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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (13 page)

¿Por qué me niego a pensar, yo también, claramente en el fenómeno del terrorismo? ¿Porque entre mis recuerdos encuentro solamente lo que sufrieron las víctimas?

—Imaginate —casi suplico, invocando sin decirlo a su propia abuela—. Diana Kuperman no es una política. Es una señora común, ajena a toda militancia, y se le nota al hablar… Es de otro palo.

—Del palo de la contabilidad… —interrumpe Pablo, tan sumario como Coca cuando le conté, por la mañana, que había vuelto a hablar con Diana.

Pero ¿qué dios dictó ese mandamiento: no tendrás dinero, no aspirarás a él? ¿O habrá otro que dice, más precisamente: no aspirarás a nada más que lo que se concedió, a cada uno, al principio de los tiempos, o harás que se reinicie la batalla inicial?

—¿Te imaginás? —insisto, como si no lo hubiera escuchado—. Un militante podía estar preparado. Pero esta mujer, de golpe, del hospital en que está internada se la llevan y la dejan ahí, escuchando cómo torturan a otros…

Pero, ¿por qué no puedo aceptar la versión más simple y generalizada por esos tiempos: que los Graiver —y probablemente Diana— eran gente sin escrúpulos, codiciosos al punto de aceptar un dinero manchado de sangre?

Y de pronto, cuando alzo la vista, comprendo que algo logré con mi embate: Pablo ha trocado su sarcasmo por una especie de seriedad profesional, como si al fin se aplicara a la clase —después del desvío absurdo que lo obligué a hacer—, y me concede:

—Es raro —confiesa—. Estuve intentando escribir esa anécdota que te conté la otra vez. Pero, ¿sabés? Yo que puedo pensar, imaginar y hablar acerca de mis viejos, yo que de hecho no hago otra cosa, no puedo ni pensar en la tortura de mi abuela. Ni pensar. No puedo.

Y de pronto comprendo que, en verdad, a Pablo sus padres no le importan nada. Que está atravesado por el discurso de su abuela, de la mujer que, como Diana, de golpe, se vio en medio del horror más puro. Pablo, al morir su abuela, debe de haber sentido que tenía que reemplazarla; que debía ser su continuación, en la idealización de sus hijos y de los desaparecidos y en el reclamo —hasta que por fin comprendió que esa misión era demasiado pesada para cualquiera. Y quizá aún hoy se pelea con el recuerdo de su abuela, como nunca se atrevió a pelear en la mesa familiar, como si esa mesa existiera, o más aún: como si él nunca se hubiera levantado de ella.

Lo cierto es que lo que yo quiero escribir nunca se discutió en su mesa. Tiene que ver con lo que llaman realidad —lo que no es asequible. Eso que yo iba a enfrentar tan pronto Pablo se fuera.

Si me hubiera animado a denunciar, digo, habría declarado que la clase de aquel día terminó más temprano, aunque no recuerdo exactamente el motivo: creo recordar, vagamente, que haber puesto triste a Pablo tuvo su merecido, y yo decidí que él tampoco tenía derecho a pagar su salvación con la destrucción de quienes lo ayudaban.

Recuerdo que lo despedí enojado en la puerta, sabiendo que nunca más volvería, y que se subió a su auto de lujo y arrancó chirriando, sin mirar atrás: por eso, si lo convocara como testigo, de nada serviría.

Porque Pablo no había visto llegar a aquel autito blanco a toda velocidad, como para aprovechar que yo estaba en la puerta.

El comienzo, por fin, de mi propio interrogatorio.

N

1976

—¿Qué hicieron? —le pregunta mi madre.

Mi padre, en la cocina, en el mismo lugar donde una noche quiso ahorcarla —pero yo lo impedí— llena un vaso con agua, de espaldas a nosotros, que lo miramos fijo. Al cerrar la canilla, con algo de ritual —¿un altar la mesada?— se vuelve, todavía abstraído, apoya las nalgas contra el mármol y empieza a beber, lujosa, remilgadamente.

Se diría que el agua es el premio por lo que acaba de hacer. O mejor: que se ha ganado el derecho a beber el agua que toma.

Termina un primer trago. Los ojos miran, alto, como si oyera el silencio. Los ruidos han mermado en casa de las Kuperman; solo hay algunas voces, un tronar de transmisores, puertas de autos que se cierran —como el eco de un acorde que quedó sin resolver.

Pero él escucha otra cosa. ¿Qué recuerdos extraños que el agua le revive?

Yo temo abrir la boca como quien teme despertar a un sonámbulo. Despertarlo y que nos vea, a mi madre y a mí, y reconozca un resabio inesperado del mundo de las Kuperman. Y en un último e inesperado embate ejemplar, nos aniquile.

—¿Qué hicieron? —repite mi madre, con un último dejo de dureza en la voz.

Yo temo. Yo trato de inventar, como siempre que temo, un pretexto que aparte a mi madre de allí. Pero no se me ocurre.

—¿Qué pasó? —insiste mi madre cuando se acerca a la ventana y descubre, en el patio, entre las plantas, esa escalera de mano todavía apoyada en la medianera, la perra que husmea entre las ramas rotas, las huellas embarradas. Ha empezado a temer verdaderamente, mi madre, y sé que él lo disfruta.

¿Y si ella comprende, además, que yo sí he visto, y que no tengo valor para decir lo que he visto?

Mi padre pateando la puerta, rodeado por detrás por toda la patota —ellos, tan elegantes, y él en ropa de cama. Ellos jóvenes y altos y él viejo y aindiado. ¿Con qué expresión en los ojos, tras los anteojos negros? ¿Aprobación o burla?

—¿Antonio, me oís?

«Antonio», dice, y no «papi», como lo llama siempre. Así lo llamaría ella antes de que yo naciera. El nombre que figura en el pacto que yo desconozco.

Y al fin se oyen autos que arrancan y se alejan. Y mi padre, como imitándolos, se separa por fin de la mesada y hace ademán de irse, también, a seguir durmiendo.

—Qué hicieron —insiste ella, desplomándose en la mesa, como si ya empezara a adivinar.

—Yo qué sé —murmura mi padre mientras pasa irrevocablemente hacia su pieza para volver a acostarse y quizá sea verdad que, ahora que ha vuelto en sí, como si despertara, no le queda de lo hecho más que felicidad —ningún recuerdo.

«Yo qué sé», me repito: eso mismo me dijo, cuando yo era muy chico, la única vez que me atreví a preguntarle por su padre. «Yo qué sé» —y fue su forma de prohibirme, hasta hoy, que volviera sobre el tema.

Y de pronto no tolero la soledad junto a mi madre. Ahora yo debería decirle lo que vi. O al menos decirle por qué he tocado el piano. Aterrado, pregunto:

—¿Apago las luces del patio?

Y ella, que parece agotada, me responde:

—Sí, sí, arreglá todo. Y vamos a dormir.

S
ALGO AL PATIO
como a un escenario: hago el papel del vecino que no teme, ni supone que alguien lo está mirando. Avanzo hasta la escalerita de mano —y mientras la quito de la pared trato de escuchar algo en la casa de las Kuperman. No se oye nada. Pero mientras devuelvo la escalera al gabinete no puedo dejar de imaginar, de hacer hipótesis sobre lo que ha pasado.

Primera hipótesis.
Cuando los milicos llegaron, la señora Felisa estaba sola, ya dormida, en su cuarto. Aporrearon la puerta. Ella no quiso abrir. Tomó, en lo oscuro, el teléfono (¿y fue ese el error? ¿El que habrá llevado a entender a los milicos que había
alguien
en casa?
«No hables por teléfono nada de importancia»,
decía mi prima.
«Están todos intervenidos»
), cuando de pronto oye ruidos por el fondo. ¡Gracias a Dios!, se dice, Bazán viene en su ayuda, y empieza a bajar a oscuras la escalera que lleva a la cocina para recibirlo, cuando de pronto ve, por una ventanita que hay en el descanso, uno, dos, tres hombres armados que vienen con él, y por fin, al llegar a la cocina, la cara de Bazán en el marco de la puerta, aporreando el picaporte que se resiste. Los ojos de Bazán, su furia helada, la paralizan. Como si fueran de otro. Porque, ¿quién nos mira, Dios mío, por los ojos de un
goy
? ¿Y qué ven esos ojos en nosotros, que nosotros no somos, que nosotros no vemos, que nosotros ignoramos? Y la puerta, al fin, cede.

Hay ramas del gomero caídas por el piso, que alguno de los tipos arrancó para subir. Tomo del gabinete una enorme bolsa de arpillera y empiezo a recogerlas, dejando al descubierto las pisadas barrosas de toda la patota.

Segunda hipótesis.
La señora Felisa no estaba sola, no; estaba con Ruth, la hija menor, la artista. Ruth sabe muy bien qué pasa en el país —pero nunca ha hablado de eso con su madre, para no asustarla. Solo que hoy le han pasado un dato por teléfono, quizá la propia Diana, quizá ese mismo Goldenberg. Y mientras se aplica a romper agendas, a quemar carpetas, a traspapelar documentos, y la madre la mira, extrañada, Ruth trata de darle instrucciones que la señora Felisa entiende pero no logra retener. ¿Que no hable del trabajo de Diana? ¿Pero qué mal puede haber hecho Diana? ¿Y ante quién, por Dios, quién va a venir, por qué tanto terror, hija? Entonces suena el timbre. Ruth tiembla también, quiere tratar de calmar a su madre mientras busca una estrategia al estilo de su hermana (¿exigir orden del juez?), cuando una luz violenta las sorprende desde el fondo, y madre e hija bajan las escaleras hasta esa ventanita desde la que se ve el patio de Bazán, y la propia silueta del vecino aparece por sobre la medianera. Y ellas bajan creyendo que él también escapa de esos tipos que asoman detrás; pero al verlo venir hacia ellas sin nada que, oh no, se parezca al miedo, y abrir la puerta mosquitera y sacudir el picaporte y empujar la puerta de un golpe, se detienen, heladas. Porque es otro, ese hombre. Y cuando al ver que no consigue abrir él empieza a patear la puerta, ellas se repliegan con el cuerpo hacia sus cuartos, y con sus almas hacia un pasado oscuro, apenas iluminado por la repetición. Es otro, ese vecino, ¿pero quién? ¿Y quiénes son los que vienen detrás? Los nazis, pensarán ellas. Los nazis. Y entonces la puerta cede.

Y ahora tengo que borrar estas huellas de mi padre y esos tipos, las pisadas de barro que ensucian todo el patio; y abro la canilla, y empuño la manguera y les apunto y el chorro que las desarma y va borrando me hipnotiza como el pulso de una marea que va alisando la playa.

Tercera hipótesis.
Cuando tocan el timbre, dos, tres, cuatro timbres, cuando golpean la puerta, están, en casa, las tres Kuperman, la madre y las dos hijas, casi a oscuras. Dos duermen en sus cuartos o eso intentan. Solo Diana, la hija mayor, trabaja en su escritorio a la luz de una lámpara diminuta, para que nadie la vea. Porque nunca pensó que algo así podría sucederle. Ha sido el doctor Goldenberg, que acaso la ha llamado, quien le ha dicho que pasará a buscarla para decirle algo que preferiría no adelantar por teléfono. Y ella ya imagina qué es, aunque casi no se atreva a pensarlo. Diana es una abogada, no una subversiva. Confía en encontrar un amparo legal que la defienda. Repasa un manual, y quizá una agenda, y la guía telefónica. Quizá piensa en la
AMIA
, ¿no fue don Juan Graiver su presidente? Y entonces, cuando ese timbre atruena, corre a la ventana al tiempo que ordena a su madre, a su hermana, que se queden tranquilas, que ya se arreglará. Por un momento, al ver entre visillos la calle tomada, un camión del ejército en el camino Belgrano y tipos armados en todas las veredas, siente un alivio absurdo. Gracias a Dios, se dice, al menos no han venido
por ella,
es una razia de esas que arrasan una cuadra, quizá sospechen de esos estudiantes que viven o vivían aquí pared por medio, en casa de Bazán, y por los que el mismo Cavazzoni le preguntó una vez… Es entonces cuando, en efecto, escucha ruidos, pared por medio, y segundos después un ruido en la cocina, y baja. Y ve a Bazán que viene corriendo por el patio, y que empieza a dar patadas a la puerta; y detrás, ¡guiados por él!, llegan unos tipos; y alguien, allá atrás, incomprensiblemente —¿pero quién, sino el chico?— toca la
Polonesa
de Bach… Dios, se dice perpleja, ¿con qué monstruos convive? No bien se aclare todo, los denunciará. Pero, ¿por qué delito exactamente? Y solo cuando busca un nombre para este atropello y no lo encuentra, solo entonces, de un golpe, la desbarata el pánico. Y la puerta cede.

Y
O CIERRO
la canilla, enrollo la manguera y vuelvo a la cocina. Ahora es mi madre la que, apoyada en la mesada, desde el mismo lugar en que él quiso ahorcarla —pero yo lo impedí— mira
TV
sin ver.

Después de tanto como ha vivido, en secreto, con mi padre, ¿qué adivina? ¿Y adivina qué vi? Y en todo caso, ¿lo sabía? ¿Sabía que mi padre era capaz de algo así?

¿Y cómo se ve a sí misma? ¿Cómplice? ¿Informante? ¿Víctima?

O quizá va más lejos que mis propias hipótesis, quizá vaga por el mundo que yo, obsesionado por esa imagen de mi padre abriendo la puerta, no puedo imaginar.

De pronto advierte que he vuelto. Me mira fijamente. Yo temo que me pregunte o que note en mí eso que no quiero decirle.

Y me sigue mirando, como si de algún modo jamás me hubiera visto, como si solo ahora, en fin, me comprendiera —fruto de su extraña ligazón con ese hombre.

«Ay negrura…», dice, como quien pide perdón. Y yo le sonrío apenas, y al fin bajo la vista y sigo, otra vez, hacia el piano.

Miro la vereda por la ventana lateral, que ha quedado entreabierta. No veo a nadie en la calle.

¿Y qué pasará ahora, mañana, con nosotros y el barrio? Todos han visto todo: todos lo saben ya… Y si no han visto todo, cada uno lleva en sí un pedazo de infamia.

Han visto a los Bazán colaborar con la cana, contra las judías… ¿Entendieron quién soy, eso que yo mismo no entiendo?

Cuando paso junto al piano, el teclado parejo, la madera lustrosa, me dan ganas de llorar como ante un ataúd abierto, despliego sobre el teclado, como una mortaja, la funda con la lira y las borlas.

El mundo está en suspenso. ¿Y qué pasó con las Kuperman?

Cuarta hipótesis.
No la buscaban a ella, buscaban a un fugitivo. Por eso no parecen haberse quedado a esperarla. Buscaban a ese tal Goldenberg, de quien tendrían el dato de que se refugiaría aquí, pero ahora les han avisado que él cayó en otra parte.

Y de pronto, a mi espalda, los faros de un automóvil alumbran la calle oscura, barren el frente de mi casa, suben a la vereda. Son Ruth y la señora Felisa, y antes de que me vean corro a avisarle a mi madre. «Ahí llegaron», le digo con la emoción de un pariente que reencuentra a un familiar perdido, aunque quisiera decir: «No estaban adentro. Papá no les hizo nada». Y mi madre entiende todo porque se ilumina de alegría, y avanza a recibirlas.

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