«Pero perdón, doctora», le ruega el juez en un tono decididamente impaciente. «Le ruego que me ayude a ordenar lo que está diciendo. Le pido que me hable como quien va componiendo un expediente, ya que este no existe. Usted dice que fue…» «En ambulancia», se anticipa Diana, «todo el tiempo»
(y el juez intenta reencauzar su discurso pero ella ya no escucha, y de pronto ya no parece humano interrumpirla).
«Porque yo de aquel accidente había quedado ya con esta deficiencia (
y por primera vez comprendo que está en silla de ruedas).
No podía doblar la rodilla. Y entonces me sacan del hospital y me llevan al de Olmos y después a este lugar infecto de cero por cero, siempre en ambulancia…»
«¿En ambulancia?», interrumpe una abogada, a quien sin duda ese dato aporta una nueva línea de investigación. «Claro, yo no podía caminar.» «Y en silla de ruedas», trata de precisar la misma doctora. «No, no», dice Diana. «Nada de silla: upa. Siempre vendada, y en camisón y salto. Con ese mismo deshabillé con que había entrado al Hospital Italiano. Casi dos años así. Casi dos años.»
Y
O TENÍA
que dejar de leer, cada tanto, en aquel locutorio. Hacía rato que había debido levantarme y correrme de una vez al Café Tortoni, donde mis compañeros ya estarían preocupándose por mí.
De entre toda esa maraña de hechos, una imagen me imantaba con la fuerza inconfundible de la poesía: una mujer de ojos vendados en bata y camisón, llevada de aquí para allá por la noche del mundo. Oyéndola.
En la caja, la dueña del locutorio charlaba ostentosamente con una chica que atendía el mostrador de lotería —y hablaba contra la presidenta de la Nación, por supuesto. Aseguraba que pronto, en la próxima elección, volvería a ganar; y la dueña explicaba que el pueblo estaba «embrujado por la demagogia» y «enloquecido por todo eso de los desaparecidos». Yo no sé desatender charlas así, pero era estimulante sentirse, por una vez, parte del pueblo, aunque fuera en la locura. Y yo volví a leer aquel relato raro y confuso, sí, como mis propios recuerdos, como mis pobres intentos de contarlos.
Ahora me explicaba por qué habían naufragado los periodistas en el intento de resumir aquella declaración: porque no había en ella ninguna secuencia reconocible: ninguna escena de aquellas que describe el
Nunca más,
y sobre todo porque lucía el inconfundible desorden de la memoria antes de que nos hayamos atrevido a hacerla relato.
Concluidas las preguntas del juez, los otros abogados prosiguen el interrogatorio enfocando uno u otro detalle, según sus intereses. La representante de Abuelas de Plaza de Mayo le pide que describa el quirófano. («No sé», denuncia ella, «a mí no me atendían»), y que nombre a los médicos que recuerde. Un tal doctor Di Mena, un doctor Cigotti, y por fin, oh sí, una doctora Delgadillo, que «era amorosa», dice Diana, granjeándose, imagino, la desconfianza del auditorio
(porque yo jamás me habría atrevido a llamar «amorosa» a una médica del servicio penitenciario),
«de la que lamentablemente supe después que está desaparecida». E inquirida sobre la doctora, Diana dice que no, que nunca pudo hablar con ella ni con nadie: que la doctora Delgadillo les hablaba a todas en general, y que les había contado del parto de dos mellizos, y días después, que «se los habían llevado». «¿Sabía usted, doctora», le pregunta la abogada de Abuelas, «que esa médica y su marido están desaparecidos por haber denunciado la desaparición de dos mellizos ante monseñor Plaza?». Y Diana dice que no, y el juez le comenta que este es un gran aporte por lo menos a dos causas, y Diana se congratula. «Pero perdón, doctora», insiste el juez: «Respecto del resto de la gente del Grupo Graiver que estuvo presa…». «Ah, no sé…», concluye Diana. «¿No sabe?» «No»
(y otro silencio acusador se siente en la entrelínea. Porque ella, se supone, al menos debería fingir interés por aquello que les pasó a los otros).
«Pero sabrá usted al menos que fueron torturados salvajemente…» «Ah sí, eso sí», improvisa. «Pero solamente por lo que leí en los diarios.» «En los diarios.» «Sí, y por conocidos… porque usted sabe que nosotros somos un reducto muy chico…
(y a quién se habrá referido, pienso, con ese «nosotros»).
Una vez, en Tribunales, coincidí con el doctor Garriga, que era mi asistente… Pero no, no me atreví a preguntar nada. Ni él tampoco a mí. Perola verdad, doctor, es que desde que salí de prisión yo quise empezar de nuevo. Me puse una pantalla. Solo así pude rehacer mi vida.»
Y eso es lo que todos odian, me dije: preferir el olvido. Pero en el año ‘78, ¿qué otra cosa podía hacer? Empeñarse en olvidar hasta olvidar incluso que había olvidado; olvidar que los torturadores, en cambio, no la olvidan, y que ese lugar de cero por cero sigue allí, tragando gente.
Hasta que por fin le toca el turno a Grossman, Elías Grossman, representante de la
APDH
. Conozco bien a Grossman, padre de dos artistas, dirigente del
PC
. Por él yo me afilié al
PC
en el ‘82. Recuerdo su casa parecida a la de Diana, a pocas casas de la nuestra. ¿Y cómo podrían no conocerse? Si no fue en el colegio o en alguna reunión de la colectividad, una casamentera les habrá hecho en su momento reparar a uno en el otro.
«Doctora», dice Grossman, con un aire indefinible de justiciero o vengador: «¿Podría al menos enumerar quiénes trabajaban con usted en Calle 5, creo que era, no?». «No», dice ella. «En Calle 5 de aquí, de La Plata, estaba la inmobiliaria del padre de David. Yo trabajaba en Buenos Aires, en la calle Suipacha, donde estaba la sede de las Empresas Graiver,
EGASA
.» «De acuerdo, entonces. ¿Podría enumerar igualmente al resto de sus compañeros?» «Bueno, estaba Lidia Papaleo, estaba la de Fanjul…, que no tengo idea de si fue torturada o no. Estaba el doctor Garriga, que era mi asistente; estaba don Juan…» «¿Don Juan Graiver?» «Don Juan Graiver, sí.» «El padre de David.» «Sí», dice Diana. «Pero David ya había muerto
(una pausa).
No sé si le he respondido», dice. «No del todo», aclara Grossman
(y yo creo escuchar un silencio perplejo, y en medio de ese silencio la risa apenas contenida de los milicos que, cómo no, también están en la sala. Una exiliada en Francia me contó una vez cómo los habían torturado, en el penal de Rawson, a ella y a su marido. «Péguense», les decía el atormentador. «Siempre será mejor que si les pego yo. Y de paso, descanso. Y de paso, me divierto.»)
«Le pregunto, doctora», insiste Grossman, «porque sé que allí también trabajaba un abogado, la mano derecha de David Graiver y que…». «El doctor Jaime Goldenberg, sí», interrumpe Diana, cortante. «Bueno, yo lo sé todo de él…» «¿Qué es lo que sabe?»
«Todo», admite sorprendentemente Diana. «Yo fui su secretaria. No en
EGASA
. En su casa, en su estudio. Toda la vida.»
¡Toda la vida!, recordé. «Agradeceré
tutta la mia vita»
, escribe Natalia Ginzburg, «a ese hombre que me salvó, a mí y a mi familia, de los nazis».
«Gracias, señor juez», concluye Grossman de pronto, como si al hacer aparecer a Goldenberg diera por cumplida una misión misteriosa. Pero Diana, una vez más, no advierte que él ha terminado.
«Y sigo siendo amiga de su mujer y sus hijas…»
«¿Alguna pregunta más?», incita el juez.
Y otro abogado pretende retomar: «En cuanto a fechas…».
«En cuanto a fechas», se apresura Diana con una precisión conmovedora, única en su gran confusión, «sé que el doctor Goldenberg murió el 4 de abril de 1977. A causa de las torturas que le infligió el señor Camps. En un breve ínterin en que yo volví, del Hospital Italiano, a mi casa…».
Y
ESO FUE
lo que me impresionó, lo que rasgó de una sola cuchillada las paredes de aquella célula familiar a que se restringía mi memoria, y me hizo saltar de la silla de aquel locutorio y me echó a andar de nuevo por la Avenida de Mayo, como por un mundo que ya no reconocía.
Pero cómo, me decía, ¿entonces volvió a casa, Diana Kuperman, en abril de 1977? Después de aquella noche en que vinieron a buscarla, después del accidente, ¿volvió a estar entre nosotros?
¡Pero claro, sí que la recuerdo, volviendo del Hospital Italiano, y bajando del taxi!
¡Por eso mismo hacía un momento no me había costado imaginarla llegando ante el estrado, temblorosa y apuntalada en las muletas que usaba por entonces, no en su silla de ruedas, secundada por su hermana que la adora!
¡Pero qué miedo, qué intolerable terror recordar, o imaginar al menos, cómo nos comportamos mi padre, mi madre y yo después de aquella noche!
Arrancar a Diana de su condición de desaparecida y devolverla a su barrio, entre esos vecinos, tanto menos inocentes ellos también, que apenas seis meses antes… tanto más enrarecidos por su propia experiencia de la matanza… Pero, ¿qué otra cosa podía yo hacer?
Se había rasgado el átomo de mi recuerdo, la cuchilla de la historia había separado sus elementos liberando en mí su fuerza letal; y si quería salvarme sólo me quedaba velar por que ese caos se organizara con una forma nueva, medianamente armónica, en un relato nuevo.
Si me hubieran llamado a declarar, me había dicho. Y esa declaración de Diana, de alguna manera, me lo pedía.
1977
—Ahí volvió la chica de Kuperman —anuncio a una cocina en donde mi madre prepara el almuerzo y mi padre espera, impaciente, mirando la
TV
: quiere imponer a la tierra los horarios de a bordo, ese almuerzo de las once que comió durante años, pero yo llego del colegio recién a las doce y media; y mi madre no quiere servir dos veces, y él siente que ya no quiere servirlo, o que no quiere servir si no estoy yo.
Acabo de verla a Diana, oh sí, bajando de un taxi, apoyada en muletas, secundada por su hermana, vigilada, como rescatada por una madre que la adora. No han visto que yo estaba allí, sentado al piano, pero quizá al doblar la esquina me oyeron tocar «Pejerrey con papas» y fue como una bienvenida.
Involuntaria, claro. No he querido que me vean.
—Están entrando en la casa —detallo, no para mi padre, que no mueve un músculo, como si no hubiera oído, sino para mi madre que tarda en comprender y cuando al fin lo hace —Dios mío, no hemos hablado nunca, hasta ahora, de aquella noche— suspira:
—Bueno, ¡gracias a Dios! —y vuelve a su trabajo: su actitud es tratar de comprender a «uno y otro lado», sin ninguna exacerbación.
Mi padre no dice nada aunque no puede estar tan enfrascado en la
TV
, que a esa hora emite tan solo dibujitos
,
o alguna de esas propagandas larguísimas, infinitamente repetidas, contra la subversión. Pero tengo la certeza de que, aunque no hablamos, pensamos constantemente en lo mismo.
Habíamos olvidado que Diana podía volver. Que haya vuelto nos descoloca.
Yo tiemblo. Me siento, en silencio, ante el plato vacío.
¿Por qué hui de que me vieran, al bajar del taxi? ¿Y habrán visto que hui? Cosas así se esperan, acaso, de un vecino, después de tanta cosa como se ha dicho de los Graiver. Yo no querría que pensaran eso de mí.
La noche en que vinieron a buscarla parece de hace siglos. Y sin embargo, cómo amarga todavía su recuerdo, las pesadillas que tuve después, toda la noche, y que, aunque no pude nunca recordar, juraría que aún siguen su curso en algún lugar de mi cabeza…
—Después voy a ir a verlas —dice de pronto mi madre, apagando el horno y agarrando la pírex por sus asas.
Pero no, por Dios, ¿qué dice? ¿Recuerda, como yo, la cara de la señora Felisa y de Ruth, al volver aquella noche? ¿Siente culpa por todo lo que aquel tipo la obligó a hacer? ¿Le reprocha a mi padre que no la haya defendido?
—Pobre doña Felisa —insiste, como si quisiera desafiar a mi padre que, sin embargo, no se mueve.
¡Pero es que no comprende el peligro que corre! ¡Y todo por mi culpa! ¡Claro, aún apuesta a enseñarle…! Confía en poder hacerlo, porque ella piensa y él no. Pero como no lo ha visto, esa noche, como yo lo vi, ignora que mi padre se ha negado a pensar porque ya otros pensaron por él y es pensamiento encarnado. ¡Y lo que aprendió en la
ESMA
no lo borrará nadie!
Yo tiemblo y trato, como siempre, de desviar el tema.
—Mamá, necesito dinero para comprarme un libro —porque sé que es por mí, también, que ella pretende cambiarlo. «Pero no te preocupes», le diría yo. «Ya no vale la pena discutir por las Kuperman. Encontré otro camino…»
Pero mi padre —que no aparta los ojos de la
TV
ni dice nada—, estoy seguro, no recuerda. El premio a su conducta de aquella noche ha sido seguir viviendo en un presente eterno.
¿Qué lo distrae? ¿Estará lamentando que vuelva a vivir al lado, la judía? ¿Estará recaudando del fondo de sí mismo el odio necesario para seguir enfrentándolas?
Hasta que al fin algo sucede. Mi madre, dejando la fuente sobre la mesa, lo llama.
—¡Pero papá, por favor!
Y al principio él no responde. No se inmuta. Su espalda se comba apenas, parecida a la cúpula de un templo. Y cuando yo, temblando, insisto —mi madre no era digna de hablarle, eso pasaba—, por fin contesta.
—¿Qué mierda querés? —y ya comprendo.
Cumple con una orden que esa noche le dieron: acechar nuestra compasión. Vigilar la osadía de apiadarnos de Diana. Controlar las entradas del templo del secreto.
Darnos miedo.
P
ERO AHORA
Diana está de nuevo aquí, pared por medio, en su casa, al fin, reaparecida. […] La señora Felisa, acaso, se hace alguna ilusión de haberla salvado. Liberadas por fin del cuarto de hospital y del guardia de Brigada que estaba siempre allí, imponiendo silencio, en el taxi no veía el momento de quedar a solas para hablar con su hija. […] Y de pronto comprende que no le dirá nada, ni de las amenazas telefónicas, ni de aquella señora que se cruzó en el banco cuando iba a cobrar la pensión de don Aarón y le dijo: «Señora, no se le ocurra sacar nada de la caja de Diana». […] Al fin y al cabo, ¿qué sabe de política una mujer como ella? Al fin y al cabo también ella ha estado, en esos meses de hospital,
incomunicada,
sin apenas leer los diarios, sin ver televisión, pasando de largo frente a los vecinos curiosos que ella podría comprometer o bien podrían comprometerla. […] ¿O por qué otra cosa podría haber estado llorando, en la vereda, rodeada de vecinos, ayer, la señora de Aragón, cuando ella pasó para las compras? […] Ahora su deber de madre es recrearle el mundo tan irreal como ese mismo chalet en que la crió en Tolosa, la casa en que no se habla ni el español ni el idish sino ese idioma aparte que, treinta años después, ella usará en el juicio para todo aquello a lo que no se aplique un vocabulario legal:
solita, upa, uniquita.