonces había observado lo reciente de la escultura.
Después, desde el alto borde de la señal, contempló Calyz, que se había extendido como una larga voluta verde al lado del mar. Para asombro y consternación suyas, los amplios campos estaban secos como si fuese ya otoño, los ríos eran delgados hilillos que se perdían en la arena, las colinas estaban tan desnudas como las costillas de momias desenterradas, y no había mas verdor que el escaso que presenta un desierto en primavera. A lo lejos, junto al océano color púrpura, creyó ver el resplandor de las marmóreas cúpulas de Shathair y, temiendo que el conjuro de una magia hostil hubiese caído sobre su reino, apresuró el paso hacia la ciudad.
Mientras vagabundeaba, con el corazón enfermo, por todas partes en aquel día primaveral vio que el imperio del desierto estaba bien establecido. Los campos estaban vacíos, los pueblos desiertos. Las cabañas se habían desmoronado formando montones de escombros que parecían estercoleros y parecía como si mil estaciones de sequía hubiesen agostado las plantaciones de frutales, dejando únicamente unos cuantos tocones, negros y putrefactos.
A la caída de la tarde entró en Shathair, que había sido la blanca señora del mar Oriental. Las calles y el puerto estaban igualmente vacíos y el silencio se enseñoreaba de los destrozados tejados y las ruinosas murallas. Los grandes obeliscos de bronce verdeaban a causa de la antigüedad, los masivos templos de mármol dedicados a los dioses de Calyz se inclinaban y parecían a punto de caerse.
Sin prisas, como alguien que teme confirmar algo que espera, Xeethra llegó al palacio de los monarcas. El palacio le esperaba no como él lo recordaba, una gloria de altanero mármol medio velado por almendros en flor, árboles de especias y fuentes de altos chorros, sino como una completa ruina entre unos jardines devastados, mientras el fugaz e ilusorio rosa del atardecer se desvanecía sobre sus cúpulas, dejándolas muertas como mausoleos.
Durante cuánto tiempo aquel lugar había yacido en desolación no podría decirlo. La confusión le invadió y fue dominado por la más completa desorientación y desesperación. Parecía que no quedaba nadie para saludarle entre las ruinas, pero acercándose a las puertas del ala oeste vio un revoloteo de sombras que parecían desprenderse de la penumbra bajo el pórtico, y varios seres ambiguos, vestidos con harapos podridos, se acercaron a él andando de costado y reptando sobre el hendido pavimento. Al moverse se desprendieron algunos fragmentos de sus vestiduras y sobre ellos flotaba un horror innombrable de suciedad, mugre y enfermedad. Cuando estuvieron más cerca, Xeethra vio que a la mayoría les faltaba algún miembro o rasgo y que todos estaban marcados por la carcoma de la lepra.
Su garganta se cerró y no podía hablar. Pero los leprosos le saludaron con gritos ásperos y agudos graznidos como si le considerasen otro apátrida que había llegado para reunirse con ellos en su morada entre las ruinas.
—¿Quiénes sois vosotros que vivís en mi palacio de Shathair? —preguntó al fin—. ¡Miradme! Soy el rey Amero, el hijo de Eldamaque, y acabo de volver de un país lejano para reocupar el trono de Calyz.
Cacareos y risitas horribles surgieron entre los leprosos al oír esto.
—Nosotros somos los únicos reyes de Calyz —dijo uno de ellos al joven—. El país ha estado desierto durante siglos y hace mucho que la ciudad de Shathair está despoblada, excepto por aquellos como nosotros que hemos sido expulsados de otros lugares. Joven, eres bienvenido a compartir el reino con nosotros, porque otro rey, más o menos, no tiene importancia.
De esta forma, con obscenas risotadas, los leprosos se rieron de Xeethra y se burlaron de él, que de pie entre los oscuros fragmentos de su sueño no encontraba palabras para contestarles. Sin embargo, uno de los leprosos más ancianos, casi sin piernas y sin rostro, no compartía el regocijo de sus amigos, sino que parecía meditar y reflexionar. Por fin le dijo a Xeethra con voz que surgía roncamente del negro agujero de su hueca boca:
—Yo he oído algo de la historia de Calyz y los nombres de Amero y Eldamaque me son familiares. En períodos ya pasados, algunos de los gobernantes tenían esos nombres, pero no sé cuál de ellos era el padre y cuál el hijo. Felizmente, ambos están ahora enterrados, junto al resto de su dinastía, en las profundas cámaras bajo el palacio.
Otros leprosos emergieron de la sombría ruina a la grisácea luz del atardecer y se reunieron alrededor de Xeethra. Al oír que reclamaba el trono del desolado reino, algunos se alejaron y volvieron al poco tiempo, portando vasijas llenas de agua podrida y víveres enmohecidos que ofrecieron a Xeethra, inclinándose profundamente como si representasen la pantomima de unos chambelanes sirviendo a un monarca.
Asqueado, Xeethra se apartó de ellos, aunque estaba hambriento y sediento. Huyó por los jardines cenicientos, entre los secos caños de las fuentes y los arriates cubiertos de polvo. A sus espaldas oía el odioso alboroto de los leprosos, pero el sonido se hizo más débil y le pareció que ya no le seguían. Rodeando el amplio palacio en su huida no encontró más criaturas como aquéllas. Los portales del ala sur y del ala este estaban oscuros y vacíos, pero no se molestó en entrar allí, sabiendo que la desolación y cosas peores eran los únicos ocupantes.
Totalmente aturdido y desesperado, llegó ante el ala oriental y se detuvo en medio de la oscuridad. Confusamente y con un sentido de lejanía como si estuviese soñando, se dio cuenta de que se encontraba en la terraza sobre el mar que había recordado tantas veces durante su viaje. Los antiguos emplazamientos de las flores estaban desnudos, los árboles se habían podrido dentro de sus consumidos maceteros y las enormes losas del pavimento estaban hendidas y rotas. Pero los velos del atardecer eran más tiernos sobre la ruina, el mar suspiraba como antaño bajo un sudario purpúreo y la poderosa estrella de Canopus trepaba por el este, mientras las estrellas menores todavía se veían tenues a su alrededor.
El corazón de Xeethra estaba amargo, creyéndose a sí mismo un soñador perseguido por un sueño fútil. Quiso alejarse del enorme resplandor de Canopus como de una llama demasiado brillante para poder soportarla, pero antes de que pudiese dar media vuelta le pareció que una columna de sombra, más oscura que la noche y más espesa que ninguna nube, surgía de la terraza delante de él y se elevaba hasta bloquear la refulgente estrella. La sombra crecía de la piedra sólida, sobresaliendo alta y colosal y adquiriendo la silueta de un guerrero en su armadura; daba la impresión de que el guerrero contemplaba a Xeethra desde una gran altura con ojos que brillaban y giraban como bolas de fuego en la oscuridad de su rostro bajo el casco.
Confusamente, como alguien que recuerda un viejo sueño, Xeethra recordó un muchacho que había apacentado cabras en unas colinas agostadas por el verano y que, un día, había encontrado una caverna que se abría como si fuese un portal sobre una tierra extraña y maravillosa. Vagabundeando por allí, el muchacho había comido un fruto color sangre oscura y había huido aterrorizado ante los gigantes de negras armaduras que vigilaban el jardín. De nuevo fue aquel muchacho, pero al mismo tiempo era el rey Amero, que había buscado su reino perdido a través de muchos países y, hallándolo al fin, sólo había encontrado la abominación de la ruina.
Ahora, mientras el temblor del cabrero, culpable de robo y allanamiento, luchaba en su alma con el orgullo del rey, escuchó una voz que rodaba por los cielos, como el trueno de una alta nube en una noche primaveral.
—Soy el emisario de Thasaidón, quien me envía, a su debido tiempo, a todos los que han atravesado las entradas inferiores y han robado la fruta de su jardín. Ningún hombre que haya comido esta fruta quedará de allí en adelante igual que antes; pero la fruta trae el olvido a algunos y a otros la memoria. Sabe pues que, en otra vida, hace siglos, fuiste realmente el joven Amero. El recuerdo, al ser muy fuerte en ti, ha borrado la imagen de tu vida actual y te ha impulsado a buscar tu antiguo reino.
—Si esto es cierto, entonces soy dos veces desgraciado —dijo Xeethra, inclinándose desconsolado ante la sombra—. Ya que, siendo Amero, no tengo trono ni reino, y, como Xeethra, no puedo olvidar mi anterior realeza y recobrar la tranquilidad que conocí cuando era un simple cabrero.
—Escucha con atención, puesto que hay otro medio —dijo la sombra con voz que cambiaba como el murmullo de un distante océano—. Thasaidón es el amo de todas las hechicerías y regala dones mágicos a aquellos que le sirven y le reconocen como su señor. Ríndele homenaje, prométele tu alma y es seguro que el Demonio te recompensará a cambio. Si ése fuese tu deseo, puede resucitar de nuevo el pasado con su nigromancia. Podrás reinar otra vez sobre Calyz como el rey Amero y todas las cosas estarán como estaban en los años pasados; los rostros muertos y los campos, ahora desiertos, florecerán de nuevo.
—Acepto el trato —dijo Xeethra—. Juro lealtad a Thasaidón y le prometo mi alma, si él, a cambio, me devuelve mi reino.
—Queda algo que decir —siguió la sombra—. Tú no has recordado tu vida anterior completamente, sino únicamente los años correspondientes a tu juventud actual. Volviendo a vivir como Amero, quizá con el tiempo lamentes tu realeza; si esto te ocurriese y te llevase a olvidar las obligaciones de un monarca, entonces toda la nigromancia terminará y se desvanecerá como el humo.
—Que así sea —dijo Xeethra—. Acepto esto también como parte del trato.
Cuando estas palabras terminaron dejó de ver la sombra que sobresalía sobre Canopus. La estrella llameaba con un resplandor primigenio, como si ninguna nube la hubiese oscurecido nunca y, sin percepción alguna de cambio o transición, el que estaba contemplando la estrella no era otro que el rey Amero, y el cabrerizo Xeethra, el emisario y la promesa hecha a Thasaidón fueron como rosas que nunca habían existido. La ruina que había caído sobre Shathair no era más que el sueño de algún profeta loco, porque en el olfato de Amero el perfume de lánguidas flores se mezclaba con los aromas salidos del mar, y en sus oídos el grave murmullo del océano era taladrado por el amoroso llanto de las liras y las agudas risas de las esclavas provenientes de palacio a sus espaldas. Oyó la miríada de ruidos de la ciudad nocturna, donde su pueblo banqueteaba y se regocijaba y, apartándose de la estrella con un dolor místico y una oscura alegría en su corazón, Amero contempló los relucientes pórticos y ventanas de la casa de su padre y la luz de mil antorchas que llegaban hasta muy lejos y que hacían palidecer a las estrellas a su paso sobre Shathair.
En las viejas crónicas está escrito que el rey Amero reinó durante muchos años de prosperidad. La paz y la abundancia habían caído sobre el reino de Calyz, ni la sequía llegó del desierto, ni llegaron tempestades violentas del océano, y de las islas tributarias y de países lejanos enviaban tributo a Amero en las estaciones que él ordenaba. Y Amero estaba contento, habitando fastuosamente en salones cubiertos de ricos tapices, comiendo y bebiendo realmente y escuchando las alabanzas de sus flautistas, chambelanes y amantes.
Cuando su vida había sobrepasado un poco los años centrales, asaltaba a veces a Amero algo de esa saciedad que está al acecho de los favoritos de la fortuna. En esos momentos se apartaba de los empalagosos placeres de la corte y encontraba placer en las flores, las hojas y los versos de los viejos poetas. De esta forma mantenía a raya al aburrimiento, y puesto que los deberes de la realeza descansaban ligeramente sobre sus hombros, Amero continuaba pensando que reinar era una cosa agradable.
Entonces, a finales de un otoño, pareció como si las estrellas estuviesen desastrosamente dispuestas para Calyz. Fiebres malignas, plagas y epidemias se extendieron como si cabalgasen sobre las alas de algún dragón invisible. La costa del reino fue atacada y completamente saqueada por los piratas. Por el oeste, las caravanas que entraban y salían de Calyz fueron asaltadas por indomables bandas de ladrones y ciertas feroces gentes del desierto declararon la guerra a los pueblos que se encontraban cerca de la frontera meridional. El país se llenó de muerte y turbulencia, de lamentaciones y miseria.