Authors: Clark Ashton Smith
Phariom vaciló ante aquel lúgubre umbral porque los olores mezclados de la carne quemada y podrida eran más pesados en el aire, como si estuviera más cerca de sus fuentes, y el espeso zumbido parecía ascender de una oscura escalera en el suelo, al lado de la pared izquierda. Pero la habitación, según todas las apariencias, estaba desprovista de vida y no se movía nada, excepto las ondulantes luces y sombras. En el centro percibió la silueta de una amplia mesa, esculpida en la misma piedra negra que el edificio. Sobre la mesa, medio iluminadas por la luz de las urnas o escudadas en la sombra de las pesadas columnas, yacían lado a lado unas cuantas personas, y Phariom supo que había encontrado el altar negro de Mordiggian donde estaban dispuestos los cadáveres reclamados por el dios.
En su pecho, un salvaje y asfixiante temor luchaba con la esperanza más fuerte. Se acercó a la mesa temblando y le invadió una frialdad pegajosa, producida por la presencia de los muertos. La mesa tenía casi treinta pies de largo y se alzaba a la altura de la cintura, sostenida por una docena de sólidas patas. Comenzando por el extremo más cercano, recorrió la fila de cadáveres, escudriñando temerosamente los rostros vueltos hacia arriba. Estaban representados ambos sexos y muchas edades y rangos diferentes. Nobles y ricos mercaderes se apiñaban junto a los mendigos de sucios harapos. Algunos estaban recién muertos y otros, parecía, llevaban días allí, comenzando a mostrar señales de descomposición. En la ordenada fila se veían muchos huecos, lo que sugería que algunos cadáveres habían sido retirados de allí. Phariom continuó en la débil luz, buscando los amados rasgos de Elaith. Al fin, cuando se acercaba al extremo más lejano y había comenzado a temer que ella no estuviera entre ellos, la encontró.
Yacía como antes sobre la fría piedra, con la palidez y tranquilidad de su extraña enfermedad. Un gran alivio invadió el corazón de Phariom, porque se sintió seguro de que ella no estaba muerta y de que en ningún momento había despertado a los horrores del templo. Si pudiese llevarla lejos de los odiosos alrededores de Zul-Bha-Sair sin que nadie le detuviera se recobraría de esa enfermedad tan parecida a la muerte.
Despreocupadamente, advirtió que otra mujer yacía al lado de Elaith y la reconoció como la hermosa Arctela, a cuyos portadores había seguido casi hasta la entrada del templo. No le dirigió una segunda mirada, sino que se inclinó para elevar a Elaith en sus brazos.
En aquel momento oyó un murmullo de voces bajas en la dirección de la puerta por la que había entrado al santuario. Pensando que quizá alguno de los sacerdotes habría vuelto, se puso a gatas rápidamente y reptó bajo la enorme mesa que resultaba ser el único escondite accesible. Retirándose a las sombras, fuera del resplandor de las majestuosas urnas, esperó y miró entre las patas de la mesa, tan gruesas como los pilares.
Las voces se hicieron más altas y vio las curiosas sandalias y las cortas túnicas de tres personas que se acercaron a la mesa de los muertos y se detuvieron en el mismo lugar donde él había estado unos cuantos minutos antes. No podía adivinar quiénes serían, pero sus vestiduras de rojo claro y oscuro no eran los atavíos de los sacerdotes de Mordiggian. No estaba seguro si le habían visto o no, y acurrucándose en el espejo bajo la mesa sacó su daga de la vaina.
Entonces pudo distinguir tres voces, una solemne y untuosamente imperativa, otra algo gutural y gruñona, y la tercera estridente y nasal. El acento era extranjero, distinto del de la gente de Zul-Bha-Sair, y las palabras a menudo extrañas para Phariom. Además, parte de la conversación le era inaudible.
—... Aquí... en el extremo —decía la voz solemne—. Rápido...; no tenemos tiempo que perder.
—Sí, amo —oyó la voz gruñona—. Pero ¿quién es esa otra...? Ciertamente es muy hermosa.
Se desarrolló lo que parecía una discusión, en tonos discretamente bajos. Aparentemente, el poseedor de la voz gutural quería algo a lo que los otros dos se oponían. El escucha sólo podía distinguir una palabra o dos de vez en cuando, pero se enteró de que el nombre de la primera persona era Vemba-Tsith y que el otro, que hablaba con una estridencia nasal, era Narghai. Al final se hicieron claramente audibles por encima de los otros los graves acentos del hombre al que llamaban únicamente amo.
—No lo apruebo de buena gana... Retrasará nuestra partida... y las dos tendrán que montar en el mismo dromedario. Pero cógela, Vemba-Tsith, si puedes pronunciar tú solo los conjuros necesarios. Yo no tengo tiempo para una doble invocación... Será una buena prueba de tu eficiencia.
Un murmullo de gracias o reconocimientos salió de Vemba-Tsith. Después la voz del amo:
—Ahora callaos y daos prisa.
A Phariom, que se preguntaba vagamente inquieto la importancia de este coloquio, le pareció que dos de los tres hombres se acercaban más a la mesa, como si se inclinasen hacia los muertos. Oyó un crujido de tela sobre la piedra, y unos instantes después vio que los tres se marchaban entre las columnas y las estelas, en una dirección opuesta a aquella por la que habían entrado en el santuario. Dos de ellos llevaban unos bultos que brillaban pálida e indistintamente en las sombras.
Un negro horror atenazó el corazón de Phariom, porque adivinó con toda claridad la naturaleza de aquellos bultos... y la posible identidad de uno de ellos. Rápidamente, salió trepando de su escondite y vio que Elaith había desaparecido de la mesa negra, junto con la muchacha Arctela. Vio que las sombrías figuras se desvanecían en la penumbra que envolvía la pared occidental de la cámara. No podía saber si los raptores eran vampiros, o algo peor, pero les siguió rápidamente, olvidado de toda precaución en su preocupación por Elaith.
Alcanzando la pared, encontró la boca de un corredor y se zambulló en su interior sin dudarlo. Delante, en algún punto, vio el vago resplandor de una luz. Después oyó un siniestro rechinar metálico y el resplandor se estrechó hasta quedar reducido a una ranura luminosa, como si la puerta de la cámara de donde provenía hubiese sido cerrada.
Siguiendo la pared a ciegas, llegó a aquella ranura de luz escarlata. Una puerta de bronce cubierta de manchas oscuras había sido dejada entornada y Phariom contempló un escenario extraño y nefando, iluminado por las llamas sangrientas que cambiaban constantemente de altura y nacían de unas altas urnas sostenidas por pedestales oscuros.
La habitación estaba llena de una lujuria sensual que armonizaba extrañamente con la oscura y fúnebre piedra de aquel templo de muerte. Había lechos y alfombras de materiales soberbios: bermellones, dorados, azules plateados y ricos incensarios de metales desconocidos en las esquinas. En un lado, una mesa baja estaba cubierta de curiosas botellas y extraños utensilios, tales como los que son utilizados en medicina o magia.
Sobre uno de los lechos yacía Elaith, y cerca, en otro, había sido depositado el cuerpo de la muchacha Arctela. Los raptores, cuyos rostros contempló Phariom en aquel momento por primera vez, estaban muy ocupados con extraños preparativos que le dejaron sumamente perplejo. Su impulso de invadir la habitación fue reprimido por una especie de maravilla que le mantuvo extasiado e inmóvil.
Uno de los tres, un hombre alto y de edad madura a quien identificó como el amo, había reunido varios extraños recipientes, incluyendo un pequeño brasero y un incensario, y disponiéndolos en el suelo ante Arctela. El segundo, un hombre más joven, de ojos lujuriosos, había dispuesto unos instrumentos similares delante de Elaith. El tercero, que era también joven y de aspecto siniestro, sólo los contemplaba con aire inquieto y aprensivo.
Phariom adivinó que los hombres eran hechiceros cuando, con una destreza nacida de la larga práctica, encendieron los incensarios y los braseros y comenzaron simultáneamente a entonar unas palabras rítmicamente medidas en un extraño lenguaje, acompañadas por la aspersión, a intervalos regulares, de unos aceites negros que caían sobre las brasas de los braseros con un gran silbido elevando enormes nubes de un humo perlado. Oscuros hilos gaseosos serpenteaban de los incensarios, entrelazándose como venas a través de las vagas y malformadas figuras, semejantes a gigantes fantasmales, formadas por los humos más ligeros. El hedor de los bálsamos, intolerablemente punzante, llenó la cámara, asaltando y perturbando los sentidos de Phariom hasta que la escena tembló ante sus ojos y adquirió una amplitud imaginaria, una distorsión producida por los narcóticos.
Las voces de los nigromantes subían y bajaban como si estuviesen recitando algún salmo sacrílego. Imperiosos y exigentes, parecían implorar la consumación de una blasfemia prohibida. Como fantasmas en procesión, retorciéndose y arremolinándose con una vida maligna, los vapores se elevaron sobre los lechos donde yacían la muchacha muerta y la que mostraba la apariencia exterior de la muerte.
Entonces, mientras los vapores, bullendo siniestramente, se apartaban. Phariom vio que la pálida figura de Elaith se había agitado como un durmiente que despertase, que había abierto los ojos y estaba elevando una débil mano del suntuoso lecho. El nigromante más joven dejó de cantar interrumpiendo abruptamente una cadencia, pero los solemnes tonos del otro continuaron y un hechizo en las piernas y sentidos de Phariom le impidieron moverse.
Lentamente, los gases se adelgazaron como en una desbandada de fantasmas. El que lo estaba viendo todo, vio que la muchacha muerta, Arctela, se ponía en pie como una sonámbula. El cántico de Abnón-Tha, de pie ante ella, llegó sonoramente a su final. En el tremendo silencio que siguió, Phariom oyó un débil grito de Elaith y después la jubilosa y profunda voz de Vemba-Tsith, que se inclinaba sobre ella.
—¡Observa, Abnón-Tha! ¡Mis conjuros son más veloces que los tuyos, porque la que yo he elegido se despierta antes que Arctela!
Phariom salió de su parálisis, como si hubiese desaparecido un fatal encantamiento. Empujó la poderosa puerta de oscurecido bronce, que rechinó sobre sus goznes con sonidos de protesta. Con la daga en la mano, se precipitó en la habitación.
Elaith, con los ojos dilatados por una penosa confusión, se volvió hacia él e hizo un inútil esfuerzo por levantarse del lecho. Arctela, muda y sumisa ante Abnón-Tha, parecía no advertir nada, excepto la voluntad del mago. Era una bella autómata sin alma. Los hechiceros se volvieron cuando Phariom entró y saltaron con una agilidad instantánea a su encuentro, desenvainando las cortas espadas, cruelmente curvadas, que todos ellos llevaban. Narghai arrancó la daga de los dedos de Phariom con un rápido golpe, que desgajó la fina hoja de la empuñadura, y Vemba-Tsith, con el arma preparada para descargarla, hubiese matado prontamente al joven si Abnón-Tha no hubiese intervenido ordenándole detenerse.
—Quiero saber el significado de esta intrusión —dijo el mago—. En verdad eres atrevido al entrar en el templo de Mordiggian.
—He venido a buscar a esa muchacha que yace ahí —declaró Phariom—. Ella es Elaith, mi esposa, que fue reclamada injustamente por el dios. Pero dime, ¿por qué la has traído a esta habitación desde la mesa de Mordiggian, y qué tipo de hombres sois vosotros que resucitáis a los muertos, como habéis resucitado a esta otra mujer?
—Yo soy Abnón-Tha, el nigromante, y estos otros son mis discípulos, Narghai y Vemba-Tsith. Dale las gracias a Vemba-Tsith, que realmente ha hecho regresar a tu esposa de las moradas de la muerte con una habilidad que sobrepasa a la de su maestro. ¡Se despertó antes de que la invocación hubiese terminado!
Phariom contempló a Abnón-Tha con implacable sospecha.
—Elaith no estaba muerta, sino únicamente en trance —advirtió—. No es la magia de tu seguidor lo que la ha despertado. Y, la verdad, el que Elaith esté viva o muerta no es asunto que concierna a nadie excepto a mí mismo. Permítenos partir, porque deseo marcharme con ella de Zul-Bha-Sair, donde sólo estamos de paso.
Al decir esto volvió la espalda a los nigromantes y se inclinó sobre Elaith, que le contemplaba con ojos borrosos, pero que musitó su nombre débilmente mientras él la oprimía en sus brazos.
—Bueno, esto es una coincidencia asombrosa —dijo Abnón-Tha, zalameramente—. Mis seguidores y yo también planeamos abandonar Zul-Bha-Sair y partimos esta misma noche. Quizá nos honraréis con vuestra compañía.
—Te lo agradezco —dijo Phariom rudamente—. Pero nuestros caminos quizá no vayan juntos. Elaith y yo queríamos ir hacia Tasuun.
—Por el negro altar de Mordiggian que esto es otra coincidencia aún más extraña, ya que Tasuun también es nuestro destino. Nos llevamos con nosotros a la muchacha resucitada, Arctela, a la que he considerado como demasiado bella para el dios de los muertos y sus vampiros.
Phariom adivinó la oscura maldad que se escondía detrás de las untuosas y burlonas frases del nigromante. Además, vio el signo furtivo y siniestro que Abnón-Tha había hecho a sus seguidores. Sabía bien que no le permitirían salir del templo con vida, porque los estrechos ojos de Narghai y Vemba-Tsith, que le observaban de cerca, resplandecían con el rojo deseo de matar.
—Vamos —ordenó Abnón-Tha imperioso—. Ya es hora de partir.
Se volvió hacia la inmóvil figura de Arctela y pronunció una palabra desconocida. Con ojos vacíos y pasos noctámbulos, ella le siguió pegada a sus talones mientras él se dirigía hacia la puerta abierta. Phariom había ayudado a Elaith a ponerse en pie y le susurraba palabras de confianza en un esfuerzo para dulcificar el creciente horror y la confusa alarma que veía en sus ojos. Podía caminar, aunque lenta y en forma insegura. Vemba-Tsith y Narghai retrocedieron haciendo señas de que ella y Phariom les precedieran, pero Phariom, percibiendo su intento de matarle tan pronto como les diese la espalda, obedeció involuntariamente y miró desesperado a su alrededor en busca de algo que pudiese utilizar como arma.
Uno de los braseros de metal, lleno de brasas humeantes, estaba a sus pies. Se inclinó rápidamente, lo cogió en la mano y se volvió hacia los nigromantes. Tal y como había sospechado, Vemba-Tsith se acercaba sigilosamente con la espada levantada, ya a punto de golpearle. Phariom arrojó de lleno el brasero y su reluciente contenido a la cara del hechicero y Vemba-Tsith cayó con un grito terrible y ahogado. Narghai, gruñendo ferozmente, saltó atacando al indefenso joven. Su cimitarra resplandeció siniestramente a la lívida luz de las urnas, mientras la echaba hacia atrás para descargar el golpe. Pero el arma no cayó, y Phariom, fortaleciéndose contra la muerte que le amenazaba, se dio cuenta de que Narghai miraba a sus espaldas, como si estuviera petrificado por la visión del espectro de alguna Górgona.