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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (12 page)

Una vez más. Tercera.
«Répétez, répétez»,
me decía Mme. Dupond, «hasta que sea la pieza la que obre en su sentimiento y no su sentimiento el que fuerce la pieza. Y recuerde que en Bach, en el clave, no puede expresarse sentimiento alguno
».
Un perfecto refugio.

Mi padre que forcejea con ese picaporte, que asesta patadas a la puerta de la cocina. Si encuentran ahí a alguien, ¿qué le harán? ¿Qué le dirán? ¿Cómo podré soportar la vergüenza? Una vez, hace poco, después de que pelearon, me esperó agazapado tras la puerta de la cocina: «Es como dicen en la televisión: cuando se acaba el amor empieza la agresión», me dijo. La amenaza, el peligro, no me dejaba imaginar en qué consistiría esa
agresión.
¿Y no lo sabré ahora, si entran a la casa y la encuentran a Diana? ¿Pero a mí, qué me harán? Ya no sabría arriesgarlo: porque entiendo que él me haya obligado a dejar la Escuela de Estética. Que me haya llevado un día al Instituto de Cultura Alemana y me haya preguntado si quería estudiar allí —y que se haya entristecido cuando dije que no, que prefería tocar el piano. Pero, ¿por qué me preguntó, el día en que encontró un álbum de música hebrea que me compré en Aquí la música, si quería convertirme al judaísmo? ¿Por qué dije que sí? ¿Por qué sentí que sí? ¿Por qué me ilusioné con la idea de volverme judío? ¿Por qué no insistí después, cuando mi madre se enfureció al enterarse de semejante locura? Quizá, cuando las Kuperman vuelvan y encuentren su puerta rota, creerán que soy como él. Ya no podré morir con ellas en el campo. Ya no seré como Ana. Y ese será el castigo.

«R
ÉPETEZ
, répétez».
Pero ya no hay excusa para seguir tocando. Alargo cuanto puedo el acorde final para no oír el silencio —no volver a ser, yo mismo, una nota perdida en los ruidos confusos de la noche, según una partitura que nunca escuché entera.

Dios mío, qué vergüenza. ¿Qué diré cuando mi madre vuelva adentro y me pregunte qué pasa? ¿Qué es eso de tocar el piano mientras otros se juegan? ¿Por qué dejaste solo a tu padre o al menos no me defendiste? La miraré pensando, porque no tengo palabras que cuenten lo que vi: «Eso que pasa al lado, mamá, es nuestra derrota».

Lenta, sigilosamente, despego las manos del teclado. Un tipo, detrás de mí, ha estado escuchándome, y tose para que me vuelva. Salto y me mira fijo, Itaka en mano.

—Lindo —me dice—. Lindo.

Y un ruido lo distrae.

Ahí sí vuelve mi padre. ¿Sabe él que lo he visto y que sé
demasiado
? Si lo sabe, o lo ha olvidado o no le importa.

Su orgullo, su postura, que ya sé inolvidable, me esclarece: yo parezco salido de una película yanqui, de una mala película, a favor de los judíos; en fin, de una ficción, que es casi como decir: de una fantasía o una mentira. Pero él viene de un pasado secreto y muy real, que revivió esta noche; por eso siempre decía, del nazismo, «lo viví», aunque no, no haya estado en Alemania. Sí, es la realidad, que parecía no conocer, la que ha venido a buscarlo y lo ha conquistado, lo ha invadido.

Y quizá también, cuando ahora vuelvan, él dirá: «Mi pibe me avergüenza, castíguenlo». ¿Y cuál será el castigo? Me echarán del cubículo secreto y empezará la vida. Y saldré a un mundo horrendo sin lugar para mí.

Pero cuando mi madre llega entonces y nos mira, por Dios, se paraliza.

Porque esa mirada de mi padre, ¿no es la misma que tengo después de haber tocado?

Por eso, cuando los tipos por fin se van y se cierra la puerta, ella, azorada, nos pregunta:

—¿Qué hicieron? —y se siente excluida.

Nunca le hemos parecido a tal punto padre e hijo.

M

2010

Desperté y no era el mismo. No lo era el pasado.

Solo por ese exceso que no me podía explicar. Que nunca había recordado, precisamente, porque no habría podido explicármelo.

En verdad, ¿qué justificaba que
mi padre
hubiera pateado la puerta? ¿O no sabían los otros patearla? Que lo hubieran obligado me resultaba inverosímil. ¿Se había ofrecido él, ya que los otros tenían las manos ocupadas con sus armas?

¿O acataba un viejo reglamento aprendido en la
ESMA
memorizado, también, como una partitura?

Y con aquellos ojos. Ojos de estar haciendo lo que más se ha deseado. Y los otros detrás, admirados: ¿de qué?

¿De que un viejo todavía pudiera? ¿De que un ciudadano común, por causas todas suyas, pudiera volverse un soldado más feroz que ellos mismos? En todo caso, mi padre, ¿lo sabía? ¿Daba ese espectáculo, como quien toca el piano? ¿Y qué satisfacción le procuraba el aplauso?

Como sea, no creo que pensara que el futuro sería de otros que de los militares, ni que él tuviera lugar en un mundo distinto. Como todo buen soldado, luchaba sin pensar en el resultado final de la batalla.

Pero, ¿sabía mi padre, al fin, a qué daba esa puerta? ¿Qué
sabía
mi padre, aquella noche? Esa furia en sus ojos me decía que sabía mucho más. ¿Pero qué?

Se dice —dicen los abogados, por ejemplo, de los genocidas, en los Juicios por la Verdad: y es su principal argumento para pedir su absolución— que no se puede juzgar una época según los criterios de otra. Que no puede entenderse la guerra en términos de paz.

Pero hay un
demasiado,
un exceso que ni la guerra admite y que puede leer hasta un chico como yo era. Aunque no pueda entenderlo y aunque esa incapacidad lo obligue a sepultar ese recuerdo dentro de sí por más de treinta años.

Para protegerme de ese recuerdo yo había adherido a las víctimas. Quería ir aprendiendo un abecedario que por fin me ayudaría a contármelo, tolerablemente, algún día.

Mientras tanto había tenido que vivir aparentando que mi terror no existía. Porque además, si yo hubiera actuado de otra manera, si hubiera mostrado eso que él había hecho, o si tan solo me hubiera mostrado como familiar de un marino, las víctimas, estoy seguro, me habrían expulsado.

¿Por qué es tan difícil recordar esa época? ¿Simplemente porque en ella sucedían cosas monstruosas? ¿O porque yo había sido testigo de que cualquiera puede convertirse en un monstruo y eso es lo intolerable?

Pablo Salem puede ayudarme, me dije, aquella noche, recordando al alumno que estaba por llegar. Quizá pueda decirme si, después de tantos años, ha llegado por fin el tiempo del testigo.

P
ABLO
S
ALEM
. Abogado. Tiene, como Miki, la edad de estos recuerdos: pero Pablo no recuerda a su padre ni a su madre, secuestrados pocos días después de que él nació. Su abuela paterna lo crió, ahogada y acogida en el silencio de un pueblo de la provincia de Buenos Aires —porque de su desgracia aún no se podía hablar. Cuando ella murió, Pablo llegó a La Plata. Los padres de su madre se hicieron cargo de él.

Fue el fin de su infancia, si había tenido una. La abuela del pueblo, aunque ausente y sonámbula en la espera de sus hijos, era buena y hermosa, y había agradecido que Pablo existiera. Sus abuelos de aquí, en cambio, eran gente burguesa que encaró su crianza, no a desgana, como en tantos casos, sino como una mezquina oportunidad de ajustar cuentas: «Me decían que mi viejo le había lavado el cerebro a mi mamá, que por culpa de ‘ese negrito’ había entrado en la guerrilla».

Desde que empezó a formar parte de
HIJOS
, en el ‘96, Pablo se negó a volver a ver a estos abuelos. «Y los viejos», argumenta Pablo, «tampoco han demostrado extrañarme demasiado…». Aunque él haya llegado a ser un abogado prestigioso, secretario de un juez, y se haya casado con una chica de familia aristocrática y sienta por el gobierno, y acaso por el mundo entero, un odio feroz, los viejos no lo quieren.

Yo ese odio lo siento cada jueves. Pero sigo dándole clases sin saber bien por qué, quizá como un sucedáneo de lo que alguna vez entendí como militancia, o una de esas misiones católicas que enseñaba a emprender el colegio marista: padecer al malvado para volverse santo.

Pablo llegó a mí recomendado por otros hijos; quería escribir cuentos, me dijo, sobre «nuestra historia». Nuestra historia es, para él, casi exclusivamente, la historia de sus padres desaparecidos. Son cuentos pretenciosos, y por fuerza, fallidos: porque además Pablo no tiene paciencia para leer literatura; no soporta la ambigüedad de la literatura. La función que él otorga a escribir, a imaginar, no es buscar la ambigüedad de la vida, oh no: es aniquilarla.

En uno de esos cuentos, un militante de
HIJOS
, poeta como Pablo, a fuerza de leer una y otra vez el ejemplar de los
Versos del Capitán
que su padre leía por el tiempo en que se lo llevaron, comprende que los subrayados componen un mensaje, que indican el lugar de su última cita: es una villa miseria. Y cuando, con secreta esperanza de encontrar a su padre, él acude en su auto último modelo, unos villeros inverosímiles —porque, quiera que no, Pablo solo sabe cosas de su familia— lo secuestran, humillando una a una sus idealizaciones.

En otro de los cuentos, un militante de
HIJOS
, electricista de oficio, ingresa en un partido de choque, y se ofrece para ejecutar una acción muy riesgosa; la acción al fin fracasa y lo encarcelan, y él resiste y provoca, como esperan sus compañeros; y cuando al fin se disponen a pasarle picana, comprende que durante toda su vida —con su oficio curioso, con esa militancia— no ha hecho otra cosa que propiciar este momento, cuando al fin descubrirá si su padre pudo pensar en él en su último instante, si de bebé él había tenido, para su padre, alguna importancia.

Cuando, para explicarle concretamente no recuerdo qué procedimiento técnico, le propongo hacer un ejercicio simple sobre una anécdota familiar que, en lo posible, no tenga que ver con los desaparecidos, de modo que nada lo distraiga al momento de pensar en la técnica, Pablo se traba, no consigue decir nada. No sabe, descubre. De su familia no sabe nada que no sea su tragedia.

Pero no se avergüenza de su incapacidad, al contrario, parece complacido de encontrar más pruebas de que alguien que alguna vez quiso cambiar la realidad, ignora por completo lo que la realidad sea.

Y por eso Pablo no soporta oír hablar de nadie vinculado con derechos humanos. En sus relatos, cuando aparece una Madre, es loca e infatuada: patética en su ignorancia de que el combate no es para amas de casa. Cuando aparece un antropólogo forense, por ejemplo, es feo, irritantemente ingenuo, insoportablemente compasivo, porque, además, a Pablo toda piedad lo humilla. Cuando aparecen los
HIJOS
, de la primera época, esos militantes como él fue, los que reivindicaban la lucha revolucionaria de sus padres y se decían sus herederos, Pablo los muestra como chicos bien, burgueses privilegiados por las indemnizaciones.

Y sin embargo, pienso, gracias a todas esas personas que despreciás estás hoy aquí. Gracias a ellas estoy yo también aquí, escuchándote.

Pero él, ¿qué es lo que reivindica? La lógica anterior a la lógica de los derechos humanos: la de la guerra. Las imágenes más incómodas de sus padres, que suele enumerar como quien da un puñetazo a mi alma sensible: un guerrillero que, en el ‘76, sabiéndose cercado, se encierra en su casa, electrifica los picaportes de la puerta de entrada, riega con nafta pisos y paredes, y se sube a la terraza donde por fin se pega un tiro cuando está seguro de que ha hecho morir a siete milicos. «En memoria de ese caído me pusieron mi nombre», dice, sonriendo. «¡Y mis abuelos creían que era por Neruda…!»

Se lo ha contado un compañero de su padre, alguien que sigue concibiéndose, ante todo, un
ex combatiente
que, desde entonces, permanece en la clandestinidad.

Finalmente, una semana después de haberle pedido una anécdota, Pablo accede a contarme una historia de su abuela: «Desde la mesa de torturas, mientras le exigían que cantase dónde estaba uno de sus hijos, por detrás de las voces de los torturadores, creyó reconocer la tos de mi papá. Poco antes de que la dejaran en la terminal de ómnibus con un pasaje para volver a Bragado y una culpa feroz de no atreverse a volver a ese lugar, y una pregunta demasiado grande para cualquier ser humano».

Y es el recuerdo de esa anécdota lo que me lleva, ahora, a contarle todo sobre Diana Kuperman, a pensar que él puede ayudarme, quizá, a entender un poco. Eso, y el hecho de que, como Diana Kuperman, Pablo sea, sí, fatalmente, distinto.

S
I ME HUBIERA
atrevido a denunciar lo que sucedió esa misma noche, habría dicho que Pablo Salem llegó media hora tarde, a eso de las nueve, con dos botellitas de cerveza y tres paquetes enormes de papas fritas: después de todo un día de trabajo, encaraba la clase como una fiesta. Abrió sus carpetas, desparramó hojas colmadas de correcciones.

Pero antes de que él pudiera decir nada le hablé de la novela que pensaba escribir sobre «la chica que habían llevado de aquí, de pared por medio». Y le dije que ese mismo día la había llamado por teléfono.

—¿Y para qué la llamaste? —se alzó Pablo en un gesto de sarcástica perplejidad (¿una confusa reacción de territorio invadido? ¿Celos porque nunca ha podido hacer eso con su padre? ¿Desprecio porque yo no soy digno de mezclarme con esa gente?)—. ¿Para qué…?

(Y es una humillación que, sin embargo, no siento. Sé que lo que no entiende, lo que yo no entiendo, es lo único importante: estoy dispuesto a pagar, a cambio, el precio de su agresión.)

—No sé —admití—. Así es escribir: ir buscando lo que no sabés que existe.

El ríe falsamente. Sé que me ha declarado la guerra, pero todavía pienso que esa guerra me ayuda a pensar mejor en todo lo que me pasa.

Pero, en verdad, ¿para qué la llamé? ¿Para encontrar, todavía, una víctima inocente? ¿Para probarme, en medio de un mundo tan contaminado por el mal, que la inocencia es posible, aunque esté destinada al sacrificio, a la muerte? ¿Para no aceptar, en fin, un mundo más complejo que el que viví en mi infancia?

—Me conmovió muchísimo esto del caso Papel Prensa —explico—. Aquella historia de…

—¿Pero por qué no se dice que los Graiver tenían el dinero de Montoneros?

Y sé que si lo dejo seguir hablará del secuestro de los hermanos Born. De los sesenta millones de dólares que los Montoneros consiguieron arrancarles: el rescate más alto pagado nunca a ninguna organización.

—Porque no es ese el tema —le digo cuando Pablo vuelve de mi cocina adonde, como parte del castigo, ha ido sin permiso a buscar un destapador y un plato donde poner sus papitas—. El tema es
el horror.

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