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Authors: Clark Ashton Smith

Zothique (13 page)

Sin embargo, mientras recorría las primeras revueltas de la catacumba pareció que no iba a encontrar nada más aborrecible que recipientes de carroña y polvo amontonado por los siglos, nada más formidable que la profusión de sarcófagos que bordeaban las repisas de piedra profundamente excavadas, sarcófagos que habían permanecido en su lugar y sin ser molestados desde el tiempo de su colocación. Seguramente el sueño de todos los muertos y la nulidad de la muerte eran inviolables aquí.

La reina casi dudaba de que Thulos la hubiese precedido por allí hasta que, volviendo la luz hacia el suelo, distinguió las huellas de sus escarpines, esbeltos y de largas puntas, sobre el espeso polvo entre las huellas dejadas por los sepultureros toscamente calzados. Y vio que las huellas de Thulos señalaban únicamente en una dirección, mientras las de los otros iban y volvían claramente.

Entonces, a una distancia indefinida entre las sombras, Xantlicha oyó un sonido en el que se mezclaba el débil gemido de una mujer presa del amor con un rechinar como el de los chacales sobre la carne. La sangre se heló en su corazón mientras avanzaba paso a paso lentamente, asiendo la daga con una mano, que escondía a sus espaldas, y sosteniendo con la otra la luz por delante. El sonido se hizo más alto y más claro y le llegó un perfume semejante al de las flores en una tibia noche de junio: pero mientras continuaba avanzando, el perfume se mezclaba cada vez más con una pestilencia sofocante, como no había conocido nunca, con un toque de olor a sangre fresca.

Unos cuantos pasos más y Xantlicha se detuvo como si la hubiese detenido el brazo de un demonio, porque la luz de su farol había encontrado el rostro y la parte superior del cuerpo de Thulos saliendo por el extremo de un sarcófago, nuevo y recién bruñido, que ocupaba un pequeño espacio entre otros, verdes por el orín. Una de las manos de Thulos se agarraba rígidamente al borde del sarcófago, mientras la otra mano, moviéndose débilmente, parecía acariciar una vaga forma que se inclinaba sobre él con brazos de la blancura del jazmín, a la estrecha luz del fanal, y negros dedos que se hundían en su pecho. Su cabeza y su cuerpo parecían un caparazón vacío y su mano colgaba sobre el borde de bronce, tan delgada como la de un esqueleto. Todo su aspecto era exangüe, como si hubiese perdido más sangre de la que era evidente en su garganta y rostro destrozados y en su empapado atuendo y chorreante cabello.

La cosa que se inclinaba sobre Thulos emitía incesantemente aquel sonido que era medio gemido y medio gruñido. Y mientras Xantlicha quedaba petrificada por el miedo y el horror, pareció escuchar un indistinto murmullo, proveniente de los labios de Thulos, que era más de éxtasis que de dolor. El murmullo cesó y la cabeza colgó más flojamente que antes, de forma que la reina le tomó por, finalmente, muerto. Ante esto, reunió tal airado coraje que se sintió capaz de dar un paso más y elevar la luz, porque, incluso en su extremo pánico, se le ocurrió que, por medio de la daga envenenada mágicamente, quizá pudiera todavía acabar con la cosa que había asesinado a Thulos.

Zigzagueando, la luz subió y subió, descubriendo, pulgada a pulgada, la infamia que Thulos había acariciado en la oscuridad... Subió hasta las barbillas cubiertas de sangre y el colmilludo y entrecruzado orificio que era mitad boca y mitad pico..., hasta que Xantlicha supo por qué el cuerpo de Thulos era un simple caparazón encogido... en lo que la reina vio no quedaba de Ilalotha nada más que los blancos y voluptuosos brazos y la vaga silueta de unos pechos humanos que por momentos se disolvían y se convertían en pechos que no lo eran, como arcilla moldeada por un escultor demoniaco. Los brazos también comenzaron a cambiar y a oscurecerse, y mientras lo hacían, la moribunda mano de Thulos se agitó de nuevo y se dirigió torpemente, en un movimiento acariciante, hacia el horror. Y la cosa no pareció prestarle atención, sino que retiró los dedos de su pecho y tendió por encima suyo unas extremidades que se extendían enormemente, como para clavárselas a la reina o acariciarla con sus engarfiadas garras.

Fue entonces cuando Xantlicha dejó caer el fanal y la daga y salió corriendo de la tumba, poseída por las sacudidas y las agudas e interminables risas de una locura incurable.

EL TEJEDOR DE LA TUMBA

Las instrucciones de Famorgh, cincuenta y nueve rey de Tasuun, estaban detalladas detenidamente y, además, no podían ser desobedecidas sin incurrir en penas que convertirían la muerte en una cosa agradable. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, tres de los más valientes servidores del rey, saliendo por la mañana del palacio de Miraab, discutían con ligero parecido a la jocosidad si, en su caso, la obediencia o la desobediencia serían el mal más terrible.

El encargo que acababan de recibir de Famorgh era tan extraño como desagradable. Tenían que visitar Chaon Gacca, sede de los reyes de Tasuun en tiempos inmemoriales, que se encontraba a más de noventa millas al norte de Miraab y, descendiendo a las cámaras sepulcrales bajo el ruinoso palacio, tenían que encontrar y llevar a Miraab lo que quedase de la momia del rey Tnepreez, fundador de la dinastía a la que pertenecía Famorgh. Nadie había entrado en Chaon Gacca durante siglos y la conservación de los muertos en sus catacumbas no era segura, pero aunque solamente quedase el cráneo de Tnepreez, el hueso de su dedo meñique, o el polvo de la momia si ésta se había desintegrado, los guerreros tenían que recogerlo cuidadosamente, guardándolo como una reliquia sagrada.

—Ésta es una misión para hienas más que de guerreros —gruñó Yanur entre su barba negra en forma de azada—. Por el dios Yululún, guardián de las tumbas, que me parece mala cosa molestar a los pacíficos muertos. Y, verdaderamente, no es bueno que los hombres entren en Chaon Gacca, donde la muerte ha erigido su capital y ha reunido a todos los espíritus para que le rindan homenaje.

—El rey debiera haber enviado a sus embalsamadores —opinó Grotara.

Era el más joven y más grande de los tres, llevándoles una cabeza completa a Yanur o a Thirlain Ludoch y, como ellos, era un veterano de guerras salvajes y peligros desesperados.

—Sí, dije que era una misión para hienas —insistió Yanur—. Pero el rey sabía muy bien que ningún mortal en todo Miraab, excepto nosotros, se atrevería a entrar en las malditas tumbas de Chaon Gacca. Hace dos siglos el rey Mandis, que deseaba recuperar el espejo de oro de la reina Avaina para su concubina favorita, envió a dos valientes para que descendiesen a las tumbas, donde la momia de Avaina se sienta majestuosa, en una tumba aparte, sosteniendo el espejo en su mano reseca... Y los guerreros fueron a Chaon Gacca..., pero no volvieron. Y el rey Mandis, puesto sobre aviso por un adivino, no intentó por segunda vez conseguir el espejo, sino que satisfizo a su amante con otro regalo.

—Yanur, tus cuentos deleitarían a los que están esperando el hacha del verdugo —dijo Thirlain Ludoch, el mayor del trío, cuya castaña barba había adquirido el color del cáñamo debido a los soles del desierto—. Pero a mí no me gustan. Es conocimiento vulgar que las catacumbas están habitadas por cosas peores que los cadáveres o los fantasmas. Hace largo tiempo, unos extraños demonios vinieron del loco y nefando desierto de Dloth, y he oído contar que los reyes abandonaron Chaon Gacca a causa de ciertas sombras que aparecían a mediodía en los salones del palacio, sin ninguna forma visible que las proyectase, y no se marchaban de allí, sin cambiar a pesar de los cambios de iluminación y totalmente inmunes a los exorcismos de los sacerdotes y de los hechiceros. Los hombres dicen que la carne de todo el que se atreviera a tocar esas sombras, o pisar sobre ellas, se volvía negra y pútrida como la carne de los cadáveres de meses, todo en un solo segundo. A causa de tales cosas, cuando una de las sombras llegó y se colocó sobre su trono, la mano derecha del rey Agmeni se pudrió hasta la muñeca y cayó al suelo como el desecho de un leproso... Después de eso nadie quiso vivir en Chaon Gacca.

—En verdad, yo he oído otras historias —dijo Yanur—. El abandono de la ciudad fue debido principalmente al fallo de los pozos y las cisternas, de las que el agua había desaparecido después de un terremoto que dejó el país sembrado de grietas tan profundas como el Infierno. El palacio de los reyes fue hendido por una de estas grietas y el rey Agmeni fue presa de una violenta locura cuando inhaló los vapores infernales que salían de la hendidura. Nunca volvió a estar completamente sano, en su vida posterior, después del abandono de Chaon Gacca y la construcción de Miraab.

—Ésa es una historia que puede ser creída —dijo Grotara—. Y seguramente hay que pensar que Famorgh ha heredado la locura de su antepasado Agmeni. Mi pensamiento es que la casa real de Tasuun se pudre y se desliza a la ruina. Las prostitutas y los hechiceros hormiguean en el palacio de Famorgh como los gusanos en la carroña, y ahora, en esta princesa Lunalia de Xylac, a quien ha tomado por esposa, ha encontrado una prostituta y una bruja juntas. Nos ha enviado en esta misión por deseo de Lunalia, que necesita la momia de Tnepreez para sus propios e impíos propósitos. Tnepreez, he oído, fue un gran mago en sus tiempos y Lunalia se serviría de la poderosa virtud de sus huesos y cenizas para la confección de sus filtros. ¡Bah! No me gusta la misión de traer esto. Hay bastantes momias para que la reina confeccione las pociones que enloquecen a sus amantes. Famorgh está completamente embrutecido y es engañado.

—Ten cuidado —le advirtió Thirlain Ludoch—, porque Lunalia es un vampiro que desea siempre a los jóvenes y a los fuertes..., y tu turno puede llegar pronto, oh Grotara, si la fortuna nos hace volver con vida de esta expedición. La he visto mirándote.

—Antes copularía con una lamia salvaje —protestó Grotara, lleno de virtuosa indignación.

—Tu aversión no te ayudaría —dijo Thirlain Ludoch—... porque conozco a otros que han bebido las pociones... Pero nos estamos acercando al último puesto donde venden vinos de Miraab y mi garganta ya está seca de antemano con el pensamiento de este viaje. Necesitaré una frasca entera de vino de Yoros para quitarme el polvo.

—Tú lo has dicho —asintió Yanur—. Yo ya estoy tan seco como la momia de Tnepreez. ¿Y tú, Grotara?

—Beberé cualquier cosa, con tal que no sean los filtros de la reina Lunalia.

Montados sobre rápidos e incansables dromedarios, y seguidos por un cuarto camello que llevaba a la espalda un ligero sarcófago de madera para la acomodación del rey Tnepreez, los tres guerreros dejaron pronto atrás las brillantes y ruidosas calles de Miraab y los campos de sésamo, los huertos de albaricoques y granados que se extendían durante millas alrededor de la ciudad. Antes del mediodía dejaron la ruta de las caravanas y tomaron un camino usado pocas veces por alguien, excepto los leones y chacales. Sin embargo, el camino a Chaon Gacca era claro, porque las rodadas de las viejas carretas estaban todavía profundamente marcadas sobre el suelo del desierto, donde la lluvia no caía durante ninguna estación.

La primera noche durmieron bajo las frías y arracimadas estrellas, haciendo guardia por turnos, por miedo a que un león les cogiese por sorpresa, o a que alguna víbora reptase junto a ellos en busca de calor. Durante el segundo día pasaron entre colinas y barrancos que dificultaron su avance. Aquí no se oían los crujidos producidos por las serpientes o los lagartos, nada, excepto el sonido de sus propias voces y el arrastrar de los cascos de los camellos, rompía el silencio que lo envolvía todo como una muda maldición. De cuando en cuando veían unas ramas de cactos resecas por los siglos, o los agujeros de árboles quemados por relámpagos inmemoriales sobre los calcinados repechos, reflejados contra el oscurecido cielo.

El segundo atardecer les encontró a la vista de Chaon Gacca, que alzaba sus desmoronadas murallas a una distancia de menos de cinco leguas en un ancho valle abierto. Acercándose entonces a un santuario de Yuckla, el pequeño y grotesco dios de la risa, que se encontraba a un lado del camino, se alegraron de no tener que continuar aquel día, refugiándose en el ruinoso santuario por miedo a los vampiros y demonios que quizá habitasen en la vecindad de aquellas ruinas malditas. Habían traído con ellos desde Miraab un pellejo lleno del fuerte vino de Yoros del color del rubí, y aunque la piel estaba ahora vacía en sus tres cuartos, al atardecer derramaron una libación sobre el altar roto y rogaron a Yuckla que les diese cuanta protección pudiese contra los demonios de la noche.

Durmieron sobre las desgastadas y frías losas cerca del altar, turnándose para la vigilancia, como la noche anterior. Grotara, que hizo la tercera guardia, contempló por fin cómo palidecían las estrellas y despertó a sus compañeros, en una aurora que parecía un remolino de cenizas entre la oscuridad negra como el carbón.

Después de una escasa comida de higos y carne de cabra seca, reanudaron su viaje, conduciendo sus camellos por el valle y avanzando en zigzag sobre las pendientes llenas de piedras cada vez que se acercaban a las fracturas abismales sobre la tierra y la roca. Estos rodeos hicieron que su aproximación a las ruinas fuese lenta y tortuosa. El camino estaba festoneado por los troncos de árboles frutales que habían perecido hacía tiempo y por corrales y granjas donde ni la hiena tenía ya su guarida.

A causa de sus muchas vueltas y desviaciones, cuando cabalgaron por las resonantes calles de la ciudad era bien entrado el mediodía. Las sombras de las ruinosas mansiones se pegaban a sus paredes y puertas como desgarrados mantos purpúreos. Por todas partes eran visibles los rastros de un terremoto y las grietas en las avenidas y las mansiones desmoronadas servían para testificar la verdad de las historias que Yanur había oído refiriéndose a la razón del abandono de la ciudad.

Sin embargo, el palacio de los reyes era todavía preeminente entre los otros edificios. Un montón venido abajo lucía su ceño de oscuro pórfido sobre una baja acrópolis en el barrio septentrional. Para hacer esta acrópolis, una colina de sienita roja fue despojada del suelo que la recubría en tiempos antiguos y había sido labrada en altas murallas circulares, rodeadas por un camino que subía lentamente hasta la cima. Siguiendo este camino, y cuando se acercaban a las puertas del patio, los servidores de Famorgh llegaron ante una fisura que interceptaba el paso desde la muralla al precipicio, abriéndose en el acantilado. La sima tenía menos de una yarda de ancho, pero los dromedarios retrocedieron ante ella. Los tres desmontaron, y dejando que los camellos esperasen su vuelta, saltaron con agilidad sobre la grieta. Grotara y Thirlain Ludoch, que llevaban el sarcófago, y Yanur, que llevaba el pellejo, pasaron bajo la destrozada barbacana.

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